Contando estrellas

Esta es la primera parte del reportaje Luces en la oscuridad del cuarto


Los sueños de Alicia son algunas veces agitados. En ocasiones, ella es Pulgarcita y entra un sapo que se la lleva muy lejos. Otras, está encerrada en un gran castillo y llega la madre a cortarle su cabello largo largo como el de Rapunzel. Cuando está en el bosque, cantándole a los pajaritos como Blancanieves, viene el cazador con un cuchillo en mano a arrancarle el corazón, y se horroriza… Son muchas las noches en que despierta jadeante, sudorosa; llama a la madre y ella le refunfuña. “Duérmete, Alicia, es de noche todavía”.

Pero la niña no siempre sueña cosas “feas”. A veces, vestida de Moana disfruta navegar por el océano, hacerle travesuras a Maui, devolverle la vida a Te Fiti y saber que la abuela Tala está cuidándola desde el fondo del mar. Para Alicia no hay ningún “muñequito” mejor que ese. “Ella no le tiene miedo a nada. Su familia la cuida”, dice mientras termina de dibujar a su personaje preferido, navegando sobre apacibles olas, con una manta gigante debajo del barquito y muchos pececitos de colores. Entonces, se levanta del suelo y grita a toda voz: “Yo soy Moanaaaaaa”.

Los padres de Alicia se separaron cuando tenía seis meses de nacida. La madre cumplía 20 años y nunca le perdonó al papá el engaño con otra mujer. Aunque las dos recibieron –aún es así– mucho apoyo familiar; la mamá herida comenzó una escalada de maltratos contra la pequeña, según iba creciendo. En las noches la obligaba a dormir amenazándola con la bruja que entraría por la ventana. Si la niña rompía algo, aun sin querer, proseguían ofensas, golpes, castigos y “para el cuarto con la luz apagada”. Los sollozos y la súplica de la niña estremecían los cimientos de la casa, mas no el corazón de la madre: “Ella no llora sangre”.

Aunque sus allegados han alertado a la mamá, ha sido como hablar con la pared. “Es mi hija y hago con ella lo que me da la gana. A mí me enseñaron así y mira el tamaño que tengo”, suele responder. Reproduce en la educación de su hija los mismos métodos “disciplinarios” que utilizaron con ella.

A pesar de los maltratos, Alicia -desde los primeros años- impresionó a la familia por su inteligencia. Mucho antes que otros niños de su edad, aprendió los colores, las vocales, a contar hasta el 10, las figuras geométricas, el nombre de los animales, incluso su clasificación en bípedos y cuadrúpedos. Desde que tenía tres añitos recitaba Ayer pasé por tu casa/ me tiraste un limón… o Hay sol bueno y mar de espuma/ y arena fina, y Pilar…

La memoria de Alicia es increíble. Mantiene vivo cada detalle, cuando “mami (su bisabuela) me llevaba el biberón de leche por las mañanas… los masajes con crema que le daba en las piernas porque le dolían… el día que fuimos a la playa y jugamos a levantar un castillo de arena muy grande, y después no quiso jugar más y se quedó mucho tiempo mirando el mar”… Así, como mismo tiene tallados estos recuerdos, hay otros que la aterran.

Alicia, como el resto de los niños en Cuba, va a la escuela. Desde el primer día de clases su mamá le leyó la cartilla: “si le faltas el respeto a la maestra o no atiendes la clase, ya sabes lo que te espera. Tienes que comerte todo el almuerzo. La merienda no la compartas con nadie. Si un niño te mete, no te quedes dada”. Para intimidarla, le dijo que mandaría una bruja a vigilarla.

Un día, la auxiliar pedagógica le dio las quejas a la madre de que la niña estaba abrazando y besando mucho a los niños del aula. Cuando salieron de la escuela, la fue injuriando y golpeando durante todo el camino. Eso no fue suficiente. En casa le dio otra zurra, la encerró en el cuarto, sin juguetes, sin televisión. Sin nada. La niña no lloró.

Los lazos afectivos con la madre comenzaron a fragmentarse, a tal punto, que solo deseaba que ella sufriera mucho. Desde la cama, miró hacia el techo y comenzó a contar estrellas, una, dos, tres… hasta el 100. Y volvía a iniciar… Alicia, con solo cinco años, no vive en el país de las maravillas.

***

Para evitar que su esposo maltrate a los hijos y a ella misma, Lucía hace cualquier cosa. Le lleva el café a la cama, le quita los zapatos cuando regresa del trabajo. Tiene lista la comida. Mantiene el hogar impecablemente limpio. Hace colas para comprar los alimentos. Incluso, cuando él se lo exige, tiene relaciones sexuales, aunque esté muerta del cansancio. Por mucho esfuerzo que haga, no puede evitar que el padre descargue su ira contra todos.

“Cuando nos casamos él era otra persona. Atento, muy halagador. Me regalaba flores casi todos los días. Luego, cuando empezaron a nacer los niños, las cosas fueron cambiando. Manuel fue el primero, tiene nueve años. Luego siguieron Ángela, de siete; y Orestes, de cinco. Con la niña, que es muy inquieta, por cualquier cosa se quita el cinto para pegarle. A Manuel lo respeta un poco porque ya se le ha enfrentado. Sin embargo a Orestes, lo acribilla a golpes”, relata.

Cada vez que ella intercede termina llena de moretones. Después él pide perdón, promete no hacerlo otra vez, abraza a los niños, se los lleva a pasear y regresa como si nada hubiese pasado. Mas, a la vuelta de unos días, vuelve a repetir el ciclo de la violencia intrafamiliar. Primero las ofensas por cualquier cosa: el reguero de juguetes, las tareas sin hacer, alguno que deja la comida. “Y yo sudo mucho para traer el dinero a esta casa”, grita. Más tarde, los golpes. Que si los niños hacen bulla al jugar y él está mirando la televisión. Que si se fajan. Que si ella los consiente mucho. Luego viene el falso arrepentimiento y las promesas al aire.

El sábado los niños están en el hogar, no tienen clases. Ella los deja con el padre para sacar los mandados en la bodega. De regreso los siente dando gritos atroces. Algunos vecinos se asoman a las ventanas. Nadie osa meterse. Lucía empuja la puerta, suelta las jabas. Corre despavorida para el cuarto de los hijos. Y allí está él, con un cable de electricidad pegándole a los tres.

Ella empieza a gritarle horrores, mientras trata de quitarle el cable. Forcejean. De un empujón la lanza contra el piso. Sale directo para la cocina y regresa con un cuchillo. Le va para arriba a Lucía. El mayor de los niños se le pone delante y estira los brazos tratando de detener al padre, entonces el arma filosa atraviesa sus manos.

Al ver la sangre, el hombre reacciona. Lucía carga a su hijo, busca una toalla, la envuelve con presión. Llevan al niño al cuerpo de guardia del policlínico. En el camino, el padre les advierte: “si dicen algo, ya saben. Esto fue un accidente. Manuel tú estabas jugando con el cuchillo y sin querer te lo enterraste”. Cuando llegan, el menor es atendido con urgencia, le cosen las heridas. Los tres repitieron la misma versión. No hubo denuncia.

Lucía le implora al marido mandarlo a casa de una tía que lo quiere mucho. Él acepta, pero con una condición: “tiene que regresar dentro de un mes. Yo soy su padre y Manuel tiene que vivir en esta familia. No quiero que ande por ahí pasando trabajos”.

Esa noche, después de llevar al hijo para la otra casa, Lucía casi no puede ni dormir. “¿Qué pasará si dejo a mi marido? ¿Dónde me voy a meter con mis tres hijos? Si se entera que nos vamos es capaz de matarnos. ¿Dios mío, hasta cuándo tendré que aguantar esto?”. Desde la cama, mira el techo y comienza a contar estrellas, una dos, tres… hasta el 100. Y vuelve a iniciar. Lucía solo tiene 23 años y su mundo se quiebra como fino cristal.

***

Cuando su mamá volvió a casarse, la niña se sintió muy feliz. La había visto llorar muchas veces por los rincones y ahora ella estaba esplendorosa. Cantaba todo el día, en el jarrón de la sala nunca faltaban las flores silvestres. María disfrutaba de esa alegría a cada minuto porque ya su mami jugaba con ella y hasta le iba a regalar un hermanito. “Mi papi es un hombre muy bueno, aunque a veces es caprichoso”, comentaba con sus amiguitos en la escuela.

Cuando nació Noel, aquello fue una fiesta. Y así celebraron el cumpleaños de los dos hasta que el niño cumplió los cuatro y María ya era una adolescente de 12. La familia vivía en una aparente armonía. Los exabruptos del padrastro, cuando la comida no estaba en tiempo o la madre demoraba, eran vistos como algo natural.

Al entrar en la secundaria básica conoció a un muchacho que le robó el corazón. Se hicieron novios de inmediato. Ella era delgadita, muy bonita, con un pelo castaño que le llegaba a la cintura y ojos azules como el mar profundo. Él, de complexión fuerte, piel quemada y pelo negro ondulado. Ese día se dieron el primer beso. A ella la cabeza le daba vueltas.

Al llegar a la casa, María le contó enseguida a la madre, entonces ella le dijo: “eres muy chiquita todavía para estar pensando en novio. Ni se te ocurra abrir la boca para decírselo a tu papi porque no te va a dejar salir ni a la esquina del pueblo. Tú sabes que él es muy celoso contigo”.

Pero esa noche, en la intimidad de la habitación, la madre le confesó al esposo de los amoríos de la niña. Él se puso hecho una fiera. “Si veo a ese mocoso por aquí lo voy a matar a patadas”. Desde ese momento, la vida de María se convirtió en un infierno. Tenían que verse a escondidas porque su papi la velaba a donde quiera que fuera. Hasta que llegó el día aciago.

La madre había salido con el hermano a casa de unos parientes, no volvería hasta la tarde. Ella estaba estudiando en el cuarto, cuando el padrastro se le paró delante. “Ahora mismo te voy a enseñar quién manda aquí” y la tiró sobre la cama. La adolescente estaba tan aterrada que no podía gritar. Solo sentía la respiración agitada del hombre, mientras la violaba con furia salvaje. Con lágrimas en los ojos la niña rogaba por que llegara su mamá. Cuando terminó de arrancarle su virginidad y robarle su inocencia, le juró que si contaba algo acabaría con la familia completa.

Desde esa tarde, las piernas de María quedaron atadas a la voracidad incontrolable de su padrastro. Ella sentía tanta vergüenza que no podía mirar a los ojos del novio. Tampoco los de su madre. El sentimiento de culpa la atormentaba. Una mañana que María andaba muy distraída, la abuela que llevaba meses observándola y presentía que algo extraño sucedía con su nieta, se sentó a su lado. Le tomó las manos y preguntó: “¿Tú estás embarazada?” Los sollozos de María no dejaron brotar las palabras.

Efectivamente, María traía un bebé en su infantil vientre. Se formó tremendo revuelo en la familia. Muchas de las sospechas recaían en el padrastro, pero la madre no quería ni oír hablar de eso. “Si él es un hombre íntegro, la ha criado muy bien, a quién se le puede ocurrir semejante locura”, aducía colérica. Su ceguera llegó a tal punto de sentar al marido en una silla y a la niña en otra. “¿A ver, ahora vas a decirme delante de tu papi si fue él o no quién te embarazó?” María, temblando como una hoja batida por un vendaval, respondió: “no mamá, no fue mi papi”.

Después de montar un gran teatro contra el novio, y decir barbaridades como: “le voy a arrancar la cabeza con el machete, lo voy a denunciar para que se pudra en la cárcel”, el padrastro, investido de una flema inusual, dijo a la esposa: “no te preocupes, nosotros criaremos a ese niño”. Y punto en boca.
María abandonó la escuela. Sus sueños de estudiar medicina quedaron truncos. Después de parir a su bebé lloró tanto que los ojos se les rasgaron. Con el cursar de los meses, si alguien tuvo alguna duda de quién era el padre, la cara del niño hablaba por sí sola. Su madre no quiso abrir los ojos a la realidad. La familia guardó un silencio cómplice.

Duérmete mi niño/ duérmete mi amor… le tararea en la noche a su bebé. Cuando se queda dormido, lo pone en su cunita. Después ella se acuesta. Desde la cama, mira el techo, y comienza a contar estrellas, una, dos, tres… hasta el 100. Y vuelve a empezar… María, a sus 14 años, quisiera que la tierra se abriera; mientras reza para que otras niñas no sufran lo mismo.

***

El día que se casó la hermana de Ana Paula hicieron una gran fiesta. La casa se llenó de invitados. Todos estaban muy contentos, bailaban, reían…y bebían a tutiplén, hasta que se fueron para la luna de miel los recién casados. La madre de Ana Paula, cansada de tanto ajetreo, y con tragos de más, cayó en la cama como una piedra.

Mientras dormía, escuchó entre sueños los gritos de su hija llamándola y sacando a alguien de su cuarto. Al otro día despertó con una resaca tremenda y una ansiedad muy extraña. ¿Cómo imaginar que su marido, quien había criado a su hija desde bebita, pudiera hacerle daño? Ni pensarlo.

Ana Paula ya había cumplido 10 años. Era una niña alegre e inteligente. Mas, desde ese día de la boda, se volvió introvertida y esquiva. No obstante, la vida seguía su curso en pleno inicio de la pandemia. La madre salía, desde horas bien tempranas, a marcar en las colas para poder comprar alimentos. Las escuelas estaban cerradas y muchos centros de trabajo también. Por tanto, el padrastro quedaba en casa cuidando de la niña.

Pasó el tiempo y pasó… hasta que un día, solitas las dos en casa, la madre, con aquel sueño en la cabeza, emplazó a Ana Paula: “¿niña, cuéntame lo que pasó por la noche el día de la boda de tu hermana?” La pequeña bajó la cabeza y comenzó a llorar. Su cuerpo temblaba y las manos le sudaban a cántaros. Narró una a una las cosas que le hacía el padre. Horrorizada, la madre abrazó a su hijita. Solo atinó a decirle: “Vístete, que nos vamos a pasear”, mientras buscaba fuerzas para enfrentar aquella monstruosidad.

Salió del cuarto de Ana Paula y, desde el suyo, llamó al marido: “ahora mismo vienes para acá y recoges todas tus cosas. Voy a denunciarte a la Policía… Eres un degenerado” y apagó el móvil. Salieron a pasear, tomaron helado, caminaron hasta el cansancio. La madre la entretuvo como pudo y le advirtió que al otro día iban a ir a hacer la denuncia. Cuando llegaron a la casa, el padre ya había recogido todas sus cosas y puesto pie en polvorosa. Temprano, al otro día, salieron para la estación. Luego las citaron a las dos para el Centro de Protección a Niñas, Niños y Adolescentes (Cpnna) de la dirección de Menores del Ministerio del Interior.

Allí, delante de los especialistas que realizan la exploración a las víctimas de abuso sexual y evalúan la validez del testimonio para el hecho delictivo –donde por cierto, no había un psiquiatra–, Ana Paula no quiso hablar. La noche anterior había escrito todo lo que el padre la obligaba a hacer. Les entregó ese papel que, desafortunadamente, no tenía la misma validez de un testimonio hablado.

Como la niña enmudeció ante la comisión legal en el Cpnna, la remitieron para el Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex). Ahí, dos psiquiatras, uno de ellos con experiencia de trabajo en estos casos, sí lograron que les contara lo sucedido. Pero, a los efectos legales, ese testimonio tampoco fue válido. Ana Paula tendrá que volver al Cpnna y abrir de nuevo sus heridas. Entre una cosa y otra, ya han pasado algunos meses y el padrastro sigue viviendo la dulce vida en la calle.

Ella padece de terribles pesadillas, lo siente a su lado. En la noche, desde la cama, mira el techo. Comienza a contar estrellas, una, dos, tres… hasta el 100. Y vuelve a empezar… Ana Paula solo tiene 12 años y vive aterrorizada.


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2 comentarios

  1. Todas son historias verídicas, la cifra real de niños maltratados en los hogares es mucho mayor de las cifras oficiales. Cualquier pediatra les puede contar historias escalofriantes sobre esto. El nuevo código de familias tiene que llegar con toda la fuerza que demanda la sociedad. Con leyes que protejan a los niños y castiguen a padres irresponsables que a la vista de todo el mundo hacen y deshacen con total impunidad. Es la única forma de salvar a los niños, de salvar el futuro, y de salvar a los ancianos que seremos.

  2. Realmente impactacte, esas son las historias de muchas niñas y mujeres, puedes ser tú, yo o alguien muy cercano, y el miedo muchas veces nos hace callar. La violencia de género es un hecho innegable y su tratamiento jurídico, lastimosamente, es a veces incompleto y leve. Los abusos machistas deben tener una prevención más constante en escuelas, medios de comunicación y desde el hogar. Un trabajo hermoso, felicidades a la periodista, me conmovieron todas las historias. Gracias por recomendarmelo Delia.

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