Coraje y solidaridad en Bayamo.
El letrero SE VENDE permanece tal cual estaba en julio de 1953. / Yordanka González Arceo.
Coraje y solidaridad en Bayamo.
El letrero SE VENDE permanece tal cual estaba en julio de 1953. / Yordanka González Arceo.

Coraje y solidaridad en Bayamo

El anuncio en mayúsculas negras sobre la pared blanca y rotulado a mano, salta a la vista y provoca la curiosidad en algunos transeúntes, sobre todo los que no son de la zona: “Muchacha, ¿y en cuánto se vende el local?”, preguntan algunos sin percatarse de que allí, una edificación otrora dedicada a rentar habitaciones, radica la sala museo Los Asaltantes. 

Algo parecido le sucedió décadas atrás al santiaguero Renato Guitart, cuando fue a Bayamo a cumplir la orden de Fidel de buscar un albergue para los jóvenes que asaltarían el cuartel, entonces sede del escuadrón 13 de la Guardia Rural. Luego de hacer varias gestiones, ninguna con resultados, decidió irse, pero al pasar por donde confluye la calle Alfredo Uset con las de Capotito y Augusto Márquez, el letrero le hizo detenerse.

“Se dio cuenta de que era el lugar perfecto, a solo dos cuadras de la fortificación, entonces contactó con el dueño y le dijo que pretendía un negocio avícola, que si la cosa marchaba bien, a lo mejor hasta le compraba el inmueble. Renato le pagó el alquiler con antelación, por dos meses, de aquel sitio modesto, de siete habitaciones, que estaba en venta porque su propietario, Juan Martínez, no había logrado deshacerse de las hipotecas”, narra Yusnay Cabrera Torres, especialista de la institución museológica.

Fue el hijo de crianza del arrendador, Juan Olazábal, quien escribió en la fachada del local el aviso que haría entrar a la edificación en la historia del país, como el lugar donde se encontraron los asaltantes del cuartel Carlos Manuel de Céspedes y Fidel Castro, en vísperas de las acciones del 26 de julio. Allí el comando revolucionario conoció los pormenores del plan y se sincronizaron sus relojes para que el ataque fuera simultáneo con el del Moncada; o sea, a las 5:15 de la madrugada.

La estrategia consistía en tomar la guarnición, sublevar la ciudad y establecer defensas para impedir el paso de refuerzos hacia Santiago de Cuba. Seguramente lo hubieran logrado porque solo había 10 soldados, pero les falló un hombre decisivo: Elio Rosete, el único de los confabulados que vivía en Bayamo y era conocido por algunos militares.

Él llevaría a los hermanos Raúl y Mario Martínez Arará hasta la posta y diría que eran guardias de su confianza, quienes iban para los carnavales de Santiago de Cuba y necesitaban un sitio donde pasar la noche. Una vez dentro, los jóvenes neutralizarían a los efectivos. Mas, Elio pidió permiso para ir a su casa, y no regresó. Otros cinco también se marcharon. Finalmente, poco más de una veintena participó en la acción.

Coraje y solidaridad en Bayamo.
Rafael Corrales Urquiza rememora cómo ayudó al grupo de revolucionarios. / Yordanka González Arceo.

El fallo de Rosete provocó en los huéspedes del Gran Casino la sospecha de una posible delación, y discusiones sobre un nuevo plan. Concluyeron que atacarían el fortín por el fondo, sin embargo, ellos solo lo conocían por fotos (tomadas siempre de lejos) y planos, no dominaban detalles como que en la parte de atrás había maderas, latas y escombros.

Obstáculos en el camino

A la hora fijada, el grupo de rebeldes avanzó hacia la sede del escuadrón 13 de la Guardia Rural, pero en la oscuridad de la madrugada, tropezaron con los trastos y pusieron en alerta al guardia de la última garita, el cabo Indalecio Estrada.

“Alguien preguntó: ‘¿Quién anda por ahí?’, y en medio del nerviosismo uno de nosotros disparó y se armó la balacera. El tiroteo no duró más de 20 minutos”, contaría años después, Ramiro Sánchez Domínguez, uno de los protagonistas.

Frente al fuego de la ametralladora de Estrada y el de los uniformados batistianos, las modestas escopetas de caza de los revolucionarios apenas surtieron efecto. La mayor parte del comando no rebasó la cerca perimetral. Ante el peligro de verse copados tuvieron que retirarse. Durante el repliegue, parapetado tras una estatua, Antonio López, Ñico, abatió a un enemigo.

Se desató la cacería de la dictadura. El teniente Juan Roselló Pando, jefe de la guarnición, instruyó capturar a todos los sospechosos. Poco después llegaría la orden de matar a 10 de aquellos “revoltosos” por cada baja causada al ejército. Y en efecto, fue ese el número de jóvenes asaltantes asesinados en Bayamo, en las jornadas posteriores al 26 de julio.

Los demás muchachos lograron salvarse gracias a la solidaridad y el coraje de muchas familias bayamesas que los protegieron en sus casas, luego de que escaparon en diferentes direcciones: unos por la zona de El Almirante; otros, rumbo a Santiago; los terceros tomaron la carretera de Holguín…

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Parque museo Ñico López, otrora cuartel Carlos Manuel de Céspedes. / Yordanka González Arceo.

Los tiros despertaron a la familia de José Corona. De pronto sintieron unos cuerpos caer dentro del patio de la vivienda, ubicada al fondo del cuartel. Eran tres y venían vestidos con el uniforme amarillo de la Guardia Rural. Estaban sudorosos, desaliñados, y cuando se vieron descubiertos –según contaría Ruth, la hija de José–, uno que traía un solo zapato explicó: “’Tuvimos que pelear con unos presos que se escaparon’. Mi papá les encajó la vista y les dijo: ‘¿Presos que se han escapado? Ustedes son unos locos’”.

Entre los salvados, Agustín Díaz Cartaya, autor de la Marcha del 26 de julio. Él y sus compañeros permanecieron allí más de una hora. Les dieron ropas limpias, zapatos, y les indicaron las mejores vías de escape. Después que se retiraron, los de casa desaparecieron las pertenencias comprometedoras. No obstante, el Ejército arrestó al padre de familia y a los tres hijos varones. Aunque los soltaron, decidieron mudarse por temor a nuevas represalias batistianas.

“Fueron días terribles. Como el fondo [de la casa] daba al cuartel, todos los días se oían los gritos de los torturados. Una tarde escuchamos clarito cuando un joven gritó: ‘¡Yo no soy cucaracha. Si quieren acaben ya!’”, relataría Ruth. Se trataba de Mario Martínez Arará, a quien los esbirros asesinaron de un disparo en la cabeza.

Mario se había quedado en la retaguardia cuidando la salida de sus compañeros, especialmente la de su hermano y jefe principal de la acción, Raúl Martínez Arará. A dos cuadras del cuartel, mientras intentaba quitarse el uniforme para quedarse con la ropa de civil que traía debajo, el chofer de una guagua lo vio y lo delató.

El “bobito” que salvó al grupo de Ñico

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Ñico pudo viajar a México, desde donde regresó a Cuba en 1956 como expedicionario del yate Granma. / trabadores.cu

“Dicen que Mario fue al primero que Pando mandó a asesinar y con el que quiso demostrar cómo se hacía. Según lo que se oía, todavía a los tres o cuatro días andaba con el uniforme embarrado de sangre”, comenta Rafael Corrales Urquiza, quien entonces era un niño de 13 años y conoció del hecho mientras recorría las callejuelas de Bayamo en un carretón de bueyes, vendiendo carbón y recogiendo comida para cerdos.

Él no escuchó los tiros ni presenció el altercado. A esa hora de la madrugada andaba prácticamente al otro extremo del pueblo; sin embargo, el destino y aquel espíritu rebelde, fruto progresivo del espacio radial La Hora de Chibás, que a menudo escuchaba, y la opresión de aquel capitalismo que lo obligaba a tener varios trabajos y muchas carencias, lo llevaron a hacerse el “bobito” para salvar la vida de Ñico López y otros tres revolucionarios.

En su recorrido habitual había escuchado comentarios: que si eran soldados del propio cuartel fajados entre sí, que si eran alzados, que si habían matado a un sargento, que si el que lo había matado andaba en un jeep y había salido ligero huyendo, que si un grupo cogió por unos marabuzales. ¿Quién le diría que coincidiría con aquel supuesto asesino?

Alrededor de las 11 de la mañana, mientras cepillaba a un caballo en la finca de Luis Pérez Iglesias, alguien le silbó. Él miró de reojo y descubrió al otro lado de la cerca a cuatro hombres vestidos con uniformes de la Guardia Rural. “La mente me hizo ¡clop! y me digo: ‘Estos son los que asaltaron el cuartel, y no son guardias, porque andan huyendo. A esta gente tengo que ayudarla’”.

Aunque con cierto temor, Felito salió a su encuentro. “Les grito: ‘Miren, hay un hueco en la cerca, pasen y protéjanse porque los guardias andan en la calle’”. Como no entraron, volvió a mirar y vio que habían bordeado el perímetro y estaban frente a la casa, en la carretera.

Un impulso lo llevó hasta ellos y a hablarles enérgicamente: “Oigan, aquí no pueden estar. Miren allá, la gente se está agrupando, de allí va a salir el que los va a delatar”. Rememora también que con tremenda humildad Ñico le preguntó: “¿No habrá un poquitico de agua por ahí?” Después le pidió café y ropa, pero como esto último demoraría, indagó por el destino de las carreteras, y le solicitó que enseguida los sacara del lugar.

El vejigo echó a andar con pasos rápidos, imaginaba que venían detrás de él corriendo, cuando miró, caminaban sin prisa alguna. “Me paré así, como que el jefe ahora era yo, y les hice señas queriendo decirles: ‘¡Coño, apúrense! ¡Qué carajo van a esperar ustedes!’ Y me puse cabrón, muy molesto…”.

Una vez en El Corojal, les aconsejó que se quedaran allí hasta el día siguiente y después salieran por la tienda de Santa María, donde tal vez conseguirían ropa. “Ñico me agradeció por haberlos atendido y me dio la mano”, evoca orgulloso el hoy octogenario.

Todavía no podía cantar victoria, él sabía que lo interrogarían, así que maquinó una treta. Les diría que efectivamente allí había estado el Ejército, pero el de Batista. A solo 10 minutos de su regreso, llegó el terrible sargento Capote. Lo zarandeó mil veces mientras le preguntaba por el grupito que había ayudado. El chiquillo le afirmaba una y otra vez que solo había visto y hablado con cuatro militares de ellos mismos.

“Cobarde, me puso de carnada a registrar el rancho, el campito de yuca, los corrales, sin parar de insultarme. Al rato vino un cabo por lo mismo: ‘Oye, ¿y la gente que estaba aquí?’. Yo, haciéndome el chivo loco, le contesté: ‘¿Qué gente?, aquí el que estuvo fue Capote y otros guardias batistianos antes que él’. Entonces me ripostó: ‘No te hagas el bobito’”.

En la tarde supo que a Vega, el dueño de una avioneta, lo habían puesto a explorar para encontrar a los revoltosos. Al día siguiente, cuando le comentaron que habían matado a cuatro en Ceja de Limones, la esperanza se le desvaneció. Con esa incertidumbre vivió muchos años, hasta que un día hojeando un libro, reconoció en cierta foto a aquel joven. Ñico había sobrevivido aquella jornada también gracias a él.

Felito sufrió la represalia de la dictadura. Con frecuencia, los soldados batistianos lo detenían en plena calle o lo bajaban de los carros para registrarlo. Acoso, palabras ofensivas, amenazas de muerte… Cuatro años después del verano de 1953, integraría una célula clandestina y en 1954 se incorporaría a la lucha en la Sierra.

Según cuenta, estaba consciente de los riesgos de la guerra armada, pero dos motivos pesaron en su decisión: el deseo de poner fin al atropello del gobierno de Batista contra el pueblo, y el compromiso moral con Fidel Castro. “Después de las acciones del 26 de julio, la gente vio que había alguien luchando verdaderamente, arriesgando el pellejo, por todos nosotros”.

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Fuentes consultadas Entrevista concedida por Rafael Corrales Urquiza a la autora. Los textos periodísticos Un riesgo que valió la pena, de Mailenys Oliva Ferrales (Juventud Rebelde, edición digital del 22 de julio de 2013), y La otra chispa del asalto, de Osviel Castro Medel (Juventud Rebelde, edición digital del 24 de julio de 2018).

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