Crónica de una tarde cualquiera desde el banco de los sin embargo

Hay farolas sin bombillo en el parque Mariana Grajales del Vedado, y algunos bancos mutilados; pudiera ser normal en bancos de parque. Inocentes de toda culpa cuando pierden el espaldar o las tablillas para sentarse, quedan como mustios esqueletos de lo que fueron.

Desde uno de los sanos, vigilo la entrada de la casa que hace esquina al frente y donde han entrado varios niños a aprender dibujo. Allí, en el Centro de Artes Visuales de 23 y C, mientras ellos experimentan con colores y formas, las madres esperamos dispersas en los asientos que han sobrevivido. Aquí, otros niños juegan a correr, a la pelota, a tirarse piedras y a los escondidos.

Cada sábado que me siento en uno de estos bancos, veo pequeños pasar de la mano de adultos, unas gemelas con leotard y tutú rosa que no paran de hablarle a la abuela, un niño con su padre, una madre que enseña palabras con tr.

Truco.

Truco, repite la niña.

Trapo.

Trapo.                                 

Ummm. Tren.

Ten.

Ahí donde dejo de mirarlas me quedo con la muchacha que acaba de llegar y se ha sentado un poco más allá. Detrás de mí, frente a la calle que da al restaurante iraní Topoly, hay un muchacho que se ha girado a mirarme un par de veces. Cada uno de sus gestos rezuma frustración.

Vuelvo la vista adelante y me fijo en la muchacha, que ahora lleva audífonos y tiene la mirada fija en el celular.

Scroll

Scroll

Scroll

Pausa.

Parece que algo le interesa. Y sigue.

Scroll, scroll, scroll. Pausa.

Y empieza a registrar la cartera, con la suavidad y la destreza de las mujeres que saben dónde lo tienen todo. Lentamente, del bolso saca un ramo de flores, entre azules y violetas. Lo observa con la cabeza ladeada y una sonrisa. Imagino que advierte lo insólito de esa acción, la peculiaridad, porque revisa los alrededores a la captura de un fisgón, y heme aquí. Apuro la atención a otro lado. Intento hacer fotos, filtro clásico, con el teléfono.

(Es que tiene algo de mágico y algo de intocable el blanco y negro)

Ella vuelve a lo suyo, coge el celular para perpetuar en ceros y unos el ramo deshojado pero vivo en color. Esto mínimo irá a su estado de WhatsApp, su Facebook; quién sabe si tiene Instagram, pienso cuando el muchacho que suponía detrás de mí ya no está en aquel banco frente al Topoly sino aquí, a menos de un metro, y me dice: “Disculpa, ¿me puedes prestar tu teléfono para llamar un momento?”.

Desconfío. Seamos realistas. Va a coger el celular y salir corriendo.

–No voy a coger el celular y salir corriendo –me asegura–. No te preocupes.

Pero me preocupo. Lo veo corriendo después de empujarme y no decidirme a ir tras él porque tengo a mis hijos dibujando una cafetera, y es aquí donde me necesitan cuando esa cafetera y unos cinco objetos más, estén terminados.

 No corriendo detrás de un loco.

 –Solo te lo pido porque no tengo batería. Te doy 50 pesos.

–Pues entonces siéntate aquí –le ordeno con la versión más fuerte de mi voz.

Intercambiamos. Él coge mi teléfono y yo sus 50 pesos, y claro que estoy lista para que él salga corriendo y yo intentar detenerlo. Pero en su lugar llama y llama y llama, y siempre la misma voz automática que responde “apagado o fuera del área de cobertura”.

 Quedé en otro punto –me dice– a las doce del día, pero esa persona creo que no va a salir.

Las clases de dibujo empezaron a las dos. ¿Qué espera? Y me pregunto si es una mujer o su pareja, o alguien del pasado, para un reencuentro. ¿Por qué lo esconde tras “esa persona” y rezuma frustración? Sentí pena por su desesperanza, por verlo en uno de esos momentos desafortunados donde, sin control alguno, nos ahogan cosas tan inevitables como un atardecer.

Intercambiamos. Él coge sus 50 pesos y yo mi teléfono. Se va con la mano en la cabeza mirando a ambos lados de la calle, dubitativo de irse definitivamente o regresar al banco de entre los sobrevivientes.

Descubro entonces que la muchacha se marcha; camina en dirección a 23. Ahí va una mujer con un ramo de flores escondido en la cartera. ¿Quién lo diría y para quién será?

El aire apura su paso entre las hojas y las hace tocarse unas con otras, rozarse, mecerse, asentir, negar. Sisean fuerte y cerca. Por unos segundos apagan los sonidos urbanos hasta que un carro suena el claxon interrumpiendo el momento. Algún pétalo amarillo ha caído a los pies de una persona.

En el centro del parque ahora los niños juegan con una jaba de nailon repleta de pétalos. No, no son hojas secas, son pétalos. Cogen la bolsa por el fondo y la sacuden con ganas, con ganas de niño que juega a dirigir el rumbo del universo. Vuelan los pétalos amarillos cayendo a sus pies y se extienden en un círculo disparejo alrededor de ellos.

Me río.

Busco Zona de obras; lo traje para pasar el rato y ni lo he sacado. Podría decirse que este es mi ramo de flores. Lo tengo lleno de colores, marcado. Hay un momento sobre el principio al que regreso siempre: sólo si una prosa intenta tener vida, tener nervio y sangre, un entusiasmo, quien lea o escuche podrá sentir la vida, el nervio y la sangre: el entusiasmo.

Pausa, disfruto esa sensación que emerge de leer una frase que desafía neuronas y aspiraciones de periodista.

Yu-nderstand? Escucho cómo alguien chamusquea inglés en el banco donde antes estuvo la mujer de las flores en la cartera. Dos hombres conversan. No intercambian celular ni 50 pesos pero sí español con inglés y muchos gestos con las manos. Uno va vestido de azul y un jean. El otro, alto, grueso, de espejuelos y barba, lleva una gorra que dice New York.

Dejo de atenderlos. Leo, leo, leo. Pausa. Cuando leo siempre encuentro algo y más. El cubano ha llamado a una mujer que pasea a su perro.

 “How much” –dice el turista.

–¿Cuánto cuestan esos perros? –traduce interpretando mal, el muy ingenuo.

–Unos 2000 o 2500 pesos –contesta la mujer muy amablemente.

–¿Cuánto en dólares? –me viene a la cabeza “pereza intelectual”.

Ella se lo piensa unos segundos.

–40 dólares más o menos.

Forty dollars –traduce el cubano.

I give you 50 –¡Ja, lo sabía!, él había traducido mal.

–Dice que te da 50 por el perro.

–¡Na! –responde la mujer con indignación contenida–. Ni 100 ni 200. Nada.

Y se va.

Tengo la impresión de que a veces creen que es muy sencillo comprar cualquier cosa a cualquier persona en una calle de esta Isla. Los miro y eso es lo que pienso. Leila dice que hay que mirar como si se estuviera aprendiendo a ver el mundo. Me enseña cómo escribir construyendo consejos con técnicas, juegos y mucho de experiencia propia para lograr un texto que deje, en quien lo lea, “el rastro que dejan, también, el miedo o el amor, una enfermedad o una catástrofe”.

“Atrévanse: llamen a eso un oficio menor.

Atrévanse”.

“You speak English?”

Levanto la vista. Ya es el segundo hombre que se me acerca hoy. Estoy segura que esto da más para stand up comedy pero en ese terreno soy inexperta.  

Sí, hablo inglés.

Yes, I do.

Quiere saber si soy cubana, para que le explique qué pasa con el cambio del dólar y dónde comprar, porque pretende ir a un Supermarket a conseguir good staffs, cosas buenas, imagínense. Arqueo las cejas y me quedo pensando. Le cambiaron 59 dólares a 80 en la casa de renta y me pregunta si eso está bien para él, y me repite que no entiende que en el banco a 24 y afuera no, y le digo que es así the informal market, y me pide consejo, para que no lo estafen, me pide que le busque a alguien que le cambie por más, que le dé un nombre y yo no sé.

El cubano mueve los pies, desesperado por irse. Imagino que se cuestiona su suerte.

You are very beautiful.*

 ¿Qué?

–¡Ah!, Thanks.

Y miro a cualquier lado, incómoda. El de la gorra neoyorkina lo nota y me habla de sus padres judíos, de su cuidad, de su país. Y se despide.

Thank you –me agradece no sé bien por qué–. Bye.

Bendita soledad.

Leo.

Leo.

Leo.

Les diría: sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten.

Pausa. Cierro el libro.

Ha pasado una hora y media desde que me senté en este banco. Las madres nos levantamos como un resorte para cruzar 23 y recoger a los niños.

Un poco de excitación, una que otra anécdota, mucho color sobre papel y un aliento a risa.

No es más que una tarde cualquiera, una historia simple, un día de esos de los que se olvida y se pierde para siempre.

Y sin embargo…


*You are very beautiful: eres muy hermosa


CRÉDITOS

Texto y fotos: Mariana Camejo

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