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Desinfecciones enajenantes

Casas editoras internacionales relevantes (y no tanto) apuestan por subsanar las “incorrecciones” de libros clásicos, sin parar mientes en las protestas de literatos, pedagogos y otros lectores  


Desperté a medianoche y tras dar vueltas en la cama durante casi una hora, intenté buscar el sueño en alguna lectura soporífera. Mi dedo vagó, al azar, sobre la pantalla del dispositivo digital (lo más sofisticado de lo vendido en 2050), hasta que un ícono lo detuvo: novelas del siglo XIX. Perfecto. Las largas descripciones de Víctor Hugo, o las de Balzac, seguro me harían cerrar los ojos.

“El hombre y la mujer desaparecen y vuelven a aparecer; se sumergen y suben a la superficie; llaman; tienden los brazos, pero no son oídos: la nave, temblando al impulso del huracán, continúa sus maniobras; les marineres y les pasajeres no ven al hombre y a la mujer sumergidos”. ¡Un momento, el autor de Los miserables jamás escribió de ese modo! Cuando alude al ser humano sacudido por los rudos avatares de la existencia, utiliza solo el sustantivo hombre.

Acudo al prólogo y adiós misterio: esta versión fue reescrita utilizando el discurso inclusivo. Vuelvo al menú: una y otra vez la explicación se repite: en las obras de Benito Pérez Galdós, las aventuras de Sherlock Holmes, las narraciones naturalistas de Emile Zolá… Voy a la literatura latinoamericana: Leonardo Gamboa y Cecilia Valdés ya no cometen incesto, pues son primos en segundo grado. Han desaparecido los pasajes explícitos de los sensuales relatos de Jorge Amado: Doña Flor y sus dos maridos; Gabriela, clavo y canela; Tieta de Agreste.

Hasta los títulos han cambiado, sobre todo en los libros infantiles: El patito feo ahora se llama Les patites menos hermoses; Juan el bobo (otro cuento de Andersen) se convirtió en el listo; Los dos hermanitos (escrito por los hermanos Grimm), aparece en el catálogo como Les hermanites.

Con el corazón acelerado despierto nuevamente, ahora de veras, en 2023, cuando ha llegado al punto de ebullición (tras algunos años elevando su temperatura) el debate en torno al uso del discurso y el lenguaje inclusivos en la literatura, así como la reescritura de clásicos, para dotarlos de enfoques “políticamente correctos”.

Un ejemplo sintomático son los policíacos de Agatha Christie: hace algún tiempo Los tres negritos se reeditó en francés y español con los títulos Ils étaient dix (Eran diez) y No quedó ninguno, para descartar supuestas connotaciones racistas. Recientemente, The Telegraph reveló que la editorial HarperCollins ha venido en los últimos años reescribiendo las creaciones de esta autora, con el ánimo de adaptarlas a las “sensibilidades modernas”.

Vale puntualizar que discurso y lenguaje no significan lo mismo, aunque el primero contenga al segundo y persigan similares metas; el discurso de un escritor no se limita a las palabras que utiliza, asimismo engloba las acciones y propósitos conferidos a sus personajes, las representaciones culturales, sociales e históricas, las concepciones morales, filosóficas, sexuales, políticas, ideológicas, explícitas e implícitas en la narración.

¿Educar o condenar?

Los clásicos infantiles clasifican entre los más vulnerables ante el afán purificador contra discriminaciones u omisiones de cualquier especie. En 2018 la editorial española Espejos Literarios presentó La Principesa, una versión del entrañable relato de Antoine de Saint-Exupéry: El Principito. El objetivo de esta transmutación y de los posibles volúmenes siguientes era “reformular las obras maestras de la literatura para dotar de significado a su carácter universal”. En realidad, lo conseguido por operaciones de tal naturaleza es anular el significado concebido por el creador del texto primigenio.

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A inicios de este año se incrementó la polvareda por la limpieza a los libros de Roald Dahl, efectuada por la editorial Puffin Books. El cepillado de Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda, Las brujas, James y el melocotón gigante, entre otros títulos,incluyó variar la proyección de ciertos personajes, sustituir adjetivos (gordo, desquiciado, fea) y hasta una mención al narrador Rudyard Kipling. Todo eso a espaldas de Dahl, quien no podía defender su legado, ya que falleció en 1990.

Profesionales del ámbito literario y pedagógico, junto con los admiradores del escritor, protestaron en los medios de comunicación y las redes sociales digitales, utilizando frases como “censura disfrazada de actualización”, modificaciones absurdas, inadmisibles.

Ante esos reclamos (y la existencia de la Ley de Propiedad Intelectual), la editorial española Alfaguara decidió no hacer reformas a los originales. La casa editora francesa Gallimard también rechazó incorporar cambios.

Claro que es de aplaudir y compartir el afán de educar a los niños y jóvenes en los principios de respeto, igualdad, solidaridad, amor, altruismo. Debemos estimular y agradecer que hoy y en el futuro se escriban volúmenes con un discurso inclusivo. No obstante, en mi opinión, nunca será válido alterar y hasta desfigurar el contexto de historias escritas ahora, pero que transcurren en épocas pasadas.

Mucho menos reescribir con ese enfoque los clásicos literarios. Entiéndase bien: narrar las peripecias de una Cenicienta del XXI, con la psicología y el entorno actuales significa volver a un arquetipo (práctica común en la literatura) y no hay nada que objetar; sin embargo, introducir en lo narrado por Charles Perrault (siglo XVII) y los hermanos Grimm (XIX), con sus relaciones de clases y bailes de corte, a un príncipe antimonárquico que lucha por la democracia, o convertir a la sufrida muchacha en adalid de la emancipación femenina, es otro asunto.

Personalmente no puedo evitar la suspicacia ante quienes distorsionan –en aras de un discurso inclusivo a ultranza- lo ya publicado: huelo falta de creatividad (¿por qué no crean historias propias?), aprovechamiento mercantilista de la popularidad alcanzada por el cuento o la novela de la cual se apropian, afán (igualmente espurio) de no sufrir pérdidas en el mercado debido a las recriminaciones de los inconformes.

Disímiles especialistas señalan que lo conveniente es formar lectores críticos, en lugar de reelaborar las obras. Como bien sugirió la escritora española Rosa Montero, si un libro para niños o jóvenes hiere determinadas sensibilidades, o parte de su mensaje ya no se corresponde con los criterios vigentes, pero por sus virtudes en general merece continuar publicándose, el camino es explicar en el prólogo por qué lo negativo forma parte del volumen y cuáles enseñanzas nos deja.

Otra acción válida es no reeditar aquellos volúmenes que contienen mensajes denigrantes contra los valores y grupos humanos.

La letra “salvadora”

¿Qué tipo de lenguaje inclusivo o políticamente correcto sería el idóneo para los textos nacidos hoy o en el futuro, el que duplica las frases y ralentiza la narración, al utilizar la fórmula niños y niñas, pequeños y pequeñas, etcétera?; ¿el que en aras de la síntesis está proponiendo transformar el idioma español, introduciendo en las palabras, especialmente en el plural, los signos x, e?; ¿o el de ­–¡vade retro!– las situaciones y los vocablos asépticos?   

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La segunda propuesta no es nueva, ya en 1976 un artículo de Álvaro García Meseguer, difundido en la revista española Cambio16 sugería tal innovación. A decir verdad, le concedo lógica y teniendo en cuenta que la lengua es un organismo vivo, en constante transformación, no me extrañaría que a la larga se imponga. De hecho, algunos periódicos hispanos (El País, ABC, El Mundo) han comenzado a emplear, si bien con cautela y no de manera constante, los vocablos todes, chiques, amigues, hijes, nosotres.

Sin embargo, por el momento, la Real Academia de la Lengua Española desaconseja dicho recurso: “El uso de la letra ‘e’ como supuesta marca de género inclusivo es ajeno a la morfología del español, además es innecesario, pues el masculino gramatical ya cumple esa función como término no marcado de la oposición de género”.

Concedamos que dentro de un siglo la línea reivindicadora se ha impuesto y no solo toda la literatura escrita entonces sigue ese canon, sino que se hace necesario actualizar el lenguaje de obras producidas en centurias precedentes o de lo contrario no serían entendidas por los pobladores del XXII. No se trataría de una práctica nueva, así ha ocurrido con clásicos en disímiles idiomas, por ejemplo, el Cantar de mio Cid. Pero la “traducción” debe mantener el mayor respeto posible al original.

Sin ese comedimiento temo que en 2120 proliferen “experimentos” similares al de James Finn Garner, autor de Cuentos infantiles políticamente correctos (donde confluyen Caperucita Roja, Los tres cerditos, Ricitos de Oro, Blancanieves y los siete enanitos, entre otros relatos muy conocidos), una ingeniosa forma de rebelarse contra las cortapisas de los llamados lectores sensibles (empleados por las casas editoriales), divertido en cuanto sátira, infumable si tuviéramos que tomarlo en serio.

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