El golaaazoo…

Quien me conoce sabe que los deportes no son mi fuerte o lo que es igual: no figuran en mi modesto perfil de habilidades. Sin embargo, siempre que tengo chance me sumo a las partidas de fútbol que suelen armarse por las tardes en mi zona del Sevillano. Sin importar condición climatológica, ni que se gasten los zapatos ni los colores de camisetas, allí lo mismo se reúnen los fanáticos de Cristiano y Haaland que los de Messi y Neymar, con el fin de debatir supremacías, rumiar estadísticas y emular en pretenciosos lances a esas estrellas de un mundo que en año de Mundial, se antoja tan redondo como un balón de fútbol.

Entonces quien no me conozca, pero ahora me lea, entenderá llegado este punto que las presentes líneas versan sobre mi singular “fichaje” como futbolista. Tozudo sin remedio, aún no me resigno a dejar de mostrar mi talento inaudito (¿o debí decir chiripazos inauditables?) con una pelota en los pies. No obstante, el día de mi debut “oficial” la suerte de principiante parecía sonreírme. Algo me decía que iba a coronar como goleador… Si es que así podría llamarlo. Pero bueno…

Aquella tarde tenía las pintas de una tarde cualquiera en el parque Córdoba; pero prometía. Apenas vimos que el sol empezaba a bajar su látigo salimos los muchachos -y no tan muchachos-, prestos a “patear” la paz de quienes aprovechaban los bancos. A diferencia de lo habitual en una cancha reglamentaria, una partida de fútbol callejero no dura 90 minutos, sino que el tiempo de juego se acaba cuando se acaba, o cuando lo apaga la noche.

En el imaginario popular nuestro improvisado terreno no tiene nada que envidiarle al Bernabéu de Madrid o al San Siro de Milán. Gracias a la pericia de nuestros maestros ingenieros con par de pedruscos se arma la portería y pies descalzo y carretera. La presión del “público” la ponen los presentes que desde los bordes esperan como jauría eufórica su turno de entrar a jugar. Eso es suficiente motivo para dar lo mejor de ti en el asfalto y no quedar relegado a la banca de la impaciencia.

Con cualquier pelota, sea la costosa que trae el hijo del poderoso de la cuadra o el baloncito viejo y descosido, se rueda nuestra reñida y fraternal liga de barrio. En los pies la variedad siempre dice presente, tal como en el profesionalismo, aunque sin tantos lujos: hay desde los que juegan descalzos, sin importar la dureza del suelo, los que usan sus tenis recosidos hasta los de buenos “pinchos”.

Balonazos van y vienen. Alguno que otro disparo extraviado llega a impactar la anatomía de algún transeúnte o “mareado” con su teléfono en el parque. Por supuesto, acto seguido la sarta de improperios y el típico: “váyanse a j…ugar a otra parte”. Pero los futbolistas callejeros no creen en tarjetas amarillas ni rojas. No creen en más nada que en entrar al choque. De cinco cabezas y diez patas son los equipos que se van turnando por la cola. Hay que coger la cola para todo.

Así esperaba mi turno, feliz de haber sido escogido por un equipo, y preocupado a la vez por demostrarle a mis colegas que su selección no había sido en vano. Finalmente llegó mi turno. Antes de saltar a la “grama”, habíamos repartido las posiciones. Aunque esa organización formalista suele irse a bolina y se forma tal reguero en el campo que hasta un portero se manda a correr y anota gol. Todo se trastoca: así de loco es el fútbol de calle. Sin embargo, no se me despejaba de la mente la premonición de que aquella tarde olía a “estrellato”.

El partido no se diferenciaba de los anteriores. Goles constantes que caían de izquierda a derecha, pero que eran anulados, no por el VAR, sino porque la pelota no entraba de manera rasante entre las dos piedras. Patadas y más patadas a la esférica, pero nada legal. Ninguno de los dos equipos quería salir derrotado.

De repente, así es el deporte, llegó la oportunidad. La pelota quedó servida en bandeja frente a la portería. Sin más, corrí a la desesperada con el fin de cazar aquel balón que se hallaba suelto en área peligrosa. Sentí un contacto en mi pierna derecha. “Llegué a tiempo”, me pasó por la cabeza en fracciones de segundo. Mis sospechas de “exitazo” se concretaban: “¡Golaaazooo!”… el aullido proveniente de las gradas lo indicaba sin dudas.

No atiné más que a quedarme tirado en el piso: era mi debut como killer. Y no podía creerlo. ¡Al fin ya podía presumir de mi primer gol! Qué digo gol: Golaaazooo, que así lo bautizó la multitud. Como mismo fue inmortalizada en el pasado la Mano de D10S de Maradona. ¿Qué opinaría mi ídolo, Zlatan Ibrahimović, si me hubiera visto en aquel instante soltando ese derechazo rasante? Portero, yo y demás miembros del equipo nos miramos suspendidos. Mi gol, mi primer gol, ese que macabramente llamaron golazo…había sido en propia puerta.

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