Incendio Matanzas
Foto. / Vladimir Zayas
Incendio Matanzas
Foto. / Vladimir Zayas

El héroe ignífugo

Antes que cualquier bombero, llegó al hotel Saratoga el teniente coronel Alexander Santillano, jefe del Comando Uno de La Habana Vieja. Vio a decenas de personas tendidas en el suelo, cabezas rotas, occisos. Sin perder tiempo, indicó a sus subordinados extinguir el foco de las llamas y evacuar la zona circundante a la deflagración.

Antes ya había estado en un siniestro bien peliagudo–el fuego de 2007 en la refinería de petróleo Ñico López, en el municipio de Regla–, pero este quedó pequeño ante sus ojos, comparado con esa horrible casa de muñecas en que se transformó el hotel. “Era uno de los servicios que me tenía marcado (el de la planta industrial): apagábamos el fuego, se volvía a prender… pudo haber ocurrido una explosión”, contó Santillano a BOHEMIA en mayo pasado. “Sin embargo, el peor servicio de mi vida fue el del Saratoga. Ese sí me marcó. Y ojalá no haya ningún otro así que me pueda volver a marcar”.

Lejos estaba de imaginar que cuando combustionó el segundo depósito durante el incendio en la Base de Supertanqueros de Matanzas, Santillano se encontraba a pocos metros de allí.

Su madre, Rosa Dasent Wilson, recibió la mala noticia al amanecer. Sabía, porque tenía por costumbre llamarla a diario, que él había salido a la ciudad de los puentes en la noche del viernes para apoyar en la extinción de las llamaradas que hacían del primer tanque de combustible, de los cuatro gigantescos que posee la base, una gigantesca antorcha.

“Había desconectado que estaba allá, no pensé que fuera a pasar nada”, se fustigó la anciana con las córneas irritadas y lacrimosas. “Por la mañana, cuando estaba en el trabajo, a las 8 y pico, llamó mi nuera para decirme que mi hijo había tenido un accidente”.

Si al jefe de Comando Uno, Alexader Santillano, le impresionó el incendio de la refinería Ñico López, en 2007, la explosión del hotel Saratoga lo marcó aún más. Sin embargo, lo peor estaría por venir. / Yasset Llerena

Al oír tal infortunio, Rosa fue a llorar a casa de una amiga. Se recobró, volvió a la óptica donde labora y regresó a su hogar en La Víbora. La nuera, Lisset Aristica, llamó otra vez y al rato, en un carro del puesto de mando del Cuerpo de Bomberos, se trasladó hacia el hospital Calixto García. Eran poco más de las nueve y su hijo ya estaba ingresado desde horas antes. Su estado era crítico, pero estaba vivo.

Bajo una carpa a las afueras del pabellón de Otorrinolaringología, desde el primer día Rosa espera junto a otros familiares que van y vienen. Pero ella no se mueve del lugar, pendiente de la salud de su Alexander herido. Cuando el sol la abandona, levanta sus caderas cansadas del asiento y entra a la sala. Luego recuesta sus huesos sobre alguna banqueta metálica y duerme, quién sabe si entre sueños de amorosas madres y delicados bebés.

El organismo del fornido Santillano se mantiene estable y responde bien a los tratamientos, a pesar de la gravedad de sus lesiones. “Las quemaduras no son profundas, pero son muchas: en la espalda y los brazos. Por suerte, no inhaló el humo ese”, describió la madre, y recordó que su hijo jamás había salido lastimado durante un servicio.

La nuera, por su parte, cada vez se desespera más debido a la imposibilidad de unirse a la vigilia familiar en el Calixto. Está en casa cuidando a su niña de un año de edad, con fiebre que se le disparó a la par con los ardores del padre.

“Le dije que no viniera con la niña enferma, sino serían dos problemas en vez de uno”, musitó Rosa. Por compañía cuenta con sus parientes y dolientes de otra víctima, José Pozo Ortega, operador de un camión cisterna del Comando Uno de Bomberos, también con quemaduras graves.

De aquella dotación especial, algunos pudieron salvarse gracias a una inmediata estampida tras la inesperada combustión, pero a otros les alcanzó la “oleada de vapor” –así la describen los abrasados. La preocupación es más grande por un colega de su grupo que permanece desaparecido.

“Ese comando es el más operativo del país”, aseguró Rolando Cabrera, mejor conocido como Lores, mayor retirado del Cuerpo de Bomberos.

“En lo que una unidad de Pinar del Río sale cinco veces al mes, el Comando Uno lo hace cinco veces al día”, secundó el teniente coronel Isidro Alfonso, jubilado y antiguo jefe de operaciones de los bomberos de La Habana. “Lo mismo apaga un incendio en un séptimo piso, que un derrumbe con cuatro personas debajo, un barco en la bahía, una subestación eléctrica, un soterrado, un museo…”.

Varias víctimas del incendio de grandes proporciones en Matanzas fueron atendidos en hospitales habaneros como el Calixto García. / Jorge Luis Sánchez Rivera

Ambos colegas llegaron al hospital a averiguar respecto a la salud de Santillano. Lores es su amigo desde hace más de 20 años: “Lo vi entrar a los bomberos (en 1993). Y no por gusto fue ascendiendo: porque estudió y se lo merece. Les inculca sabiduría a sus subordinados; disciplina. Estamos en presencia de un gran oficial y de un excelente ser humano”.

Los bomberos tienen que estar preparados para dos cosas: vencer y vencer. No para la derrota”, se le aguaron un poco los ojos. “Pero cuando ocurrió esa segunda explosión, era inevitable”.

“Él siempre ha sido muy valiente y eso lo admiramos mucho”, comentó Isidro Alfonso, el otro colega. “Un bombero entra a un lugar y a diferencia de un civil, que ignora muchas cosas, sabe que los elementos constructivos de un edificio se caerán en cuatro horas, que puede haber una explosión que afecte dos cuadras a la redonda, o un desprendimiento químico que quizás le asfixie. Sabe que puede pasarle algo malo y de todas formas sigue allí. Ese es el trabajo de un bombero”.

Alejandro Candelaria, recluta del Comando Uno durante el período de 2016 a 2018, al enterarse del estado físico de Chichí –apodo de Santillano–, no podía creerlo. Si parecía ignífugo aquel jefe que los obligaba a entrenar hasta el cansancio bajo el pretexto de destacar más que nadie. “Y si no te daba tiempo a montar en el carro (el camión cisterna), te quedabas quince días sin pase. ‘Loco, loco, loco, échate quince’, te decía”, revivió algunos traumas.

Pero era un hombre de gran corazón –reconoció, a pesar de sus quejas–, y ponía a sus reclutas por encima de todo. En cierta ocasión, Candelaria se quemó un pie. No por un incendio, sino porque en la cocina de la estación le cayó encima un caldero hirviendo. Santillano lo cargó, lo montó en un carro y se lo llevó corriendo al Calixto “como si fuera un padre”.

“Es una persona que destacó en una etapa importante de mi vida: dos años de servicio militar”, afirmó el joven de 24. “¿Chichí? Hay personas de esa época que ya no recuerdo,pero de él siempre me acuerdo”.

Diálogo con madre e hijo

El 20 de mayo de 2022, separados por un escritorio, un pequeño busto de Martí, una estatuilla de la Giraldilla de La Habana y decenas de medallas, diplomas y calcomanías “bomberísticas”, tuve el placer de entrevistar a Santillano. Hablamos, esencialmente, sobre el desastre del Saratoga, aunque algo más pude saber de él. 

–¿Por qué se hizo bombero? –le pregunté.

–Empecé de recluta en el Comando 25, de San Miguel del Padrón. Pero a mí no me gustaban los bomberos. Solo después me entró el bichito y ya llevo 30 años en esto.

–Cuando me dijo que se quedaría en lo militar me sorprendí, porque era muy fiestero y mala cabeza –rememoró su madredos meses y medio después, en el Calixto.

“Cuando él me dijo que se quedaría en lo militar, me sorprendí, porque era muy fiestero y mala cabeza”, dijo Rosa Dasent Wilson sobre su hijo. / Jorge Luis Sánchez Rivera

En aquella carpa junto a Otorrinolaringología, ella casi no había alzado su cabeza: su tenue sonrisa me atrapó.

–¿Se quedará más tiempo en los bomberos? –otra pregunta pretérita al héroe ignífugo.

–Bueno, vamos a ver. Mientras me queden fuerzas. Pero uno tiene una niña chiquita y no es fácil. No es que me vaya a jubilar ni nada de eso… –titubeó Santillano–, pero tampoco puedo seguir así… no sé: tengo 49 años cumplidos; me gusta “la caliente”, pero a cierta edad uno no puede ser operativo. Vienen los achaques. Supongo que ese momento llegará.

–Mentira, muchacho –rebatió Rosa dos meses y medio después, como si realmente contestara por Alexander–Él parece hijo del diablo. Le gusta todo eso, meterse en la candela.

–Me quedaré en los bomberos, eso sí. Y cuando llegue la hora de jubilarse, al menos quedarán historias que contar –condescendió el teniente coronel–.  Para las personas, cuando sienten la sirena, cuando nos ven llegar, somos una luz de aliento.

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