El hombre que dio el alto en Playa Larga

El 17 de abril de 1961, milicianos del Batallón 339 de Cienfuegos rompieron el factor sorpresa para una de las más grandes y costosas operaciones de la CIA en América Latina: la invasión por Playa Girón. BOHEMIA presenta en exclusiva el testimonio de Ramón González Suco, al frente de aquella acción


—Playa Larga llamando a Australia —anunció el miliciano Ricardo García Garriga, a través de la radio de microondas, a las dos en punto de la madrugada del 17 de abril de 1961.

—Adelante, Playa Larga. Aquí Australia —respondió una voz en el central Australia, donde se encontraba la mayor parte del Batallón 339 de Cienfuegos.

—Me comunico para informar que todo está bien por aquí.

—Recibido. Hasta dentro de media hora.

—¡Patria o Muerte!

El contacto había finalizado. García anotaba los detalles del parte en la libreta escolar destinada para ello. La noche era de una oscuridad de abismo, huérfana de luna y sin luces artificiales, porque Aramillo y los alfabetizadores habían aflojado los bombillos para impedirle la visión a cualquier visitante con malas intenciones. Después de los ataques aéreos a San Antonio de los Baños y Ciudad Libertad, y la posibilidad de una invasión, Cuba entera permanecía alerta.

En Playa Larga el oleaje golpeaba con furia al diente de perro y los hombres del puesto de observación permanecían vigilantes, a la expectativa. De pronto, escucharon el ruido de un motor de lancha por la zona de Buenaventura. Ramón González Suco, al frente de los cuatro milicianos del puesto de observación de Playa Larga, ordenó a Israel Hernández que saliera inmediatamente hacia la trinchera y se apostara, muy atento, detrás de la ametralladora BZ. Para ayudarlo con los cargadores del arma, lo acompañaron dos de los tres alfabetizadores que se les habían unido el día anterior voluntariamente.  

Era frecuente que por allí pasaran goletas y barcos de regular tamaño, pero siempre con luces. Suco lo sabía y tenía presente que cualquier aviso sin verificar podría desencadenar acciones costosas para la vida humana. A pesar de la alerta, el joven de 22 años de edad guardaba la secreta esperanza de que aquella lancha perteneciera a la Marina de Guerra cubana, que a veces estaba en el caletón cercano. Para esta había avisos y señales específicos.

Suco encaminó sus pasos hacia la dirección de donde venía la lancha, alejándose de la caseta donde estaban otros compañeros, por si tiraban no concentraran el fuego sobre ellos. Cuando estuvo a una distancia prudencial, se acuclilló. Desde allí pudo divisar que la lancha traía una decena de tripulantes. Vio a uno de ellos parado en la proa, con su fusil terciado al pecho. No pudo distinguir la vestimenta, pero en ese instante ya estaba seguro de que no pertenecía a la Marina de Guerra cubana.

Una ráfaga de la metralleta al aire les anunció su presencia.

—¡Altoooo! —voceó con fuerza y se pegó al suelo.

Las balas trazadoras pasaron silbando por encima de su cuerpo y se incrustaron en el diente de perro. La lancha se alejó un poco. Y él, viendo que se encontraba a boca de jarro de Israel y su ametralladora, gritó con todas sus fuerzas:

—Dale duro, Israel. ¡Patria o Muerte!

A sus 84 años, Ramón González Suco intenta controlar las emociones que vienen acompañadas de los recuerdos del combate en Playa Larga, y de sus compañeros caídos.

 Una lluvia de plomo se batió sobre la lancha. Suco vio cómo caían hombres al agua y escuchó palabrotas. De pronto, la ametralladora BZ quedó muda. La lancha invasora se alejó hacia el centro de la bahía, perseguida a duras penas por las balas de las metralletas, de escaso alcance para ese tipo de acción.

“Durante minutos que nos parecieron una eternidad, todos disparábamos contra la lancha que huía —recuerda el cienfueguero, controlando la emoción que, a esta altura de su vida, es muy peligrosa para la salud—. Ya en aquel momento había descargado el primer peine con treinta tiros. Fue así como cinco milicianos del pueblo y tres alfabetizadores rompimos el factor sorpresa para una de las más grandes y costosas operaciones de la CIA en América Latina”.

En medio del tiroteo, Suco se levantó y echó a correr en dirección a la microonda. Mientras avanzaba, pensaba en que era posible que en el central Australia nadie estuviera esperando comunicación hasta dentro de quince minutos, pues los partes se habían pactado cada media hora, y apenas eran las dos y cuarto. Al llegar, encontró a García hablando con un compañero conocido como Quico Metralleta. Suco informó los detalles de lo sucedido y salió al exterior otra vez. Al otro extremo de la playa vio cómo se encendían unos faroles verdes y, en la entrada de la Bahía de Cochinos, otra luz enviaba señales a la primera. El enemigo comenzaba el tiroteo y la ametralladora miliciana permanecía muda. 

“Después de los primeros disparos, la cinta de nuestra ametralladora se había trabado. Por eso estaban pasando las balas a los peines curvos, más seguros de usar —rememora, mientras se ajusta los espejuelos y un leve temblor en las manos indica que los recuerdos verdaderamente lo estremecen—. Entonces ordené fuego a discreción sobre los que nos tiraban.

“Nuestro pobre entrenamiento, más el nerviosismo de un combate, provocaba que cualquier presión sobre el gatillo hiciera salir no menos de 8 o 10 balas. Solo teníamos tres peines con 90 balas en total. Con ocho o nueve veces que apretáramos el gatillo se nos acababan. Ante el ruido de las armas de grueso calibre que nos atacaban, el de nuestras metralletas era insignificante.

“Del centro de la bahía salían unas bolas de fuego que daban en la playa.  Algunas encendían los techos de guano de los bohíos cercanos a la costa. A mis espaldas, a través de la radio de microondas, escuché que estaban preparando a la gente de nuestro batallón para salir del central hacia la playa. También me pidieron que continuara informando mientras pudiera y luego saliera por la carretera a unirme a las fuerzas que debían estar en camino”.

***

Agazapados en el cubículo de las duchas de mujeres, en el interior de un edificio en construcción, repleto de ladrillos y cemento, los dos hombres permanecen sumidos en sus pensamientos, alertas a cualquier movimiento.

Suco a la izquierda, junto al compañero Plácido Roque (Pupi), al terminar la Batalla de Girón.

Apenas unos minutos antes, Suco había dado la orden de retirarse de la trinchera. Después de casi hora y media combatiendo, a Israel le quedaban unas cincuenta balas en la BZ. Por eso, habían preparado una balacera hacia la dirección desde donde les tiraban, con el fin de salir por el pasillo central del edificio en construcción y ganar la carretera, pero nada sería como ellos planearon. Lo imprevisible les esperaba. Cuando intentaron salir, vieron con sorpresa a cerca de cincuenta hombres parados al lado de un reflector que apuntaba al suelo, muy cerca de la salida que pensaban usar. Gritaban órdenes.

“Estábamos rodeados y sin posibilidades de escapar. En aquel momento solo habíamos visto una lancha y un grupo de hombres. No sabíamos nada de la invasión y creíamos que los 500 hombres de nuestro Batallón decidirían cualquier encuentro, con lo que parecía ser un desembarco frustrado de una lancha apoyada por bandidos —asegura Suco—. Entonces di la orden de dispersarse por el edificio en construcción y esperar”.

En completo silencio aguardaban, creyéndose solos en el interior de la edificación. Habían escondido las metralletas vacías en un montón de arena. No tenían armas de fuego para defenderse. Afuera se escuchaban voces que daban órdenes y se comunicaban a través de contraseñas:

—Águila —decía uno.

—Negra —le contestaba un coro de hombres.

—Señor, las posiciones uno y dos están cubiertas.

—¡A formar los del Barco Cuba!

“Algo nos decía que la cosa era más grande de lo que habíamos pensado. Una hora después, avisaban que se acercaban camiones. Aramillo y yo pensamos enseguida en nuestro batallón que llegaba. La respuesta del jefe mercenario no se hizo esperar:

—¡Denles un pasodoble de bazukas y morteros!

Al escuchar aquella orden, y a sabiendas de la potencia de sus armas, Rafael Aramillo, soldador convertido en miliciano, le aprieta el brazo a su compañero y, en un arranque de aprehensión, le dice:

—Suco, reza. Ya yo hablé con mi madre muerta.

El joven se estremece. Piensa en la suya, que lo espera en Cienfuegos, y también ora. Después siente cómo el temor lo va minando por dentro, intenta reponerse y le indica al compañero, en un susurro:

—Aramillo, no es el momento de rezar, sino de ver como salimos de aquí.

Entonces ocurre lo inevitable: milicianos e invasores se encuentran frente a frente. Cuando los hombres del Batallón 339 que venían del central Australia ven avanzar a un grupo de soldados desconocidos, le dan el alto.

—Somos del Ejército de Liberación —aseguran los mercenarios.

—Eso no existe en la Ciénaga —responden los milicianos.

Los primeros, confiados en su superioridad armamentística, proponen la rendición. Y la consigna de Patria o Muerte sella el inicio de un sostenido tiroteo, repleto de explosiones.

“Aquello duró como media hora, en la cual no hubo tregua. Ametralladoras calibre 50 y morterazos diezmaban al grupo de milicianos. Muchas veces los gritos de Patria o Muerte hacían que se renovara el tiroteo. Un largo silencio nos hizo comprender que habían frenado la llegada de nuestro batallón a la playa. Calculamos que serían las cinco de la madrugada cuando oímos voces que se acercaban al edificio. Alguien sugería usarlo como Jefatura”.

Aramillo y Suco sienten que todo terminaba, pero algo en su interior los mantiene firmes. De pronto, escuchan voces a la entrada del ala del edificio donde se ocultan.

—Registren allá dentro —ordena alguien.

Suco aprieta su viejo cuchillo de pelar naranjas y pega la espalda contra la pared. “Si se me acercan, los toco —piensa, y se da fuerzas—. Hoy me muero, pero peleando”. A lo lejos distinguen la luz de una linterna. “Ahí vienen”, se dicen, mas, inmediatamente después, otra voz ordena apagarla.

El joven siente cómo se acercaban los pasos. Están a punto de encontrarlos. Con todos sus sentidos aguzados, Suco se siente capaz de todo, pero es consciente de su desventaja. Es la muerte amenazando, piensa.

—No me dejes solo, Pedro —dice una de las dos siluetas que permanecen indecisas en el medio de la nave.

—Vámonos. No hay nadie —decide el otro, vencido por el miedo de lo que puedan hallar al interior del edificio.

El temor de aquellos soldados invasores y el azar los salvan. Cuenta Suco que cuando empezó a clarear, Aramillo se subió sobre sus hombros para averiguar qué sucedía afuera.

—Hay muchos y están vestidos de sapos —le dijo, refiriéndose a los uniformes de camuflaje.

Unas horas después, otras voces provenientes del fondo de la nave los ponen en alerta nuevamente. Se incorporan, dispuestos a todo, otra vez. Desde varios sitios aparecen campesinos, mujeres y una madre con un niño asmático en plena crisis. Al verse unos a otros, todos quedan espantados, mas el susto pasa, se saludan y acomodan. Afuera escuchan las voces de los mercenarios preguntando por leche y agua potable. Dentro, el niño tose sin parar. El murmullo de los recién llegados los delata y una ráfaga de disparos derriba una parte del techo.

—Salgan los militares con las manos al cuello y los codos en alto —ordenan desde fuera.

“Me puse de pie con dificultad, pues hacía muchísimo tiempo que permanecía en cuclillas. Le indiqué a Aramillo que yo saldría primero. Él me miró con los ojos muy abiertos y me dio la mano —cuenta Suco, sumergido en uno de los pasajes de su vida más apasionantes, y no escatima en detalles—. Caminé entre grandes cajas, con las manos al cuello y los codos en alto, tenso. Solo atiné a ver una sombra que se me acercaba, pero no pude reaccionar: un golpe en la nuca me hizo caer al suelo. Un sabor a sangre me llenó la boca, respiraba con dificultad y cerré los ojos. Creí que allí terminaba todo”.

***

Sentado en el suelo de la prisión improvisada, Suco se siente aturdido. Una mano sobre su hombro lo hace recobrar algo de fuerza. Es uno de los alfabetizadores, que se sienta a su lado y reclina la cabeza en su hombro. Tiene dieciséis años. Lo siente temblar y se aprieta a su lado. Poco a poco, los mercenarios van trayendo al resto de los milicianos y a algunos carboneros.

Uno de los invasores se fija en el adolescente.

—¿De qué es ese uniforme? —pregunta amenazante.

—De alfabetizador.

—¿Y eso qué es?

—Enseño a leer al que no sabe.

—¿Y eres comunista?

—No, soy fidelista —responde con dignidad el muchacho.

—Todos los que simpatizan con Fidel son comunistas.

—Entonces seré comunista sin saberlo, pero yo soy fidelista —concluye el alfabetizador provocando la molestia del invasor, que lo empuja con la punta del fusil y se marcha con mala cara.

Milicia de los eléctricos de Cienfuegos con sus instructores de la Marina de Guerra. En la fila superior aparece Suco. De derecha a izquierda, es el cuarto miliciano.

“A los milicianos nos conducen hasta donde está el jefe de Inteligencia —relata Suco—. Quieren saber a dónde deben enviar nuestras pertenencias en caso de que algo nos pase. Antes de volver a la prisión, un mercenario nos amenaza de muerte diciendo que es hermano de uno de los caídos de la lancha a causa de nuestras balas”.

Los soldados invasores aparentaban estar confiados de su triunfo. Las horas transcurren lentamente, mientras se escuchaban tiroteos, que primero parecen lejanos pero cada vez se escuchan más cerca. Del frente llega un camión con mercenarios heridos, algunos regresan quejándose porque combaten desde la mañana sin comida ni relevos. A veces se escuchan ruidos de aviones y se tiran al suelo, alarmados. Son sus propios B-26, con dos franjas azules.

“Nuestra artillería comenzó a hacerles estragos al oscurecer, —recuerda Suco, mientras saborea el último sorbo de café de la taza que hace poco le ha traído solícita su esposa Rosalía—. Caían obuses cerca de donde estábamos y hacían retumbar el edificio. Los invasores caminaban agachados y no hacían caso de la contraseña. Un resplandor terrible les indicó que le habían dado al combustible. Hubo pánico, y ahí mismo se acabó el orden.

“Al anochecer de ese día, 17 de abril, capturaron a uno de nuestros tanquistas, a la entrada de Playa Larga. El jefe mercenario le preguntó por la cantidad de tanques que se acercaban y él le contestó que lo que venía por ahí ni cien invasiones lo aguantaban.‘Nos han embarcado’, dijo el mercenario”.

Pocas horas después, ya amaneciendo, los mercenarios abandonaban Playa Larga en dirección a Girón. No iban firmes y seguros como habían llegado. Sus camiones se atascaban en la arena, mientras los milicianos y campesinos quedaban en libertad, organizándose para incorporarse a la defensa de su tierra.

***

Ya en Pálpite, frente al capitán José R. Fernández, el miliciano Ramón González Suco informa sobre las armas que traen los invasores y otros detalles de importancia militar. Luego lo envían para la comandancia del central Australia, donde es testigo del interrogatorio a mercenarios que van tomando como prisioneros.

A cada rato, hay comunicación directa con Fidel a través de un teléfono de magneto. Suco siente que el cansancio y la tensión lo vencen. Está pensando en un tic nervioso que le ha comenzado en un ojo cuando, de pronto, le pasan el teléfono. Del otro lado está Fidel, que lo saluda.

—¿Cómo te han tratado?

—Golpes al detenerme, Comandante, pero no más. Estoy bien.

—¿Le han hecho daño al pueblo?

—Sí, hay muertos y las casas de la playa fueron destruidas. 

—¿Y dejaron la playa?

—Aparentemente.

—¿Quién viene al frente?

—Uno que se dice comandante de la Sierra y asegura llamarse Porfirio Bertot Matos.

Esta tarja marca el lugar donde se realizó la trinchera desde donde se combatió en Playa Larga. En la foto, a la derecha se encuentra Suco, junto a Vega, uno de sus compañeros en el sector eléctrico.

“Fidel me pidió preguntarle a Martínez si conocía al tal Bertot, pero él no conocía a ningún oficial con ese nombre. Cuando terminó la conversación, me dieron una metralleta y salí atontado para el batey del central donde se agrupaban los milicianos que llegaban. Me dormí en un portal. Ya amaneciendo, un sonido terrible me despertó. Sin pensarlo, me tiré del portal y me metí en un pequeño hueco de desagüe. Allí había un oficial rebelde, quien me dijo: ‘Si les dan un tiro a las tuberías de alcohol, moriremos quemados’. Temblé y me quedé quieto, esperando”.

Al cabo de un tiempo que no sabe precisar, escuchó los gritos enardecidos de los milicianos: “¡Tumbamos el avión, lo tumbamos!

“Entonces me localizó un compañero del Batallón 339 y me dijo que los habían retirado del combate. Estaban agrupados en una granja, a la salida del central. Hasta allá fuimos, y nos recibieron con mucha sorpresa, porque nos daban por muertos. Hubo abrazos, lágrimas por los caídos y por la victoria, que ya se veía posible. En aquel lugar reinaba el desconsuelo. Vi a Jesús Villafuerte, quien perdió a su hijo en la batalla y lo cargó un trecho. A los Jaureguí, que perdieron a Ramoncito, casi un niño. Me enteré de la muerte de José Luis, a quien había dejado como jefe de mi Pelotón. Todo muy triste. Algunos parecían locos. Entre muertos y heridos, había unas decenas”.

***

Desde la fila que espera en la panadería del barrio por que comience la venta, Suco me hace una seña para que me acerque. Intercambiamos saludos. Recuerdo sus opiniones sobre la enseñanza de la historia, y lo mucho que le gustaría que los niños conocieran mejor a los hombres de Girón. “Cada vez quedamos menos para contarlo”, dice. Y es verdad. Por eso, aprovecho para presentarle al niño que llevo de la mano:

—Mira, este hombre fue un miliciano, un héroe de Girón.

Los ojos les brillan. A Suco, que ve cómo el pequeño escolar lo mira con asombro, como preguntándole cosas que no dice, y al niño, que hace pocos días ha hablado de un poema del libro de Lectura titulado Homenaje a Girón, como si fuese algo muy lejano. No podía imaginar que Suco, ese señor octogenario que pasea a su perro frente al edificio, es un sobreviviente de aquella batalla, uno de los primeros hombres que se batió de frente contra la invasión.

Algún día se sentarán a conversar, como un abuelo y un nieto. La historia es más hermosa cuando la anécdota se cuenta en primera persona.


CRÉDITOS

Fotos: Cortesía del entrevistado

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2 comentarios

  1. Muy emocionante el relato por la carga sentimental, realista y patriótica. De esos hombres sencillos y valientes se ha construido el cimiento de nuestra nación. Gracias por el reportaje, cuando ahora abundan los que se venden por lentejas.

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