El sambenito de los Medina

Crónica sobre un episodio y una época ya olvidados en San Juan de los Remedios, cuando resultaba esencial la “limpieza de sangre” y defender el honor, el derecho a los cargos públicos, a no pisar el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición


Familia extraña sí que lo era. Lo suficiente para levantar miradas suspicaces entre algunos vecinos. O tal vez se tratara de las lenguas venenosas imprescindibles a cualquier pueblo, chico o grande, y los sucesos ocurridos luego nada tuvieran que ver con los Medina.

Si el Demonio, en efecto, anidaba en las almas de sus antepasados, e incluso entre los propios familiares avecindados hacia 1699 en la villa de San Juan de los Remedios del Cayo, fue cosa que nunca se supo a ciencia cierta. No obstante, al menos dos o tres remedianos jamás dejaron de afirmar que, con el consentimiento o no de los presuntos súbditos luciferinos, el Maligno tuvo su papel en toda esa historia.

Porque ¿de qué otro modo logró Gonzalo Hernández de Medina, un sujeto con tufo de judaizante y primero de toda esa genealogía en asentarse en la Isla, burlar las Reales Cédulas mediante las cuales el Soberano prohibía a judíos y herejes pasar al Nuevo Mundo? El tal Gonzalo, afirmaban, usó de poderes sobrehumanos para cegar a los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla (por demás el propio Carlos I se quejaba en 1519 de la escasa visión de estos funcionarios) y venirse hacia 1526; inclusive, según otros, ni siquiera tuvo que subir a los navíos. Un buen día amaneció en Santiago de Cuba, regentando la escribanía mayor de minas.

Y cómo, milagro aún mayor y no precisamente del Espíritu Santo, murmuraban los más recalcitrantes devotos cuando los parientes se ufanaban ante ellos del ilustre antepasado, obtuvo allí los nombramientos de alcalde ordinario, regidor, fundidor y contador interino.

Luego venían años oscuros de los que la familia no hablaba nunca. Mucho menos explicaron jamás las razones por las cuales abandonaron primero Santiago y después Bayamo para recalar en ese Remedios medio perdido y sin asentamiento definitivo hasta 1694.

Desde que el capitán Salvador Hernández de Medina obsequió a la villa del Cayo, con su pantalón corto de tafetán, la casaca encarnada de terciopelo y el negro sombrero de paño, muchas cosas sobrenaturales hubieron de verse y escucharse. Unas fiebres, que luego a los acusadores parecieron más mortales que ninguna otra, llevó a mejor vida a dos o tres vecinos; Lucifer, quien no hablaba desde que el Padre González de la Cruz exorcizara a la negra Leonarda, rugió con voz de trueno, una tarde de tormenta, sobre la mata de güira de Juana Márquez, sitio conocido en el villorrio desde años ha como la boca del Infierno. Perdido el temor de Dios, muchos matrimonios exhibieron licencia de divorcio, gracias a la confusión y maldad que Satanás puso en el alma del beneficiado Gaspar Martínez de Mesa, cura de esa iglesia parroquial… Nadie estableció, sin embargo, una relación directa entre estos sucesos y el nuevo vecino hasta que el pardo Arencibia difundió por toda la villa lo que había descubierto durante su estancia en San Salvador del Bayamo:

Allá, en la pared de la correspondiente iglesia parroquial, estaba colgado desde 1658 un sambenito “que le pertenecía y tocaba al dicho Salvador Hernández”.

Se sobrecogió de espanto San Juan de los Remedios del Cayo, en sus humildes viviendas de guano. ¿No bastaba con los ataques piratas, con los años de incertidumbre que desembocaron en la destrucción del pueblo y traslado de la mayoría de sus habitantes a Santa Clara? La villa, a duras penas había sobrevivido 10 años atrás al embate de miles de legiones maléficas, carecía de fuerzas para emprender otra larga batalla contra el Demonio.

¡Vade Retro, Satanás! Era necesario extirpar el mal de inmediato. Con fuego, con destierro… cualquier cosa menos tolerar a un penitenciado por el Santo Oficio. ¿No le tocaba a él sino a otro pariente? Daba igual.

Los Medina recibieron con pavor no hecho público la agresiva animadversión del vecindario. Esperaban en todo momento la visita del párroco y el alcalde, quienes les exigirían cuentas por ocultar el supuesto estigma, por el lujo –aunque modesto– de la morada, por las pretensiones del Capitán a un imposible puesto en el Cabildo. Quizás hasta lo enviaran a La Habana, ante el comisario del Tribunal. No tenía sentido huir. Había que enfrentarlo y desmentir las habladurías.

Los sucesos acaecidos** a principios de la década anterior hicieron prudentes a las autoridades. De ningún modo convenía sublevar al vecindario y mucho menos atraerse nuevamente las iras del Gobernador y el Cabildo Eclesiástico. ¿Acaso no juraba el presunto hereje sobre su limpieza de sangre?; pues a ofrecerle ocasión de mostrarla, que luego Dios diría.

Un olvido que no llega

Sin demora, el indeseable Capitán se despidió de sus parientes y salió hacia el Bayamo en busca de los documentos probatorios. Y los consiguió, aunque muchos aseguraron entonces que usó de malas artes en ese empeño.

El 5 de junio de 1699, Don Cristóbal de Guebara, rector de aquella iglesia dio fe: “Que habiendo visto el pedimento del Capitán Salvador Hernández de Medina […] y aunque los libros antiguos de la parroquial estaban faltos de hojas y algunos asientos no se pueden leer, [y] no ha podido hallar los asientos de los padres, abuelos y bisabuelos de dicho Capitán, los vecinos antiguos dicen que sus ascendientes fueron honrados, cristianos, limpios de mala raza, que no tienen manchas […] Que Salvador Hernández de Medina nació en Bayamo y como a los 20 años se trasladó a San Juan de los Remedios del Cayo, donde se casó”.

Una pérdida realmente oportuna la de los archivos. Si al encartado le vino muy bien, al Cabildo y autoridades eclesiásticas remedianas, mucho mejor; gracias al documento expedido por el padre Guebara podrían enterrar el asunto.

La absolución del buen párroco pudo detener el clamor público y la mano del Inquisidor. No fue, sin embargo, lo suficientemente poderosa para desterrar los rumores, ni la empalizada, tan real como invisible, con que los Medina vivieron rodeados desde entonces. Durante la misa dominical algunos asientos a su alrededor permanecían vacíos. Las beatas se persignaban al escuchar el funesto apellido y ya no tuvieron los niños muchos compañeros de juego. Parecía que nada aplacaría tanto rencor, ni la vida recogida, ni las abundantes limosnas…

“Engaños de Lucifer”, aseguraba un vecindario. El Maligno se empeñaba en ampararlos. Quienes acudieron a denunciar ruidos de magia negra procedentes, al oscurecer, de la cocina de la casa, y los denuestos heréticos atribuidos a su amo, fueron rechazados por el cura rector. No tuvieron mejor suerte quienes les achacaban plagas entre los sembrados y animales. Los principales de la villa estaban dispuestos a desconocer pequeñas herejías –suerte no accesible a todos los mortales– antes que atraer desfavorablemente la atención de sus superiores hacia un proceso contra una familia numerosa, de cierta posición económica y excelentes relaciones de parentesco en otras ciudades de la Isla.

Los Medina se mantuvieron, entretanto, orgullosos y aparentemente tranquilos. Cosa del Diablo debía ser. Vio confirmado tal aserto la población del Cayo al recibir el susodicho Capitán en 1703 –similar a su honorable ancestro– un cargo público. Por supuesto, no le fue conferido por los habitantes de la villa, ni falta que hacía. El nombramiento llegó desde Sancti Spíritus y era de tal calidad que colocaba a su dueño por encima de todos los pesares. Teniente Gobernador de San Juan de los Remedios, Hernández de Medina se creyó a salvo de cualquier injuria.

Se equivocaba. Aun constituyendo una rarísima excepción entre los infamados por la sombra del Santo Oficio, Don Salvador no vería aquel invierno en que las Cortes españolas pondrían fin a tanta incertidumbre. Lo separaban 110 años de esta Real Cédula: “Don Fernando VII, por la gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía Española, Rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad la Regencia del Reino nombrada por las Cortes Generales y extraordinarias, a todos los que las presentes vieren y entendieren, SABED: Que las Cortes han decretado lo siguiente:

“[…] atendiendo a que por el artículo 305 de la Constitución, ninguna pena que se imponga, por cualquier delito que sea, ha de ser trascendental a la familia del que la sufre, sino que tendrá todo su efecto sobre el que la mereció; ya que los medios con que se conserva en los parages públicos la memoria de los castigos impuestos por la Inquisición, irrogan infamia en las familias de los que los sufrieron, y aun dan ocasión a que las personas del mismo apellido se vean expuestas a mala nota; han venido en decretar y decretan: Todos los quadros, pinturas e inscripciones en que estén consignados los castigos y penas impuestos por la Inquisición, que existen en las Iglesias, Claustros y Conventos, ó en otro qualquier parage público de la Monarquía, serán borrados y quitados de los respectivos lugares […] y destruidos en el perentorio término de tres días contados desde que se reciba el presente Decreto”.

Por tanto, ni sus encumbradas relaciones ni sus tratos con Lucifer, lograron llevar el olvido a la mente de sus conciudadanos. A la edad en que pensaba haber rebasado ya todos los escollos de su vida, la memoria infamante resucitó por boca de Isabel Sánchez y su hermano Francisco Sánchez Cortéz. ¿Una venganza, un simple chismorroteo pueblerino, fervor religioso exacerbado y gratuito? Castigados fueron los ofensores sin que por ello se atenuara la ofensa; podría el Capitán General Torres de Ayala condenarlos no sólo a los 60 ducados por sus voces difamatorias, sino a 200, a 1 000, a prisión… el estigma continuaría apareciendo en las circunstancias menos imaginadas.

Jugada maestra

Dos décadas más tarde de aquel primero de agosto de 1713, todavía el pardo Arencibia –probablemente inquilino de la ultratumba– continuaba atormentando las horas de los Medina. Nieto del Capitán Hernández, Don Tomás Pérez Prado, clérigo por más señas, se veía precisado a entregar al Cabildo de Remedios un memorial sobre su filiación y –¡otra vez!– limpieza de sangre.

Consignaba que“está limpio de toda mala raza de moros, judíos, negros y mulatos”. Se expedía en virtud de que“un pardo llamado Arencibia, oficial de barbero en la villa de Bayamo, habiendo venido a la del Cayo difundió en esta voces que en la villa de Bayamo estaba un San Benito en la pared de la dicha parroquial que le pertenecía y tocaba a Don Salvador Hernández de Medina, su abuelo, natural de esa villa y que vino a la de Remedios en 1699, y que como los vecinos de esta última población le deben crédito a dicha calumnia deseaba destruirla”. Así constaba el 11 de septiembre de 1733, con las mismas palabras, acusaciones y dispensas del siglo anterior. Y tan vital resultaba como entonces defender el honor, el derecho a los cargos públicos; a no pisar otra vez la antesala del Santo Tribunal, que por esta fecha podría hallarse moribundo, pero aún con el aliento suficiente para emponzoñar la vida de varias generaciones.

Más práctico tal vez que su abuelo, el clérigo Tomás comprendió enseguida la inutilidad de los memoriales. Había una sola forma de sacudirse, para siempre, la maldición. Y al año siguiente, a través de su modesta persona, Satanás concluyó con éxito otro de sus pequeños enredos maestros, uno más entre decenas similares.

Aquí entra a las Casas del Cabildo Don Tomás Pérez Prado, inmune finalmente a la mácula del sambenito. Entra solemne, con el pliego en la diestra. Temed ahora, dicen los ojos en triunfo. Los capitulares ya le esperan. Presentaciones de rigor. Sobre la mesa extiende –¿cuánto dinero e influencias le habrá costado?– el título de Familiar del Santo Oficio expedido a su nombre en Cartagena de Indias.

NOTAS:

* La autora incluyó este texto en su libro Demonios en La Habana. Episodios de la Inquisición en Cuba, para el cual utilizó, entre otras fuentes, el volumen Anales y efemérides de San Juan de los Remedios, de José A. Martínez Fortún y Foyo.

** En 1682 el Padre Joseph González de la Cruz, beneficiado en la Iglesia Parroquial e inquisidor de la villa, lograba mediante el exorcismo de la negra Leonarda que Satanás anunciara la destrucción del pueblo si éste no era cambiado de sitio. Unas 12 familias, aterrorizadas por los millones de demonios que se habían adueñado del antiguo asentamiento, lo siguieron al hato del Copey («casualmente» propiedad de dicho párroco y lugar donde, desde años antes, él pugnaba por reinstalar a Remedios). Instado por sus superiores, González de la Cruz hubo de tornar al pueblo con los feligreses, pero continuó sus intrigas hasta que en 1688 el Capitán General Diego de Viana e Hinojosa dispuso el traslado hacia aquella finca. No obstante, el Cabildo se opuso por lo inhabitable del lugar.

En medio de las discusiones entre los seguidores de uno y otro bando, un nuevo decreto del gobierno ordenó la fundación de la villa de Santa Clara. Parte de los vecinos se negaron a emigrar, lo que motivó otra larga pendencia solucionada al fin con la disposición gubernamental de mantener las dos poblaciones. Durante todos estos años los disturbios revistieron tal cariz que las en un inicio miradas comprensivas e incluso alentadoras del Cabildo Eclesiástico de la Isla hacia el padre González, se tornaron en profundo disgusto.

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