Foto. / guggenheim.org
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En el candelero: ¿qué redes, cuál cultura?

Los cubanos y la humanidad toda necesitamos hacer un mejor uso –político, institucional, comunitario, ético– de Facebook, Twitter, YouTube, Tik Tok y las demás primas hermanas; aquilatarlas en la justa medida, potenciar sus múltiples virtudes y eludir sus trampas


Quienes hayan leído La Odisea, de Homero, recordarán el pasaje en el que el rey Ulises llega a la isla de Ogigia, es retenido por la ninfa Calipso y su vida se vuelve fascinante y plena de… sufrimiento: lo primero porque la deidad –bellísima, amorosa– le ofrecía ardoroso lecho, finos manjares y hasta la inmortalidad; lo segundo, porque a pesar de tales dones, él ansiaba retornar al hogar.

Más allá del mar, en Ítaca, la fiel esposa, Penélope, se destruía la espalda, las manos, la vista, tejiendo por el día y destejiendo cada noche un manto, con el propósito de retrasar el momento en el cual debía elegir a uno de los pretendientes (interesados no solo, o tal vez no tanto, en sus encantos femeninos, sino en las riquezas del reino). Alojados en el palacio, ellos entretenían impaciencias tomando cuanta comida, bebida y criadas deseaban. Antínoo, un altivo aspirante a consorte, tramaba la muerte del príncipe Telémaco. El mundo de Odiseo veníase abajo, pero él no podía escapar de su “paradisíaca” realidad.

Como Ulises a su ninfa, millones de seres humanos viven hoy atados a las gratificaciones de las redes sociales digitales, al punto de que, si bien al mismo tiempo penan por el cariz neurasténico de estas, no consiguen alejarse. Es difícil resistirse, obviamente, a la posibilidad de localizar y conversar con amigos o familiares, intercambiar videos y fotos, volverse popular en determinado círculo, recibir parabienes por el cumpleaños, o apoyo emocional durante situaciones difíciles; conocer al instante mucho de lo que ocurre, incluso del otro lado del globo terráqueo; saber de inmediato el criterio de un jefe de Estado, o de cualquier figura notable, en relación con un suceso importante, y poner a circular nuestras opiniones.

A los cubanos, las redes les permiten, además, satisfacer urgencias bien terrenales, entre ellas: informarse sobre dónde buscar alimentos y medicinas (amén de las transacciones comerciales, se han creado grupos solidarios), u obtener recetas culinarias adaptadas a las exiguas provisiones de la mayoría de las cocinas.

De hada madrina a villana

Numerosos estudios han revelado, sin embargo, que el envés de la hoja no es tan resplandeciente. Las consecuencias de su empleo inadecuado incluyen, en el plano personal, la vulneración de la intimidad y trastornos psíquicos debidos a la exposición a imágenes violentas o a discursos denigrantes por razones de género, raza, etnia, preferencias sexuales, ideologías.

Otro riesgo es el de la adicción. Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología clínica, asegura: “el abuso de las redes sociales virtuales puede facilitar el aislamiento, el bajo rendimiento, el desinterés por otros temas y los cambios de conducta (por ejemplo, la irritabilidad), así como el sedentarismo e incluso la obesidad”. Ya instalada la dependencia, “se produce un uso abusivo asociado a una pérdida de control, aparecen síntomas de abstinencia (ansiedad, depresión, irritabilidad) ante la pérdida temporal de conexión, se establece la tolerancia (es decir, la necesidad creciente de aumentar el tiempo de conexión a las redes sociales para sentirse satisfecho) y de ahí derivan consecuencias negativas para la vida cotidiana de la persona afectada (salud, familia, escuela y relaciones sociales)”.

Asimismo, los habituales mensajes de odio y las fake news que circulan a nivel mundial por dichas plataformas, la actividad de los trolls y los bots, preocupan a los periodistas, comunicadores, instituciones, políticos responsables; y a todo ciudadano con una formación ética.

El mercado manda

Omar González suscribe concepciones de próceres y eminentes pensadores cubanos, por ejemplo: “Ser culto es la única manera de ser libre” (José Martí). “La cultura es la patria” (Fernando Ortiz).

Precisamente en el espacio mensual Cultura y Nación, que en La Habana organiza la Sociedad Cultural José Martí, en fecha reciente, el escritor, periodista y profesor Omar González reflexionó sobre el tema, durante una conferencia acerca de los vínculos entre la cultura, la construcción de hegemonía y el papel que juegan al respecto las redes sociales digitales.

“En ese gran escenario que es la cultura se dirime la sobrevivencia de nuestro proyecto”, dijo, aludiendo a una Cuba soberana y respetuosa de su identidad. Este investigador entiende el término según la definición elaborada por la Unesco en 1982: es el “conjunto de rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social […] engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida […] los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias”.

Por eso, al estudioso le afligen los repliegues en cualquier área de ese universo. Lamentablemente, “hemos retrocedido en el campo de la lectura, la apreciación cinematográfica y artística, el consumo de la música. No hay que hacer encuestas muy científicas ni encargarlas a un centro especializado, basta con andar por la calle, ir a la Feria del Libro y mirar con qué salen las personas, o si solo fueron a pasar el rato. No estoy calificándolas, pero en una feria de ese tipo el centro es el libro y el autor, el editor y el lector. Hemos retrocedido por razones económicas también, porque no podemos imprimir, no tenemos dinero suficiente para hacer aquellas ferias” de décadas anteriores.

La “relatividad estética” que ha adquirido el arte –porque su calidad y renombre a menudo es determinada por el mercado–, el asedio al que la industria cultural de los países ricos somete al resto de las naciones, más la particular situación de Cuba frente a un Goliat empeñado en tergiversar su historia y borrar las enseñanzas de los fundadores de la nación y sus pensadores eminentes, inciden en el deterioro de valores ancestrales. A tal punto, que Omar González manifiesta sentirse “muy preocupado con el lugar que ocupa la cultura profunda”, la que resiste en desventaja el empuje de “lo aparencial, lo banal, la mediocridad”.

Internet y sus redes sociales arribaron a estos lares en un “contexto de enfrentamiento permanente, de lucha, de resistencia, e incluso de crecimiento”. A ellas accedimos tarde, por la falta de tecnología y recursos financieros, los impedimentos foráneos, los prejuicios. “Llegamos sin una previa alfabetización para entender esos medios, que son expansivos, incontenibles, dinámicos, cambiantes; todos los días surgen una red, una aplicación, un servicio”.

¿Facebook, YouTube, WhatsApp, Instagram, Tik Tok, Twitter, Telegram… podrán ser nuestras aliadas en la construcción de un país mejor o representan un mayúsculo talón de Aquiles? Depende de cómo las entendamos y aprovechemos. Precisamos comprender que quienes las financian y controlan no tienen nada de ingenuos y en primera instancia dichas redes han sido incorporadas al “proyecto de dominación y hegemonía mayor que se conoce en el campo cultural”, según palabras del disertante. Abundante dinero corre tras bambalinas para imponer marcas, artistas, hábitos de consumo, estilos de vida y derroteros políticos.

Aunque todos los que utilizamos las redes sociales digitales recibimos sus efectos, benéficos o nocivos, son los jóvenes los más expuestos.

“Si bien otros medios han sostenido una relación más amorosa con la cultura, sin dejar de ser difícil –The New York Times edita un suplemento literario, The Washington Post igual, El País tiene a Babelia; suplementos con los que uno puede discrepar, pero hay firmas, intención cultural–, en las redes sociales eso es imposible de encontrar”. Sí existen “sitios donde descargar libros, navegar por museos; sin embargo, ¿con qué cantidad de usuarios cuentan?, son absolutamente minoritarios comparados con los de una celebridad del momento”. Las redes no han realizado “ningún aporte sustancial, no han contribuido radicalmente a democratizar el acceso a la cultura”, estimó el conferencista.

Tal vez esta afirmación parezca demasiado absoluta, en comparación con la de entusiastas que resaltan el empleo de Telegram, en Cuba, para obtener series, filmes, canciones, novelas. Reparemos en que se trata de una contradicción aparente, tomando en cuenta que el analista se refiere a un fenómeno global y el amplio concepto de cultura al cual se aludió en un párrafo precedente. Añádase el predominio de lo promovido por el mercado y que muchas de las producciones audiovisuales únicamente muestran una parte, a menudo estereotipada (ejemplo por excelencia son las telenovelas), de la cultura de una nación.

Rasgos de incultura menudean en esos canales, díganse el chisme, el irrespeto, la grosería. Pese a ello, las siguientes cifras dan fe de su pujanza: en enero de 2013 contaban con 1 720 millones de usuarios en el orbe, pasada una década el número asciende a 4 760 millones. En consecuencia, “son escenarios a los que no se puede renunciar, para los que necesitamos tener especialistas, organizar las fuerzas”. A la par, como contrapeso, Omar González propone “crear nuestras propias plataformas, aunque no sean mayoritarias, pero que constituyan referencia, indicadores en la navegación por esos mares procelosos para recalar en las islas del rigor, de la seriedad”.

Volviendo a la narración homérica, a Ulises deshecho en llanto, mesándose los cabellos junto al mar, finalmente los dioses se apiadaron de él y enviaron un mensajero a Calipso, quien hubo de renunciar a su amor imposible. Muy conveniente para el avance del relato. Sin embargo, en la vida real no disponemos de esos deus ex machina. Ergo, nos toca a nosotros, simples mortales, hacer frente al entuerto. No es poco lo que podríamos intentar a título personal y desde las instituciones culturales, entidades decisoras de políticas y los propios medios de comunicación. ¿Qué opina usted? ¿Cómo lo haría? 


CRÉDITOS

Fotos. / Leyva Benítez

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