Foto. / Autor no identificado
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En la costura de aquel tiempo

Hace muchos años, durante una de esas noches en que uno llega a casa con más deseos de lanzarse de cabeza a la cama que de bañarse o comer (aunque al final haga primero esto último), quedé divinamente paralizado ante lo que mis ojos veían.

Las agujas del reloj marcaban más de las diez. Exhausta luego de un día muy intenso, la madre de mi hijo dormía ya. El niño, sin embargo, con apenas una docena de años de edad, permanecía sentado junto a la mesa, con un pulóver blanco en las piernas, la mano izquierda sujetando un segmento muy específico de la tela mientras con la derecha daba puntadas en el tejido mediante aguja ensartada por blanco hilo. 

Al verme, él solo levantó la mirada, sonrió ligeramente y prosiguió su labor.

Por un instante sentí deseos de quitarle la aguja y resolver yo el pequeño problema o despertar a su mamá para que se encargara del asunto, pero de inmediato renuncié a la fugaz idea, no solo porque ambos (él y yo) estuviésemos totalmente libres de cualquier vestigio generacional de machismo o de prejuicios similares, sino porque siempre he pensado que cada quien, desde edades tempranas, debe ser lo suficientemente capaz de enfrentar y resolver por sí mismo cuantas situaciones le depare la vida.

Así, zurcir el pulóver con que en las tardes pateaba el balón junto a los chiquillos de la barriada, lustrar sus zapatos, hacer por sí mismo la tarea de la escuela, ordenar su cama al levantarse, fregar su plato y cubiertos, y hasta intentar el lavado de su ropa, fueron algunas de las cosas que, desde muy pequeño, aprendió a hacer mi hijo, con la mayor naturalidad del mundo.

Corría la difícil década de 1990. Treinta o cuarenta años antes cualquier padre habría enseñado a su hijo a chapear, dominar al azadón, serrucho, cuchara de albañil, alicate, destornillador… pero hilo y aguja, útiles de limpieza, planchas, ollas… ¡Ni muerto!

Extremos, extremos son y a nada bueno conducen. No obstante, de aquellos tiempos nos quedan experiencias positivas relacionadas con la crianza de niños y adolescentes, y con su preparación para enfrentar la vida.

Sin derivar en castigo, obligación y mucho menos en abuso, a las enseñanzas de padres y abuelos siempre les vi un apreciable valor práctico, formador.

No por casualidad muchísimos niños y adolescentes “paseaban la distancia” durante aquellas largas e indiscutiblemente intensas jornadas de escuela al campo, a lo largo de 45 días, o becados de septiembre a julio, con el consiguiente y muy educativo vínculo de estudio y trabajo.

El proceso de enseñanza y aprendizaje no lo asegura solamente un maestro frente al aula. Cada familia desempeña también un rol incuestionable.

Por eso no pude soportar la tentación de descargar una foto que recientemente vino a mí en el laberíntico mundo de las redes sociales. Muestra a una mujer (a todas luces, abuela) cosiendo en una vieja máquina de pedal mientras una niña (nada más parecido a la nieta) observa con curiosidad.

Quien no vivió la experiencia, jamás podrá entender el sentido de estos apuntes. Quienes tenemos canas, o ni cabellos ya, recordaremos con agradable nostalgia cómo madres y abuelas enseñaban a hijas y nietas a bordar, coser, lavar, fregar, cocinar, planchar…

Pudiera parecer que el propósito era incorporarlas a tareas hogareñas, que asumieran responsabilidades desde tan precoz edad.

No discrepo ni niego que en muchos casos así fuese. Eran otros tiempos. Pero el efecto de aquel “proceso de enseñanza familiar” se vería a la luz del tiempo cuando, convertidas ya en jóvenes y adultas, enfrentaran -junto a sus esposos- los rigores de una familia, las labores que genera todo hogar y que, bajo ningún concepto, deben ser vistas como exclusivas y mucho menos como obligación para las mujeres.

¿La foto? Ojalá supiera quién la captó, cuándo o dónde.

Mas, no importa. Limítese usted a contemplar la posición de esa mujer y, en especial, la atención que muestra la niña, cuando la sociedad no contaba con telefonía celular, ni lavadoras o cocinas eléctricas, o de gas, y era muy, pero muy contado el número de viviendas donde había televisor u otras alternativas para entretenerse o estar informados.

¡Pero cómo se aprendía dentro de casa, concho, acerca de todo lo útil para desenvolverse dentro de la familia… y fuera de ella!

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