Explosiones de gas: ¿Una epidemia social?

Liudmila Peña | Marieta Cabrera | Mariana Camejo | Lys Alfonso | Dariel Pradas | Mario Bermello

Cuarta parte del reportaje Tragedia en el Saratoga: Mientras la Noble Habana llora


Después del 6 de mayo, día de la detonación en el hotel Saratoga, algunas noticias tuvieron su cuarto de hora de fama gracias al reporte de diversas explosiones de gas o incendios en Cuba. Algunos eran pequeños y cotidianos; otros provocaron un puro nervio, como el fuego que se cebó cercano a la refinería capitalina de petróleo Ñico López y que fue socializado en las redes sociales con gran alarma como si hubiera ocurrido en el interior de esa instalación, la más importante en el país por su capacidad de producción y almacenamiento de combustibles.

Desde luego, aun cuando fueron magnificados estos accidentes –tal vez por el impacto sicológico del primero–, en ningún caso deben ser menospreciados. Una pequeña explosión en una casa puede provocar, proporcionalmente para una familia, un daño equivalente para una ciudad o un país y solo son diferentes por las potenciales cantidades de víctimas y bienes perjudicados.

Al parecer, los accidentes por deflagraciones ocurren con mucha frecuencia en todo el planeta. Aquel viernes, por ejemplo, poco antes del estruendo del Saratoga, medios internacionales reportaban una explosión por escape de gas en un pequeño edificio del exclusivo barrio madrileño de Salamanca, provocando al menos dos muertos y casi una veintena de heridos. También la detención de tres cacos que robaron joyas y perfumes de alta gama de las casas afectadas, una maligna plaga que oportunistamente suele asociarse a las tragedias.

Cercano en el tiempo, a mediados de marzo último, el explote de un balón de gas en la cocina del club mexicano Kool, en Playa del Carmen, Quintana Roo, derribó paredes y techos. Además, causó dos muertos y 21 heridos.

Estos desastres suelen provocar víctimas mortales, numerosos heridos y grandes daños materiales. Rara vez no cobran la factura completa, como milagrosamente no ocurrió a mediados de diciembre pasado en Lardero, municipio de la comunidad autónoma española de La Rioja.

De este accidente, algo parecido al antes mencionado de Madrid, dijeron los vecinos: “ya hemos gastado la suerte de la lotería al no pasarle nada a nadie”. Aun así, la explosión en el ático del edificio, al parecer por un escape de gas dentro del hueco del elevador, sí cobró el resto de los menoscabos esperados.

Lo mismo aconteció en Ravanusa, Sicilia, pocas horas antes que el de La Rioja, pero esta vez se anotó una decena de muertes y un centenar de evacuados, tras una fuga de metano que, según se dijo, pudo deberse a la impensada rotura de una tubería a consecuencia del mal tiempo o un deslizamiento de tierra.

¿Acaso son más frecuentes estos accidentes en la actualidad? Si bien han acaecido estos siniestros desde que la humanidad comenzó a domesticar los combustibles gaseosos, la reiteración de los reportes de sucesos en los medios parece sugerirnos que en los últimos tiempos son más seguidos y letales.

Hay quien cree que se trata de un fenómeno en gran medida mediático, al existir una ampliación de las formas de comunicación instantánea, así como la superficialidad del tratamiento de la información que ha derivado en la prioridad del sensacionalismo, aun a riesgo de echar mano a falsas o imprecisas noticias.

Otros creen en un aumento de la accidentalidad. Su dilucidación se sostiene en la existencia de áreas urbanas cada vez más superpobladas y, por tanto, con mayor demanda de combustible. Debido a esto –y al alza de los precios, que hace lo suyo–, algunas compañías intentan satisfacer la demanda con el abaratamiento de las tecnologías (materiales que se corrompen con más facilidad, construcción de áreas de servicios sin rigor ingenieril, desestimación de sensores de escapes…). También se menoscaba la rigurosidad del cumplimiento de las metodologías para los servicios, entre estas, de la instalación de los cilindros de gas, que en el sector doméstico, por ejemplo, el cliente es responsable de su puesta. Décadas atrás, ninguna empresa eludía esa responsabilidad y sus técnicos eran los encargados de dejar lista la bala en el hogar y exigían que esta se colocara en un espacio abierto. Solo así puede estar realmente certificada la calidad de la operación.

El 4 de noviembre último, cuando tres personas resultaron heridas tras la explosión de un cilindro de gas en Weligama, al sur de Sri Lanka, la gente no sabía que este era el comienzo de un desastre mucho mayor que caería sobre la nación insular.

Luego, el 16 de noviembre, se reportó otro estallido de cilindros de gas licuado de petróleo (LPG, sus siglas en inglés) en un restaurante en la ciudad de Ratnapura. Y el 20, un popular establecimiento de comida rápida en Colombo fue completamente arrasado por un incendio, debido a una misteriosa fuga de gas.

Fue en ese momento cuando el público se dio cuenta de que los cilindros de gas domésticos que compraron podrían ser bombas de relojería esperando a explotar.

En 15 días fueron reportados 730 incidentes en todo el país, generando preocupación sobre la calidad y el estándar de los cilindros. La empresa estatal Litro negó entonces que su gas fuera de calidad inferior o inseguro para uso doméstico o comercial, y ripostó como causa de la accidentalidad el uso de reguladores, mangueras, cocinas de calidad inferior y la negligencia del usuario.

Según las autoridades, ambas partes fueron, indistinta o conjuntamente, responsables en unos u otros casos relatados y del dolor provocado en la isla conocida como “la lágrima de la India”.

Quinta parte:

Pistas para entender la tragedia en el Saratoga

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