Foto. / Jorge Luis Sánchez Rivera
Foto. / Jorge Luis Sánchez Rivera

Héroes con nombre

Las últimas llamas del incendio en la Zona Industrial de Matanzas ya fueron extinguidas. En la mañana, los yumurinos despiden agradecidos al buque Libertador de la Armada Mexicana. Los 96 años del natalicio de Fidel nos traen de vuelta a una figura egregia de la historia patria. Un manto de sosiego se extiende en la Isla. Pero el dolor, el puñetero dolor, sigue quemando el pecho.

En medio de las desoladoras ruinas laboran los expertos en busca de los inmolados. Todavía no conocemos sus nombres. Las familias sí. Los lloran desde el momento en que el siniestro marchitó sus corazones. Y el de Cuba entera.

La esperanza de encontrar todos los restos de los caídos nos mantiene en vilo. Equipos de Medicina Legal y otros especialistas rastrean cada palmo de tierra calcinada.

Consternados, los cienfuegueros cubrieron de flores y lágrimas el féretro de Juan Carlos Santana Garrido. Volvió a incendiarse Bayamo durante el sepelio del joven Elier Correa Aguilar. En esta isla multiplicamos las plegarias por quienes permanecen hospitalizados luchando contra la muerte.

Ahora, con el pecho apretado, me asaltan los recuerdos de la infancia. El pasillo donde nos mudamos colindaba con el cuartel de bomberos. El Comando 7. Cuando sonaba la alarma, corríamos para verlos salir. Luego llegaban con sus caras y manos tiznadas. Sus trajes y cascos tiznados. Sus botas tiznadas. Ellos no alardeaban de la hazaña, ni se inmutaban ante el peligro.

Eran gente común. Gente de pueblo. Imposible olvidar al sargento Bretones. Le gustaba mucho cantar. Su voz era muy parecida a la del Beny. Imposible olvidar a Paulino, tan valiente en los incendios, y corriendo hasta El Palmar, porque los jodedores del cuartel lo asustaban con un diminuto majá. Imposible olvidar a René, a Panezuela, a Mario…

 Algunos de ellos iban hasta la primaria Jorge Dimitrov, donde estudiábamos. En un círculo de interés daban largas charlas, nos alertaban qué hacer en situaciones extremas. “Ningún fuego se parece a otro. Ni se le pueden echar las mismas cosas. Unos llevan agua, otros espuma o tierra”, advertían. Casi siempre las clases terminaban en el cuartel. Era un regocijo. Podíamos subir a los carros, ayudarlos a desenrollar las mangueras, escuchar sus anécdotas…

Ahora, con el pecho apretado evoco aquellos recuerdos, y pienso en las víctimas de Matanzas. Sus cuerpos devorados por las malditas llamas. Y vuelve el dolor, el puñetero dolor que quema el pecho. Imploro porque aparezcan sus restos. Yo, tan atea siempre, ruego a Dios, a los mismísimos santos que adoraba mi abuela. Enciendo velas. Imposible olvidarles.

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