La comezón por la abstinencia
Foto. / chequeado.com
La comezón por la abstinencia
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La comezón por la abstinencia

Desde hace muchos ayeres, las cumbres del clima se antojan como reuniones de Alcohólicos Anónimos:

“Soy la República de Tal y aunque me he propuesto dejar de contaminar, he tenido una recaída, tentado por un vecino”, parecen decir unos. “Prometo dejar el vicio, pero debo encontrar primero otro aliciente energético”, tal vez se avergüenzan otros. Mientras, por las resacas de todos, los estados insulares casi podrían desaparecer ya, anegados sus territorios por la subida del nivel de los mares, prevista oportunamente por los científicos.

La actual 27ª Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, la COP 27, no parece ser distinta, a pesar de haber más conciencia y la buena voluntad de muchos para exigir medidas concretas, así como compensaciones para los más afectados por el daño ambiental que provoca el calentamiento gracias a la emisión antrópica de gases de efecto invernadero.

Entre el 6 y el 18 de noviembre, representantes de prácticamente toda la humanidad intentan ponerse de acuerdo respecto a las acciones necesarias a seguir, incluso hacer algo más fructífero que mantener el compromiso de no rebasar la emisión que provocaría alcanzar la elevación en dos grados de la temperatura promedio. Lograr evitarlo sería equivalente a no exceder la ingesta etílica a una cantidad que pudiera provocar la muerte por alcoholismo.

Reunidos en el hermoso balneario egipcio de Sharm el Sheij, los organismos multilaterales y organizaciones de buena fe que auspician este encuentro, escuchan como serenos médicos las diversas justificaciones y promesas.

Ellos confían en que el diálogo entre todos, podría conseguir que se cumplieran los compromisos colectivos adoptados en diversos encuentros internacionales previos, pactados para revertir cuanto antes el calentamiento climático, pues el planeta no puede asimilar tal brusquedad sin devolver nefastos traumas para la supervivencia de las especies, incluida la humana.

Que se entable un diálogo es ya un éxito: Un par de centenares de países han acudido a la cita, prestos a exigir y también encontrar puntos comunes para detener el proceso de degradación climático.

No hace mucho, ni se podía aspirar a tanto. Pensemos por un minuto que el Gobierno anterior del país que más contamina en el mundo, desestimó ver la urgencia e, incluso, negó que estuviera subiendo el termómetro global.

Afortunadamente, aquella administración ya no está en el poder, aunque nadie duda que retorne, o que encuentre seguidores en otros tronos. En su lugar está otra que sí cree –aunque sustancialmente no apoye– en la participación internacional para detener y revertir los daños acumulados a partir de la llamada Revolución Industrial. Mas no parece ser esa su prioridad en estos momentos.

Ciertamente, el cielo no se ve más despejado. Basta preguntarse qué rayos hace Coca-Cola auspiciando la Cumbre, siendo responsable de buena parte de la contaminación por envases plásticos, un material que se hace a partir de combustibles fósiles y que en cada etapa de su ciclo de vida emite gases de efecto invernadero.

Aunque Coca-Cola no ha limpiado los residuos plásticos que por años han llegado al mar y tampoco ha cumplido sus promesas de cambiar trascendentalmente sus envases por otros biodegradables, su presencia en la cumbre podría ser un mal menor.

Asusta más que haya crecido el número de asistentes que van en representación de la industria de los combustibles fósiles. Se habla de un crecimiento de 25 por ciento respecto a la COP 26, de personas vinculadas a grandes corporaciones como Shell, Chevron y BP. Es decir, son más de 600 cabilderos del petróleo, infiltrados entre los 35 000 acreditados al evento. Sin contar que 29 países incluyen grupos de presión de combustibles fósiles dentro de sus delegaciones oficiales nacionales.

Esto demuestra la influencia de la industria de los combustibles fósiles en las conversaciones sobre cómo apartar al clima de ese consumo pernicioso y, a la vez, fragilidad de los acuerdos que pudieran lograrse.

Vamos, que es como invitar a la reunión de Alcohólicos Anónimos al vendedor de ron, bien dispuesto a ayudar al prójimo cuando este sienta su boca más reseca.

Es cierto que esos conglomerados dedican grandes recursos financieros a encontrar alternativas, sobre todo tecnológicas, para reconvertir la matriz energética del mundo. ¿Será por eso que las cumbres extienden su alfombra a estos “buenos samaritanos” y hasta les reprimen las protestas que en su contra organizan los grupos ambientalistas?

Hasta da la impresión de que el derecho a protestar existe, pues permiten llegar a las cámaras y los flashes a contados personajes excéntricos (los más efectistas; los más efectivos activistas organizados son silenciados). Al final, los sonados titulares que dejan resultan proteicos para el negocio de muchos medios y empresas de comunicación digital, y hasta para el Comité del Premio Nobel de la Paz, al que cada vez le es más difícil encontrar un candidato buena onda, ecuménicamente aceptado por todos.

Dígase de una vez: admitir que te importa poco el planeta –no por ser mala persona, sino porque tu negocio incluye contaminar– puede entenderse como políticamente incorrecto. Es mala letra.

Por eso es curioso, más bien sospechoso, que los grupos energéticos de combustibles fósiles se esfuercen para aparecer entre los más notables promotores de la investigación y producción de tecnologías limpias.

Hay quien cree que, así, esas empresas solo conseguirán el suicidio económico. Pero no. Bien visto, están asegurando la continuidad de su monopolio de energías, una vez que desaparezcan las menguadas reservas de gas y petróleo (para no hablar que siempre han tenido bajo la manga el salvavidas del odiado carbón, como hoy se está haciendo evidente al oeste de Ucrania).

El llamado oro negro –más bien, el jarabe de dinosaurio formado durante millones de años y gastado en menos de 200– tiene los cucús del reloj contados.

Para cuando llegue la hora final del petróleo, los países más ricos (los que más lo consumen y donde menos yacimientos existen) han ido diseñando migraciones escalonadas hacia las fuentes renovables de energía.

Salir de la contaminante matriz que hoy predomina es, se sabe, un imperativo para lograr que la estabilidad climática en el planeta sea sostenible. Y hacia allí van todos… los que pueden.

También, por supuesto, se logra al cambiar los estilos de vida consumistas. Ese sacrificio no es algo que sostenga un discurso por cinco minutos, sobre todo para quienes más emiten los nocivos gases. ¡Hasta hacen creer que si recortaran sus excesos, no solo pondrían en peligro todo su desarrollo industrial y social, sino la capacidad de ayudar a los menos favorecidos!

Esas naciones –en primer lugar, las europeas– se han erigido en gurús de la reconversión de las fuentes energéticas y, por extensión, de todas las formas de vida sanas que ningún bípedo pudo haber imaginado jamás. ¿Será por esto que el alto representante de Política Exterior de la Unión Europea, Josep Borrell, como una fiera que marca su territorio con orine, delimitó su continental “jardín” de la “selva” que lo circunda?

El asunto no es tan simple como ese pensamiento. Europa y un puñado de estados privilegiados han logrado imponer su adinerado objetivo como meta para todo el mundo y hasta con iguales responsabilidades. Como si los países con menos capacidad de generación y producción de tecnologías –ni mencionar a los más pobres– pudieran cambiar a idéntica velocidad y decirles adiós de golpe a los combustibles fósiles.

¿Acaso quienes se deslumbran con las buenas maneras europeas de veras creen que a los africanos no les gustan los alimentos orgánicos y por eso los prefieren cultivados con fertilizantes químicos?

Como el planeta es de todos, sostienen por ahí, mancomunadamente cada parte debe aportar. Lo mejor que puede hacer cada estado es transformar su base tecnológica hacia formas más modernas y llevaderas con el ambiente, a fin de detener el sobrecalentamiento del clima promedio.

Para conseguirlo, existe un mercado que oferta nuevas y deslumbrantes técnicas, sean filtros industriales o paneles solares domésticos. Eso suministran precisamente esos países ricos, procedentes de sus modernos laboratorios y sólidas corporaciones, algunos de estos patrocinados por el mismísimo sector de los combustibles fósiles.

Tanta gentileza cuando menos es rara, si no antiética. Es que no fluyen capitales ni se transfieren tecnologías hacia los países más vulnerables ante el cambio climático, pero se les exige protagonismo en el cambio.

Para colmo, se ha visto que las nuevas condiciones de guerra mundial económica (ya había empezado contra China y no precisamente en Ucrania) han hecho girar la veleta hacia el carbón, una vez que a Europa le faltó el petróleo y el gas baratos y estables.

La realidad es que los países desarrollados ya hablan con total desparpajo de posponer el esfuerzo para imponer las energías limpias (sobre hacer coherencia en el consumo, ese tema no se toca ni agonizando), mientras se incrementa la comezón que da la ansiedad por el alcohol… perdón, por el petróleo.

Cada vez aparecen más voces que denuncian no solo la doble moral de los pulcros estados «ambientalistas», sino su velada estrategia, desde años atrás, para posicionarse monopólicamente en el nuevo nicho de las tecnologías que románticamente salvarían al planeta.

Eso sí: quien quiera reconvertir su patrón energético contaminante no tendrá otra opción que esclavizarse como cliente de ellos, productores de las tecnologías necesarias (y por carambola, de los propios monopolios petroleros). Tener independencia tecnológica, energética y política para luchar contra el efecto invernadero, no es algo que esté en discusión. Con suerte, esperemos, los países más amenazados recibirán de vez en vez, como en clave Morse, una compensación monetaria que hasta hoy les ha sido esquiva.

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