La conciencia, en bicicleta

El almendrón dio un brinco a causa del portazo. La mujer acomodó a la hija con ímpetu sobre sus piernas y se apretó al grupo, en la última fila de asientos. Afuera, pero arrimada a la ventanilla, la otra seguía reclamando su puesto en la cola de los taxis.

–Si no fuera por la niña, tú ibas a saber… ¡Si no fuera por la niña! –amenazó, alejándose un poco hasta la acera más cercana al cine Yara, pero no tanto como para ignorar el escupitajo de palabras del tipo que nada tenía que ver con el pleito.

–¡Cállate, negra puerca! –le voceó este muchacho delgado, desde la seguridad del vehículo en movimiento.  

Las palabras quedaron flotando en el ambiente interior del carro: “negra puerca, negra puerca”, resonaban libremente, como si a nadie le molestara el sintagma nominal peyorativo. Aquello era más que un simple sustantivo modificado por un adjetivo. ¿O eran dos adjetivos modificando a un asunto innombrable? Los pasajeros se mantenían silenciosos, inmóviles.

–Te amenazó con la botella de cerveza. ¿Tú viste? –comentó el flaquito, tratando de sacarle chispas a la brasa.

–Si me hago la boba, me mete –agregó ella.

–Naaa… Si te tocaba, le hacía tragar la botella de una galleta –aseguró el otro, en un alarde de coraje forzado y condimentado con ademanes nerviosos.

“No escuches”, dijo la conciencia, sentada a la diestra del conductor, y cerró los ojos. El chofer farfulló algo entre dientes y aceleró, rumbo a Miramar.

***

La esquina de Primelles y Santa Catalina, frente al semáforo de la cremería Ward, es perfecto para “hacer botella”. Allí los autos se agrupan y, por alguna extraña coincidencia, los choferes no tienen esa mala y acendrada costumbre de nunca ir en la misma dirección que quien pide el aventón. Parece una realidad paralela, mas, en ciertos horarios, funciona.

Sobre las 10 de la mañana ya es mala hora. La afluencia de carros estatales hacia los centros de trabajo casi es nula y la enajenación disfrazada de conciencia se ajusta las gafas de sol para no ver bien. “Voy hasta la esquina”, dicen, quién sabe por qué extraña razón. Cualquiera no se detiene a mirar a los de a pie, mucho menos para tenderle la mano. 

Mientras vigilo la parada, por si apareciera el ómnibus de la suerte, miro con el rabillo del ojo el cambio de luces y las chapas azules que se acercan. ¡Sí! Ahí está el noble conductor, diciendo que hasta la terminal de ómnibus me puede adelantar. Corro. No quiero demorarlo. ¡Qué cara de buena gente tiene! Me acomodo en el asiento de atrás y, como no le adivino ganas de conversar, me mantengo callada. El silencio, a veces, es un regalo poco valorado.

Doblamos la esquina de la Ciudad Deportiva y vamos bordeando la fuente, cuando una palabra suya, casi imperceptible revela que algo no anda bien. Despega la mano izquierda del volante, la saca por la ventanilla y hace un gesto que no puedo distinguir. Desde el auto más próximo, el claxon suena, insistente.

–Se creen que son los dueños de la carretera –protesta, malhumorado, y se detiene frente al semáforo.

Unos segundos después, un auto anaranjado, impecable, para justo al lado del nuestro. Lo miro, pasmada ante su belleza. El joven conductor rompe el hechizo. Saca medio cuerpo por la ventana de su auto y le grita al que va al timón:

–¿Qué quieres decir con esa seña? ¡Tú, viejo maricón!

Las palabras suenan como un martillazo en el parabrisas. Siento vergüenza. No es la sintaxis, sino su propósito. El chofer que me adelanta devuelve el insulto involucrando a la madre del otro. La tensión crece, y el semáforo aguarda expectante, sin cambiar. Comienzo a buscar alternativas para desmontarme de inmediato. La ira de ambos promete ir más allá de las palabras.

–Bájate, si eres hombre –vocifera el joven, abriendo la puerta de su carro.

Mi conductor no se mueve y la fila de autos que viene detrás pita, avisando que es hora de moverse. Antes de perderse de vista, el del carro anaranjado amenaza que ya se verán por ahí. Respiro.

Estoy pensando en más de una película de psicópatas al volante. Fuera de control, por ejemplo. Y también en lo difícil que es gestionar el estrés propio con tanta irritación colectiva. Tengo ganas de hundirme en el asiento trasero; de bajarme antes de llegar a mi destino; de hacer algo, cualquier cosa, menos seguir sentada ahí, como si nada, pero el auto va en marcha, rumbo a la Plaza. El hombre me mira por el retrovisor.

–Este es el lenguaje de las carreteras –me advierte–. No pasa nada. Así hay que andar o te pasan por arriba.

***

A la 27 no le cabía ni un suspiro más. Andaba aquella noche pesada y lenta, cual galápago que carga 100 años de cansancio. La cogimos en la Avenida del Puerto, contentos por el paseo barato.

Tras varias paradas, el asiento detrás del chofer quedó vacío. ¡Suerte la mía! Qué importa que estuviera ubicado contrario a la dirección de la guagua. Lo ocupé sin pensarlo, mientras mis compañeros de paseo se dispersaban en busca de algún espacio libre, entre tanto cuerpo sudoroso y cansado.

¿Qué más se le podía pedir a la ventura, un domingo a las nueve de la noche? “Respira hondo para evitar el mareo y no saques el móvil”, pensé.

El hombre sentado al lado de la ventanilla me miró con atención. Le devolví el escrutinio de reojo, suficiente para caracterizarlo: setenta y tantos años, trabajo honrado… Eso me decían las hondas marcas en la frente, sus manos huesudas. No parece un ladrón, pensaba mientras veía pasar La Habana luminosa ante mis ojos. Es normal en esta época andar por la calle clasificando entre íntegro y bandido, aunque las apariencias engañen: el anecdotario popular de asaltos y robos nos trae todo el tiempo en estado de alerta.

“Tiene cara de noble el viejo”, calculé, pero no me animé a conversar. Me entretuve pensando que, a no ser por la cantidad de citadinos con rostros de agobio, el viaje de la 27 desde la Avenida del Puerto hasta el reparto Palatino parecía una vuelta turística alrededor de la capital, por tan solo dos pesos cubanos.

No sé decir en qué intrincado recoveco del pensamiento me encontraría cuando los gritos y las voces de alarma me devolvieron a la guagua. Apenas alcancé a ver cómo un cuerpo caía de rodillas en el piso. La gente se apartó cuanto pudo, como si se tratara de un ser contagioso. Un segundo después, sin poder sostenerse, el hombre se desplomó de bruces. Después de los primeros instantes de estupor, los pasajeros siguieron pensando en lo suyo, como si la noche dentro del vehículo rodante transcurriera en la más absoluta normalidad.

Miré al caído, inmóvil, como muerto. “¿Le habrá dado un ataque?”, me pregunté, confusa. En los ómnibus urbanos no se puede andar pensando en las musarañas. En vistas de que nadie lo ayudaba, supuse que podía ser algo más grave, quizá alguien peligroso. ¿Qué tan terrible? No sabía. Mi vecino de asiento me sacó de la ignorancia:

–Parece que venía diciéndole cosas a otro. El tipo se molestó y le metió un piñazo por la mandíbula que lo lanzó al suelo —dijo en voz muy baja, señalando discretamente hacia el lugar donde se encontraba el boxeador iracundo, todavía amenazando con pegar otro jab al del piso o a cualquiera que se atreviera a enfrentarlo.

De pronto, la guagua paró. Gente empujando para salir, gente pugnando para entrar. El caído en medio del pasillo, sucio, desvalido, inmóvil, como muerto.

–Pero qué pasa aquí –gritó una señora–. ¿Nadie lo va ayudar? ¿Esto es Cuba o qué es?

–Está borracho –voceó alguien.

–¿Y qué?

Con cierta cautela, un joven se levantó de su asiento, se acercó al golpeado y lo ayudó a incorporarse. Luego lo arrastró medio metro y lo sentó en el sitio en el que antes estaba. La muchacha que ocupaba el lugar contiguo ni lo miró. Con un gesto despectivo en su rostro recogió su bolso, se paró y se alejó entre la muchedumbre tanto como pudo.

***

¿Qué pasará después? Subiremos a cualquier otro aparato rodante, nos apretujaremos para hacerle espacio al que no entra, agarraremos con fuerza las carteras y cada cual irá otra vez absorto en el misterioso mundo de su mente. ¿Será?

Quién sabe si alguien se lo pregunte. ¿Qué pasará cuando la gente olvide qué hay, más allá de la pisada propia, de la subsistencia, de la urgencia del hoy y del ahora? No quiero imaginarlo. Pienso en Saramago y en su gran metáfora de la ceguera blanca. Temo. No sé si será cierto, pero intuyo que la ira viaja en guagua, y la conciencia, en bicicleta.

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2 comentarios

  1. ay liudmila, cuántas historias lindas y feas podría hacerte de guaguas, aulas, albergues, centros de trabajo, cuadras de vecinos y cuanta agrupación social hay! la cuestión va más allá del transporte urbano. las conductas públicas generalizadas son un reflejo de la sociedad, porque muestran tanto los valores humanos reales como «lo correcto» ante los demás, que viene dado por la compulsión social, el «qué dirán», miedo a ser rechazado, etc. cuando todas esas cosas llevan a ofender, abusar, ignorar y despreciar al prójimo, es porque esas conductas están siendo muy premiadas con el éxito en numerosos ámbitos sociales, se convierten en el modelo a seguir, el paradigma…
    hoy es «cheo» o «fula» ser honesto, revolucionario, o romántico, o ateo, o muy trabajador en un negocio ajeno o estatal, o desinteresado, o disculparse, o darle la razón a quien la tenga aunque tengan discrepancias en otras cosas, o devolver una billetera extraviada, o tener una sola pareja, o no querer emigrar, o no tener tatuajes, o que no te gusten las redes sociales, o tener familiares maestros o policías o funcionarios del Pcc…. eso es lo rechazado por colectivos crecientes, que la propia sociedad, instituciones y leyes que afirman lo contrario, premian en la práctica con «éxitos» materiales, atención diferenciada y reconocimiento social concreto. y no hablo de las mipymes que tantos denigran (y quieren estar en ellas) aunque algunas pocas revendan alimentos cruelmente. no. hablo de los «vulnerables», de muchos funcionarios públicos venales y obesos que no soportan a los flacos y honrados de verdad , de algunos periodistas que quieren buscar los valores en la marginalidad y el solar, en quienes hacen y aprueban canciones y temas chabacanos, y las muchachitas que ahí bailan muy meneantes y luego hablan de la dignidad femenina, de la superstición y conveniencia disfrazada de derecho a creer, de los vagos que protestando reciben más atención que los disciplinados por los «canales establecidos», de los padres que ibculcan a sus hijos que no se metan en nada, se ocupen sólo de sí mismos y luego se marchitan cuando los hijos los abandonan. hablo de los estantes con productos caros e innecesarios, los lugares exclusivos y excluyentes, de los autorizados y asignados sin gastar un solo centavo de su salario, cpn hijos y nietos subiendo sus lujos a facebook, hasta que lo publican «allá», de los guapos de barrio con amigos en la carpeta de la unidad de PNR…
    son muchas cosas, liudmila, que van formando este panorama. y para revertirlo hace falta la carga de Rubén hace falta que las personas honestas y patriotas encuentren un espacio no corrupto ni comprometido con temas tabú, donde se pueda discrepar o debatir sobre el Woke-Washing del tema LGBTIQ en nuestro país, o sobre el GAE y para qué hacer megahoteles, o sobre la obligatoriedad de aprobar estudiantes en secundaria o tec. medios, o sobre a quién le conviene la inflación en realidad, o cómo vamos a generar valores cívicos en la realidad sin ejemplos personales (como los cuadros que no recogen «botellas»)
    espero que un día exista ese espacio.
    solo puedo comproneterme a que, como he hecho hasta hoy, recogeré a a quien vea caer, no ofenderé sin antes haber sido muy agredido, ni me colaré, ni despreciaré a nadie por ser humilde

    1. buena reflexión y mas que eso, un buen análisis de la situación social, política, ideológica, económica, financiera, sociológica, etc., de nuestra sociedad al final esos que insultan que son indolentes, que gesticulan y se ufanan de tener mucho en lo real y en las redes sociales y que componen el estrato social de nuestro archipiélago, a penas saben hablar como cualquier mortal, a penas saben escribir, en 20 palabras hay 30 faltas de ortografías y al final te das cuenta que tiene dinero, auto y muchas cosas materiales que lo hacen vanagloriarse de gente superior… me quedo con esa frase suya:
      … solo puedo comprometerme a que, como he hecho hasta hoy, recogeré a a quien vea caer, no ofenderé sin antes haber sido muy agredido, ni me colaré, ni despreciaré a nadie por ser humilde.

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