Ilustración. / Félix M Azcuy
Ilustración. / Félix M Azcuy

La loca y su viaje del revés

El tipo se pasó el dedo índice de lado a lado de la frente, recogiendo los charcos de sudor que manaban desenfrenados de sus poros. Sin misericordia alguna, se despojó de sus secreciones con un movimiento rápido de la mano derecha. La sorpresa de una llovizna sucia y no pronosticada sobre mis brazos acabó por convencerme de que el sábado estaba jodido. No había otra palabra para definir aquello.

Apreté los dientes y maldije en mi interior con un sonoro movimiento de aire y saliva que nadie habría entendido, a no ser que el baño de sudor ajeno también le hubiera tocado. Saqué furiosa del bolso el pomo con alcohol desinfectante y me lavé la zona en evidente estado de furor. El tipo ni se enteró. Se entretenía conversando con una muchacha sobre averiguaciones en su trabajo, tarjetas en MLC y Mipymes.

“¡Después queremos vivir sin estrés! –rumié mi molestia–. Si en media hora no ha pasado la guagua, regreso a la casa”, me dije, convencida de que no era el día para hacer lo que me había propuesto en el municipio de Playa e intenté pensar en otra cosa, para destejer la ira que se me iba acumulando y que ya no solo se debía al tipo que seguía muy campante con su diálogo detrás de mí, sino a la demora de la guagua y a la hora improductiva que llevaba en aquella parada, en las cercanías del Jardín Zoológico de La Habana (el de 26).

Miré a mi alrededor en busca de algo en qué entretenerme hasta que pasara la 179. Diversidad de personajes aguardaba, con similar hastío: una jovencita con jean de corte acampanado metida en la pantalla de su celular; una señora, con las venas de las piernas como ríos a punto de desbordarse, sosteniendo una bolsa repleta de panes viejos (seguro para sancocho); un par de abuelos intentando mantener a su nieto quieto, a sabiendas de que era una misión imposible… y muchísima gente más.

Entre aquellos seres expectantes estaban dos extranjeros, jóvenes. Supuse que eran estudiantes de algún país africano angloparlante con una beca en Cuba, por el aspecto, el idioma y el modo con que “pedían botella”, estirando el brazo y moviendo el índice de forma peculiar, como cualquiera de nosotros. Parados en el contén de la acera, vigilaban los carros que aparecían en el horizonte. Cada uno tenía puestos audífonos: el muchacho se entretenía con su música y la joven hablaba por WhatsApp.

No quería ser indiscreta, pero siempre alguna que otra frase dejaba entender que conversaba en plan romance. La miraba y pensaba que a mí también me hacía falta un par de audífonos para enajenarme en las paradas. “I don’t smoke”, dijo la chica de muchas trencitas y soltó una risa fina y alargada, algo así como los jijijiji de los muñequitos. “Yo tampoco”, pensé y sonreí. En eso apareció voceando un hombre en chancletas:

–¿Últimoooooo?

–¿Para qué ruta? –preguntó una mujer con delicadeza.

–Yo hago una sola cola para todas las guaguas –dijo el hombre en tono despectivo.

Todo el mundo lo miró, quizá algunos supusieron que tendría algún trastorno mental o se habría pasado de tragos demasiado temprano en la mañana. La mujer intentó aclararle:

–Por aquí pasan varias rutas. Depende, si usted va para Playa o para el Vedado.

–¡Oye tú! –se burló él–. ¿Cómo voy a preguntar el último para seis guaguas? Pa’ mi gozadera me sirve cualquiera.

Al final marcó para una sola, dijo que en la primera que pasara se montaba y quería ver quién se lo impediría. Demoraría un poco en materializar su plan, pues algunas pasaron llenas y no pararon. Él refunfuñaba cada vez que llegaba alguien pidiendo el último para la 27, la 51, la 69, la 179, el P3…

Minutos después, apareció una señora ataviada con un vestido marrón y con las ganas de generar una bronca saliéndosele por los labios. “¡Último!… ¡último!”, gritó sin resultado. “¡Últimooooo! –repitió–. Si no hay, yo soy la primera. ¡Ya verán cómo aparece el último!”. La cola se revolvió y la de marrón terminó discutiendo a voces con la muchacha del jean acampanado.

De pronto, la 69 frenó a unos centímetros del contén y la cola se precipitó sobre la puerta. Pensé que hacía demasiado calor para quedarme a mitad de mi destino y seguir luchando con el transporte, si la abordaba. Decidí esperar. “Seguro está al pasar la 179”, me dije, optimista aún.

Parece que tenía la intuición al cien; lo que no sabía era que la 179 pasaría “a millón”, como dice mi abuela, y se detendría a unos cuantos metros después de la entrada del zoológico, en la antigua parada destruida por un accidente de tránsito. Calculé instantáneamente si me daba tiempo o no para alcanzarla con una carrera con obstáculos (incluyendo a un señor flaco que no se apartó, aunque me vio desesperada) y salí disparada acera abajo, crucé muy cerca de la escultura de los venados de Rita Longa y, justo cuando sorteaba un auto que por poco me choca, la 179 cerró las puertas y se marchó repleta de gente.

Maldije otra vez. ¡Qué sábado para ocurrírseme palabrotas! Respiré hondo, sentí tanta impotencia, tanta molestia por el tiempo perdido, por los planes a punto de ser lanzados por la borda… Era casi la 1:30 de la tarde. Tenía hambre. Miré a la cafetería que me quedaba al otro lado de la calle y dudé. Si cruzaba, podía perderme la próxima guagua. Otra vez opté por esperar, y regresé acera arriba, hasta la parada donde estaba antes.

Encontré los bancos vacíos, después del paso de varios ómnibus con rutas diferentes a las que necesitaba. Allí estaba el señor flaco, emocionado por haber encontrado su sombrilla, que había dejado enganchada en la reja del zoológico.

–Menos mal que dejé ir la 27 y viré –se alegró en voz alta–. Si llego a mi casa sin ella, mi señora me mata. ¡A saber dónde uno encuentra una sombrilla hoy en día!

No había terminado de hablar el flaco, cuando paró un taxi verde, de esos Chevrolet chulitos artísticamente chapisteados. Pregunté. El chofer advirtió que solo daba carreras completas. Yo sabía que no le daría un peso, de los tantos que seguramente él pediría, mas quise saber el precio. “Hasta Playa son 500 pesos, mi vida”, informó. Arrugué la frente: “Ay, mi vida, ¡por tu vida!”, pensé, pero no hablé. Di media vuelta y regresé a mi banco.

La parada se llenaba y se volvía a vaciar. Y yo allí, cual mosca boba que no mide el peligro, con ganas de orinar, con el estómago rugiendo. Dentro del zoológico los monos chillaban irritados, por la calle pasó una ambulancia pidiendo vía; en la parada una chiquilla lloraba por una chupeta que no le pertenecía y la madre insistía a la dueña que no se la diera, porque no era de ella y tenía que aprender: “No se puede tener todo lo que se quiere”, dijo la mujer y yo pensé en mi 179, mientras ella sacaba un biberón y la chiquilla lo agarraba feliz… ¡y calladita!

Miré el reloj: faltaban dos minutos para que terminara el plazo de media hora que yo misma me había impuesto. Podía haberme ido en ese mismo instante, pero en 120 segundos pasan ¡taaaantas cosas!, incluso guaguas. Esperé. Treinta, sesenta, ciento veinte segundos… Al filo de las dos menos cuarto de la tarde decidí que cada minuto es precioso para estar perdiendo el tiempo.

Crucé la calle y me dirigí a la otra parada. No había pasado ni un minuto después de haber llegado cuando apareció un P3, justo lo que necesitaba para regresar a mi casa. Confirmé que el plan de trasladarme a Playa no estaba para mí (¡menos mal que no tenía que ir a trabajar, o una gestión de urgencia!).

Arriba, la bocina reproducía a Melendi, que no entendía “el caminar de tu dedo en mi espalda dibujando un corazón”. El recorrido sería de riesgo, pues las sardinas andan con más soltura en sus latas que los cubanos en las guaguas. Mientras el corazón se dibujaba en la espalda de Melendi, a saber cuántas figuras habían trazado “sin querer” dedos extraños en otras partes de mi cuerpo que ahora no tengo intención de mencionar.

Casi a punto de bajarme, una muchacha intentaba organizar las jabas con sus compras, la cartera, una bolsa de merienda, una bebé menor de un año dormida en sus brazos y dos chiquillas en edad escolar.

–¿Te ayudo a bajar a las niñas? –pregunté.

–Gracias –dijo, mientras se abría paso entre los pasajeros que no cedían espacio para que saliéramos de la guagua.

En la acera, le devolví una de las jabas con la que también le había ayudado y curioseé:

–¿Las tres son tuyas? –dije refiriéndome a las niñas.

–No, hija, no, ¡ni que yo estuviera loca! –aseguró y soltó la risa, como si todo el tiempo hubiera sido yo la verdadera demente.

Comparte en redes sociales:

Un comentario

  1. Lo disfruté…pura Habana de estos tiempos….y de otros no menos dificiles…no es la crónica a que nos ha acostumbrado la brillante periodista.. a veces pensé que al llegar al final encontraria otra firma pero al comprobar que es de ella pensé.. esta Liu es una estrella!!!!!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos