La magia de la primera vez

Las ráfagas de viento, de por lo menos 130 kilómetros por hora, estremecieron la casa, también el agua arreció de manera incesante. Antonio Remedios trató de mirar por las rendijas de una de las persianas, pero fue imposible. Afuera todo estaba oscuro como boca de lobo. Las ramas de los árboles eran sombras que danzaban con la música tenebrosa de la brisa.

–La mata de ceiba parece que se va a partir, es todo lo que pude ver. Hace tiempo que no ocurría nada igual –le dijo a su mujer, que tenía los ojos despavoridos.

–¡Dios mío!, ¿cuándo terminará?, no soporto los ciclones. ¡Nada más que nos faltaba esto!

Todos los acontecimientos se precipitaron, apenas dio tiempo para crear condiciones. Habían seguido los partes meteorológicos con rigurosidad absoluta, el tiempo es una veleta cambiante y esta vez lo demostró: el giro del huracán dejó atónitos a los más conocedores de la materia. Ni siquiera con una bola de cristal hubiera podido adivinar el rumbo del fenómeno meteorológico.

En la finca, Antonio tuvo tiempo, junto a su hijo Julio, de recoger los animales, poner a salvo a las gallinas, vacas y ovejas. Lo que no podía salvaguardar eran las plantaciones. Esas sí sufrirían las consecuencias de la naturaleza. Contra eso, nada se podía hacer. Hubiera querido, de ser posible, hacerles un techo a los platanales, a la siembra de yuca, al arroz, y, por supuesto, al mamey. Pero, eso era imposible.

No pegaron un ojo en toda la noche. La hora más difícil fue a las cuatro de la mañana, cuando el centro del huracán estuvo más cerca. La casa de mampostería parecía que no iba a resistir. Mercedes García fue hasta el cuarto donde dormían sus dos hijas más pequeñas y las despertó. Olía el peligro que existía afuera y quería tener a toda su familia junta. Antonio fue más precavido y los conminó a alojarse en el baño de la casa, era una precaución innecesaria, porque toda la edificación tenía una potente placa, sin embargo no quería correr ningún riesgo.

Afuera sintió que algo cayó, con un estruendo tremendo: “Debe haber sido la ceiba, hace rato que el viento la doblaba”. Lo lamentó. El mítico árbol estaba en el patio de la casa antes de él nacer. Nadie se había atrevido a tocarle ni siquiera una rama porque ese es un árbol sagrado, ofrenda de los dioses, ellos respetaban la creencia de que nadie puede tocar una porque son años de desgracia.

Mas la naturaleza no tiene miramientos, ella quita lo que se le antoje, aunque duela y la gente tenga que después reponerse y seguir viviendo y construyendo.

Mercedes rezaba bajito, cada vez que sentía un estruendo le pedía a la Santa Bárbara bendita que se llevara el huracán bien lejos, que saliera el sol, que no les sucediera nada malo.

–No sé desde cuando tú eres religiosa –dijo el marido, incrédulo como siempre había sido.

–Déjame a mí, yo sé mis cosas.

–Papá, deja a mamá tranquila, no la molestes. Bastante tenemos con esto, le replicó uno de los hijos.

Estaban callados, de pronto, el viento empezó a cesar, la lluvia también disminuyó. Era una buena señal. Por un radiecito de pilas, Julio pudo escuchar el parte meteorológico. Por suerte, ya se empezaba a alejar, aunque las lluvias continuarían por un largo rato.

A Antonio le bastaron esas noticias para sentirse más tranquilo.

–Enseguida que aclare vamos a salir, quiero ver cómo están las cosas por allá fuera.

–No te preocupes, yo también te voy a acompañar –le dijo Julito, quien con sus 14 años se comportaba con la seguridad de un adulto.

–Ni pensarlo, usted se queda cuidando a su madre y a sus hermanas, yo estoy bastante mayorcito para cuidarme solo.

–Vas a necesitar ayuda –replicó Julio.

–Ya te llamaré, ahora prefiero que te quedes aquí.

Bastó la primera clarinada para que Antonio se enfundara en una capa y saliera al patio. Ya había mirado por la ventana y la ceiba estaba en su lugar, intacta, como un talismán, solo algunas ramas habían sucumbido ante la potencia de los vientos.

–Viejo, ten cuidado, mira que uno no sabe qué ocurrió. Va y de pronto vuelve el viento –expresó su esposa.

–Lo mejor de los ciclones es que cuando dicen adiós, hasta el próximo no hay más problemas.

Antonio no imaginó el desastre que tendría frente a él. Fue hasta el fondo del patio y casi todos los árboles estaban en el piso: aguacates, naranjos, cocoteros y la mata de mamey.

Se le hizo a Antonio un nudo en la garganta. Hubiera aceptado que todas las plantas cayeran, menos la de mamey. Un sentimiento lo unía a ese árbol. Hacía años lo había sembrado junto a su papá. A insistencias suyas, el padre aceptó plantarlo detrás de la casa. “Crecen mucho y demoran en dar los frutos. Es mejor comprarlos que sembrarlos”, manifestó el padre en aquella ocasión, pero finalmente, cedió.

Poco a poco, la mata fue subiendo y a los dos años era la más alta del patio. Antonio siguió cuidándola, le echaba abono, aunque no lo necesitaba. Al tercer año floreció, mas los vientos de cuaresma le arrebataron los pétalos. Estuvieron observándola para ver si por casualidad se le había quedado, aunque fuera una florecita escondida que cuajara, pero nada. Siguió creciendo y ensanchado, al punto que hubo que quitar un cocotero para que ella fuera plena.

Al quinto año el árbol dio sus primeros frutos, es verdad que fueron poco, pero sí los suficientes como para demostrar que eran los más dulces de toda la comarca.

Los años pasaron y la planta de mamey permaneció en su puesto. En la familia, unos nacieron, otros murieron como fue el padre de Antonio; sin embargo, en el patio, ella persistía como una joven lozana, cada vez más frondosa, dejando sus ramas como cobija para sinsontes y tomeguines.

Al campesino, si le hubieran dado la oportunidad de elegir un árbol entre todos hubiera preferido, por supuesto al mamey, aunque le hubiera entristecido la ceiba. Por eso le dolió tanto verlo en el suelo, arrancado de raíz.

–¡La perdimos! ─ exclamó cual si se tratara de un ser humano. No pudo evitarlo, se sentó encima de uno de los troncos y lloró como si fuera un muchacho.

–Papá, no te pongas así. ¡Ya sembraremos otra!– consoló el hijo poniéndole la mano en el hombro.

–No. Ninguna será igual. Los árboles, como los hombres, tienen su historia y ninguna se repite. A lo mejor, algún día, en el patio aparece otra mata de mamey, pero no será con la magia de la primera vez.

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