La Nave, el salvavidas del Titanic

El P-9 arrancó sin mí y supe al instante que no llegaría a tiempo a mi curso introductorio de inglés, una clase estricta con la puntualidad –al mejor estilo británico–, en donde cierran la puerta y no hay nada más que hablar. La guagua se alejó mientras la perseguía por Belascoaín, loma abajo, bajo el sol y sin aliento, y con apenas 28 minutos para alcanzar el cruce de 35 y 42, en el municipio capitalino de Playa.

Pensé en caminar hasta Neptuno, tomar un almendrón hacia el Vedado y luego otro hasta Playa, mas así tampoco esquivaría la tardanza. Me resigné. Encendí los datos móviles. Antes de que se me hundiera el Titanic, pedí una nave, o mejor, un taxi de La Nave, una aplicación que, según su propio sitio web, “conecta a pasajeros y conductores en Cuba”: lo más parecido a Uber en la Isla, con mapas, GPS, tarifas predefinidas por kilómetros…

En nada llegó José Ariel, el chofer de un Moskvich rojo y reluciente.

–¿La Nave? –me identifiqué.

–Buenas. Entra y siéntate.

Mientras él consultaba la hoja de ruta en la pantalla del móvil, elogié su carro y le pregunté si la empresa exigía algún estándar de calidad, porque “las naves” que antes había montado lucían en buen estado y una vez leí que Uber sí requería a sus vehículos cuatro puertas y con menos de 15 años de antigüedad.

Al parecer, la app para cubanos es más flexible en sus demandas: a sus trabajadores, solo les pide carnet de identidad, una foto frontal y otra lateral del auto, y una constancia de pureza total en sus puntos de infracciones de tránsito.

Con respecto a los pagos, si bien ocurre en efectivo del cliente al conductor, este último paga comisiones a la plataforma de forma online: transfiere dinero digital a un fondo de su cuenta interna de la aplicación y La Nave va descontando de allí el equivalente a 10 por ciento de los nuevos ingresos tras cada carrera.

–Me gusta esto –admitió José Ariel mientras doblaba, tal como recomendaba el programa, en dirección a Zanja–. Hay otras variantes parecidas como la de los grupos de WhatsApp, pero La Nave es más organizada y, mira, te puedes guiar por el GPS.

Al instante recordé a un viejo taxista que lleva 40 años trillando las calles de La Habana. A golpe de memoria, sin dispositivos tecnológicos. En ocasiones, cuando mi familia lo contrataba, era capaz de transitar por los dos catetos, en vez de acortar por la hipotenusa: “Voy por las calles que me sé”, refunfuñaba siempre lo mismo.

Sin embargo, depender del GPS o de la conectividad a internet resulta aún más peligroso en Cuba. En días lluviosos, o mucho tráfico en línea, o tras un corte fortuito de la fibra óptica, La Nave no sirve para nada y, por ejemplo, puede llegar a enviar tres carros a tu ubicación. Aquella vez, los dos últimos conductores en llegar me llamaron cuando ya viajaba con el primero.

— ¿Y a ustedes no les han hecho guerra? –se me escapó un pensamiento en voz alta cuando íbamos por Zapata.

— ¿Por qué? –dijo José Ariel sin preguntar “quiénes”.

—Es que no pagan impuestos…–respondí apenado.

—Ah… claro.

Entonces comenté que ese conflicto ocurre desde hace años en otros países. Incluso, al fenómeno del crecimiento de empresas virtuales en un contexto de vacíos legales impositivos dentro del ciberespacio, ya se le llama “uberización”.

No obstante, la guerra “real” sucede entre los ubers y los taxistas convencionales. Los últimos protestan porque los primeros les roban clientes y no pagan una costosa licencia para ejercer el oficio. Con tal ventaja, más la arancelaria, empresas como Uber pueden darse el lujo de establecer tarifas más competitivas.

Hace tres años, un uber venezolano me contó en Chile que recogía a sus clientes, temeroso de que un carro amarillo le azotara el guardafangos trasero o que la Policía le decomisara el auto.

Por su parte, los taxistas oficiales se pasaban la carrera despotricando de los ubers: que si secuestraban, violaban y otros cien pecados… pero a la hora de bajarme, uno muy legal, y también muy truhan, osó cobrarme más de lo que indicaba el taxímetro.

–Bueno… quizás sí se complique La Nave –reflexionó José Ariel, sin desánimo–. Entonces hay que aprovecharla mientras dure.

***

Faltaban nueve minutos y aún bordeábamos el cementerio de Colón. Cruces en la piel del muro… otras enormes y epitáficas tras la gran pared exterior… una más, tatuada en el brazo del conductor… o no era una cruz, pero quién recuerda esos detalles.

A cada rato consultaba la hora y volvía a atender la cháchara de José Ariel. Me dijo que 15 carreras en una jornada laboral representan un día lucrativo. Sin embargo, para lograr tal hazaña, él necesita estar “arriba” del teléfono, “pinchando” rápido, para que otros conductores de La Nave no le quiten los clientes.

–Aquí la talla es no viajar vacío… –dijo, y dobló en busca de la Avenida 23–. No gastar combustible por gusto. Y donde dejo a un cliente, por esa zona me quedo hasta que aparezca el otro.

Esto explica, en parte, por qué es difícil que te recoja una nave en los municipios periféricos de la capital.

–Guanabacoa, San Miguel, Cotorro… a ninguno de esos lugares voy. Las calles son malísimas. ¿Y qué pasa si te rompes por ahí y te quedas “botao”? ¿Cómo resuelves? Además, después se complica encontrar clientes por esas zonas. Casi que, obligado, tengo que ir hasta Diez de Octubre a buscar algo.

–¿Y nunca alguien te ha cancelado un viaje cuando estabas en camino de recogerlo? –quería expiar un remordimiento que tenía atragantado desde hacía unas semanas.

–Sí, una pila de veces. No se puede coger lucha, si no te vuelves loco. Cuando sucede, freno y espero la próxima solicitud.

–Una vez cancelé un viaje y me dio tremenda pena –me confesé, al fin. Venga la hostia.

–No, chico, eso es muy normal. Ahora… lo que sí me molesta es que pidan “la nave”, me confirmen por escrito y luego yo vaya hacia allá y no aparezca nadie. ¡Eso sí que no lo soporto!

Hice bien en no contarle que, aquella vez, cuando cancelé la carrera, antes ya había confirmado por escrito y el carro incluso estaba llegando al lugar acordado. En ese justo momento apareció un autobús que me ahorró 125 veces el precio del carro.

De cualquier manera, la conversación tomó otros rumbos.

José Ariel quizás no lo sepa, pero, como él, todos los ubers parlotean muchísimo. De hecho, si quieren conservar su puesto en la compañía, se recomienda que mantengan sus calificaciones de conductor por encima de 4.6 puntos (o estrellas). Y como dicha puntuación se calcula al promediar los votos de los últimos 500 pasajeros sobre sus experiencias obtenidas, a un uber no le queda de otra que confiar en la subjetividad y el sentido de justicia de cada una de esas 500 personalidades incógnitas.

Es tal la polémica en torno a la poca objetividad del sistema de calificación que, en San Francisco, Estados Unidos, algunos conductores de Uber o Lyft (compañías semejantes, competidoras entre sí dentro del mercado norteamericano), ponen carteles en el interior de sus vehículos que explican el “verdadero” significado tras cada valoración por estrellas.

Uno de ellos –leí en una revista de innovación y tendencias–brindó, mediante una tabla pegada con cinta adhesiva, su propia interpretación del sistema de Lyft (muy similar al de Uber):

“Cinco estrellas: ‘Me llevó a donde necesitaba ir’. Cuatro estrellas: ‘Este conductor apesta, despídelo lentamente’… Demasiados de estos y puedo terminar sin hogar. Tres estrellas: ‘Este conductor apesta tanto que no quiero volver a verlo nunca’. Dos estrellas: ‘Tal vez el auto tenía algo peligrosamente mal o iba a 120 en una zona de 40 millas’. ¿Una estrella? ¡Posiblemente se cometan amenazas o actos de violencia!”.

Sin embargo, la apuesta más segura para el chofer sigue siendo mostrarse amable, sonriente, entablar temas de conversación, ofrecer confort… vaya, caer simpático. Y es cuando, sin aditivos ni fertilizantes, brota todo tipo de diálogos desde la guantera.

El clima, la política, la economía, el tráfico, el clásico “usted no es de por aquí, ¿eh?”; otra vez el clima y sobre más, mucho más, se puede acabar hablando en un recorrido en Uber.

“¿Hablas con los taxistas?”, se alarmó; en cierta ocasión, una amiga mía peruana; la misma que, extrañada, en una charla me dijo: “¿Pero no crees en Dios?”.

En Perú los transportistas son gente igual de habladora, si bien no escuece la guerra entre ubers y taxitas (estos últimos son los mismos que los primeros y viceversa, y los de otras compañías, además; porque en las calles de Lima quizás haya más taxistas que peatones y el tráfico es tan horrible que solo se maneja en días alternos, según la paridad del último dígito de la placa).

Y repito, charlaba con cada uno de ellos. Una vez me topé con un hombre cincuentón de humilde elocuencia, procedente de lo que allí llaman “la sierra”; o sea, de las regiones andinas del Perú. Con su acento peculiar, con distinta cadencia respecto al habla neutro de los limeños, empezó preguntándome si yo era gringo.

–No, soy cubano.

–¿Y cuánto tiempo llevas viviendo aquí? –indagó sin tapujos.

–Estoy de visita. Me iré la semana próxima.

–Deberías quedarte: aquí hay muchas mujeres hermosas… y vírgenes.

Las peruanas reían, se enfadaban o morían de la vergüenza cada vez que les contaba esa anécdota.

Al igual que en otras latitudes, los conductores de La Nave –y también boteros y taxistas–, conversan tanto como un recluta en su puesto de guardia. Y entre los disímiles giros discursivos, preponderan las catarsis por cualquier cosa: la crisis, el excesivo precio de los neumáticos, el imbécil que lo adelantó por la derecha, la anciana que cruzó de aceras como suicida, que si la nueva visa de Panamá y los volcanes sin visado de Nicaragua…

Mas José Ariel no era así. Para nada. Se veía optimista, chévere, y era, además, un genuino interlocutor. Me caía tan bien que lo tuteaba y hasta le trataba de “bro”.

–Déjame allí, en la iglesia –señalé, cuando ya bajábamos por la calle 42, a una cruz que sobresalía. En ese templo, la clase de inglés empezaría en dos minutos.

¡Llegué a tiempo! Frenamos y, agradecido, le pregunté el costo de la carrera. Eran 285 pesos. Fuera del auto, le extendí, apurado, 290 pesos al contado. Contando los segundos, esperé el cambio.

Mi “bro” me miró como Cristo a Judas. Finalmente,  recibí una morocota que parecía nunca llegar y me despedí, satisfecho, y alejándome le dije: “Y no, no creo en Dios”.

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