Los primeros pasos de Alicia Alonso

Por Pedro García Suárez

***

Un 2 de noviembre pero de 1943 la Prima Ballerina Asssoluta del Ballet Nacional de Cuba, Alicia Alonso, debutó en el personaje protagonista del ballet Giselle, con el American Ballet Theatre, en el Metropolitan Ópera House de Nueva York.

Para recordarla, hoy compartimos una entrevista publicada en las páginas de Bohemia el 15 de febrero 1963, donde ella cuenta sobre sus inicios artísticos y cómo llegó a ser conocida por el nombre de Alicia Alonso.

***

¿Así que su nombre verdadero no es…?

—¿Alicia Alonso? No. Mi padre se llamaba Antonio Martínez Arredondo y mi madre, Ernestina del Hoyo y Lugo. Así que mi nombre real es Alicia Martínez del Hoyo.

—¿Y cómo fue que se convirtió en Alicia Alonso?

—Bueno, le diré…

—Yo no había visto nunca Ballet en mi vida hasta que tuve unos ocho años. Recuerdo que cuando era pequeñita, para hacerme feliz, mi madre me encerraba en una habitación con una victrola en la que ponía varios discos, y allí me quedaba yo escuchando música por largo tiempo, completamente embelesada, Y allí, solita, me ponía a bailar con unas cintas o una toalla —¡cualquier cosa servía! Nosotros éramos cuatro hermanos: dos varones y dos hembras. Mamá sabía que los dos varones andaban por la calle, que la mayor estaba en cualquier lugar de la casa conversando con una amiga y que la más chiquita estaba allí, en aquella habitación, bailando al compás de los discos de la victrola.

Mamá tocaba el piano, toda la familia hacía imitaciones, recitaba. Ese era el mayor goce de mi padre: poderse reunir por las noches con todos nosotros para disfrutar de una improvisada velada familiar. Recuerdo a mi tía imitando a las cantantes de ópera, amigos que venían también a tocar guitarra y a cantar…

¡Mi padre tenía un oído “fatal”! No sabía ni cuando tocaban el Himno. Tenemos que avisarle cuando lo tocaban en un lugar público para que se pusiera de pie. No es que estuviera sordo o que tuviera algún defecto en el oído, ¡no!  Se trataba simplemente de que no sabía distinguir una música de otra, y como era teniente del Ejército, ¡imagínese usted qué problema al no poder distinguir el Himno Nacional de otra música!

***

—Yo ensayo hora y media todos los días, sin faltar uno.

—Y si no ensaya todos los días,  ¿qué le sucede Alicia?

—Si un piano no se toca se pone fuera de tono, si un violín no se toca, desafina. Eso mismo le ocurre al cuerpo: para afinarlo, para ponerlo en tono, hay que practicar, ensayar, todos los días, todos los días del año.

—Un día… mire, esto es muy simpático y revelador. Hace poco, estábamos aquí en la Escuela ensayando, y había un grupo de obreros de la construcción trabajando en las reparaciones del local, y se pusieron a mirar cómo bailábamos. Cuando terminamos el fatigante ensayo, un albañil me dijo: “Óigame, ¿usted sabe que ustedes sudan más que nosotros trabajando?

Y en realidad, el ballet es duro, agotador, pero, por supuesto, ¡no lo cambio por nada en el mundo!

***

En cierta ocasión se nos presentó un viaje a España. Iríamos mis padres y hermanos y yo. Mi abuelo (que se quedaba en Cuba) le pidió a mamá que de regalo le trajera de España que Cuca (mi hermana) y yo regresáramos sabiendo bailar danzas españolas.

Así fue que los primeros bailes que aprendí en mi vida fueron bailes españoles: sevillanas, malagueñas, fandanguillos, jotas, de todo. Yo tendría entonces unos ocho años. Era un alambrito, prieta, con unos ojazos enormes y una boca muy grande. ¡Imagínese usted aquella “cosa” bailando danzas españolas!

Cuando regresamos a Cuba seguí con mi manía de danzarina. Me levantaba con las castañuelas puestas. Seguía oyendo discos en la victrola, bailando sola en aquella habitación con toallas (a manera de velos), y con el pelo largo, muy largo.

Se abrió después la Escuela de Ballet de Pro Arte Musical, para los hijos de socios. Como el dinero de la casa no alcanzaba al principio para las dos, Cuca empezó primero. Yo, unos meses después. Mi hermana me enseñó los primeros pasos de ballet, mostrándome lo que ya había aprendido.

Cuando empecé a recibir lecciones no tenía zapatillas ni vestido de ballet.

Recuerdo la primera vez que entré en la Escuela de Ballet, en el Auditórium. Lo recuerdo como si fuera hoy, y apenas tenía nueve años. Hay cosas que no se le olvidan nunca a una.

Aquel día yo no pensaba en empezar las clases. Iba sólo a curiosear, pero me dijeron:

—Si ella quiere, puedo tomar las clases ya, desde hoy mismo…

Mamá me miró alentadoramente y me preguntó:

—¿Te atreves?

Todavía no lo había acabado de decir y yo estaba corriendo para el escenario. Todas las barras estaban ocupadas. Tuve que atravesar el escenario a la carrera y al pasar delante de un hombre con una cara de mal genio tremenda, este me dio una nalgada. Era Nicolás Yavorsky. Yo seguía corriendo hasta ocupar el único sitio que quedaba vacío en las barras: el que estaba más cercano al público. No sentí ni miedo ni preocupación ni nada; lo que sentí en aquellos momentos fue una gran felicidad.

Desde entonces viví prácticamente en el Auditórium, crecí en ese teatro, el ahora “García Lorca”, en el cual precisamente he tenido el placer de bailar últimamente.

Entonces no habían en Cuba zapatillas de ballet, ni mallas. Los trajes de ballet nos lo hacían con telas de trajes corrientes. Bailábamos con zapatos de tennis.

Las únicas que tenían zapatillas de ballet lo conseguían de familiares o amigos que viajaran por Europa y se las trajeran. De ese modo, traídas de Europa, las tenía una compañerita: la Vázquez Bello, y cuando ella a su vez fue en cierta ocasión a salir de Cuba, le dijo a Yavorsky que le dejaba las zapatillas para que él se las diera a cualquier muchachita, a la que le sirvieran.

Cuando llegué al teatro aquel día me encontré con Leonor Albarrán, que me dijo, de lo más agitada: “Húngara (así me decían familiarmente), corre, corre! ¡Hay unas zapatillas de ballet para la que le sirvan!”.

Yo salí corriendo como un bólido. En el escenario, en la parte de atrás, había un montón de chiquillas tiradas en el suelo, y se oía a Yavorsky diciendo: “Ahora Tú”, “Ahora tú, chica”, “Ahora, pruébatelas tú”, y así. No comprendí por qué aquellas zapatillas no le servían a nadie si todas más o menos teníamos el mismo tamaño de pie. Eso me tenía intrigada. Cuando me tocó el turno de probarme las zapatillas descubrí cuál era la cosa: estaban rellenas de algodón en el fondo. Saqué el algodón, me puse las zapatillas de lo mejor y salí corriendo en punta donde estaba mi madre, gritando de lo más contenta: “¡Mira, mamá!” Ella estaba abajo, en la primera fila de las lunetas, junto con las madres de las otras chiquillas.

Figúrese, después no me quitaba las zapatillas ni para dormir. Mamá me regañaba: “No, no, quítatelas para acostarte, mi hijita”. Yo tenía diez años cuando eso.

***

Conocí a Fernando, mi esposo, siendo aún una niña. Él iba siempre al ballet con su mamá, que fue primero Tesorera y después Presidenta de la Escuela de Ballet.

Yo, cuando niña, para mis juegos solitarios, tenía muchas muñecas y muñecos de papel (uno de los personajes de mi mundo infantil era Fernando). No es que estuviera ya enamorada de él, al menos conscientemente, creo, si no que era amigo nuestro, estaba en el círculo de nuestras amistades.

Recuerdo que en cierta ocasión Fernando fue a casa, y yo le abrí la puerta, y después salí corriendo en punta de pie con las zapatillas de ballet puestas, y él comentó, riendo: “¡Por eso esta chiquilla baila tan bien, si no se quita la zapatillas ni en la casa!”

Mamá me cosía las zapatillas, las remendaba, les ponía forro postizo. También me hacía los trajes de ballet, llegó a hacerse una verdadera experta en todas esas cosas.

Y bien, así fui creciendo y bailando, creciendo y bailando.

Después, Fernando y yo nos hicimos novios. Nos casamos y más tarde fuimos a los Estados Unidos. Allí él trabajó en una oficina y yo, que estaba en estado, hacía el oficio de ama de casa.

Un día, mi marido estaba haciendo ejercicios en un gimnasio cuando lo vio un famoso bailarín ruso, Michel Mortkin (que había sido compañero de la Pávlova), y le animó para que formara parte del grupo de Ballet que hacía representaciones en distintos lugares de los Estados Unidos.

Cuando a Fernando llegó a casa y me habló de la proposición que le había hecho Mortkin, yo le dije: “Si tú te metes a profesional, ¡yo también!”.

Yo, por mi parte, siempre había seguido practicando ballet, aunque fuera sola en mi cuarto.

Mes y medio después de dar a luz a mi hija Laura, ya estaba yo bailando junto con Fernando en unas comedias musicales. Cuando se referían a mi decían “Mrs. Alonso”. Fernando rectificaba: “No, she is Martínez” (No, ella es Martínez). Pero le respondían: “No, it’s O.K. Mrs. Alonso”. Y ya nunca dejaron de llamarme así.

—¿Entonces, fue así como Alicia Martínez se convirtió en…?

—¿Alicia Alonso? Sí.

Comparte en redes sociales:

Un comentario

  1. Muy interesante este trabajo, y que bueno que se retoma de una BOHEMIA antigua. Gracias por este fragmento de la entrevista con Alicia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos