Montparnasse

Por Ramon Vasconcelos

Publicado el 3 de Abril de 1938


Ramon Vasconcelos, uno de nuestros más inquietos escritores, que es, además, uno de los criollos que mejor ha aprovechado su tiempo en Europa, está haciéndonos conocer su abundante producción inédita en sucesivas obras. La que más recientemente ha visto la luz pública, “Montparnasse”, recoge una serie de impresiones captadas en el corazón de la cultura mundial. Esta crónica, un bello capítulo de “Montparnasse”, sirve para dar a nuestros lectores una idea de la magnitud de esa última producción de Vasconcelos.

***

En todas partes hay mujeres que pintan, pero en todas partes se dedican a flores, a naturalezas muertas, a tímidos paisajes, y cuando reproducen el cuerpo desnudo, a simples academias de recetas, sin audacia, sin personalidad.

París da pintoras de otro tipo. En París, la mujer pinta como el hombre, se emplaza en sus puntos de vista, tiene su misma concepción estética y concibe el arte con idéntica independencia que él. Las piernas de una modelo y un modelo desnudos no son sino musculatura, línea, forma, motivo de estudio, y hasta de admiración, y hasta de pasión.

Berthe Franceschi, por ejemplo, no es una pintora; es un pintor, una artista que persigue con la pupila alerta la hermosa curva de un seno femenino o tórax de un atleta. Los pudores de una artista son: inmoralidad, porque niegan el culto ingenuo de la belleza, o incapacidad, porque no saben descubrirla. La escuela de Montparnasse prohíbe esos pudores. A las sesiones de dibujo libre de “La Grande Chaumiere” concurren más mujeres que hombres; pero si los cuadros de las exposiciones no estuvieran firmados, nadie podría decir a qué sexo pertenecen sus autores. Los trazos son vigorosos, la composición es valiente, la construcción y los valores obedecen al mismo método o canon. Lo demás son detalles de técnica personal, de estilo y de filiación. Marie Laurencin no es hombre ni mujer, sino Marie Laurencin… Y Berthe Franceschi no es sino un pincel montparnassiano de primera fila. Ved este desnudo de muchacha. Ve los retratos de Parra y Zoulumián; ni Zoulumián, ni Parra, darían unas pinceladas más robustas. ¡Que energía concentrada, que expresión de voluntad activa, que masculinidad hay en la cara de Parra! ¡Y que delicadeza melancólica en la de Zoulumián! Entre la mujer que pinta y el hombre que posa no hay el menor corchete biológico. La mujer no es más que sensibilidad artística, pincel, paleta, lienzo; el hombre no es más que modelo, materia picturable.

Ved después, la tela que fue la nota sensacional de un salón de Surindependientes. “A la maniere de…” ¡Buena broma les gastó a los maestros de la pintura moderna! El gendarme del aduanero Rousseau, la odalisca de Matisse, la muñequita que juega con el gato de Marie Laurencin, la guitarra de Picasso, la tarjeta postal de Utrillo, Van Dongen, Fujita, harán sonreír a los artistas copiados, pero también les hará admirar la flexibilidad del talento interpretativo de Berthe Franceschi.

Berthe pinta mejor que nada como Berthe. Es francesa de Besanzón, hija de un artista y de una burguesa. La línea oblicua de los ojos la aproxima a la raza amarilla, pero por sus venas corre sangre de los abuelos venidos de Italia, madre fecunda del arte.

Tiene los cabellos oxigenados, la nariz fina, las mejillas sonrosadas un lunar en la boca y una sonrisa de optimismo que la ilumina.

Su  primer profesor fue su padre, artista  de gran  talento.  Enviada a París a los diecisiete años y admitida en la   Escuela de Bellas Artes a los dieciocho como una   concesión especial, estuvo’ cinco años estudiando, hasta adquirir un dominio completo del oficio y una compresión inteligente de los viejos maestros, base de toda cultura artística.

Su primera Exposición en el Salón de Artistas Franceses fue bien acogida por la crítica; en distintas ocasiones obtuvo recompensas, entre ellas el Premio del Instituto, que rara vez se concede a una joven.

Sus progresos han sido incesantes y su talento se ha renovado y amplificado a medida que su cultura artística ha ido mostrándole nuevos horizontes. Su paleta ha ganado en frescura de color, y el dibujo ha tomado formas más vivas. Esa transformación no ha sido bien vista por los jurados de los Artistas Franceses, encerrados en una ciega estabilidad y en la rutina por la única razón de ser fieles a la tradición.  Y el arte es la eterna transformación en la conquista de las altas formas del espíritu y de la sensibilidad humana. Respetar la tradición no significa quedarse en el mismo punto que los abuelos, al contrario, es indispensable avanzar para quedar en la tradición y merecer su respeto, sin que haya en esto paradoja.

Los jurados hicieron   observaciones caprichosas ante una tela de Berthe. Ella se concretó a recoger la tela y   abandonar el salón para siempre. Jamás volverá a someterse al laudo de un jurado. Entró en los Independientes de Signac, pero le pareció que se estancaban y se unió a los Verdaderos Independientes, que acababan   de nacer como resultado de una escisión.

Los Verdaderos Independientes dejaron de ser un centro de inquietud artística, convirtieron su salón anual en un bazar de extravagancias y   también los abandonó. Actualmente milita en   los Surindependientes, medio sano, purgado de viejas rutinas, en que un grupo de jóvenes trabaja con amor al arte.

Un cuadro de Berthe Franceschi es un hallazgo de armoniosos colores y de equilibrio total de la forma. La artista está dotada de una gran sensibilidad. Desde que su pincel empieza a poner colores en la tela blanca, se nota la justeza del tono, un cuarto de hora después el alma del modelo se ha hecho perceptible.

Franceschi siente la sensualidad artística que trasciende de una carne femenina o masculina como de una azucena o de una rosa.    Los numerosos   retratos que ha ejecutado son obras a través de las cuales se penetra en el misterio de los seres.    El desnudo la atrae. Quisiera pintar, pintar sin detenerse, los senos llenos de vida de la mujer, sus piernas delicadas, sus brazos de curva graciosa, la languidez del abandono. O los rectos muslos de un bóxer, los tendones de acero, tensos bajo la piel, y las venas henchidas por el esfuerzo. Para ella la única belleza efectiva es la creación de la Naturaleza.  Lo demás, es asunto de jurados, cosas decorativas, de bazar, receta de cocina. Y a una artista, la cocina no le dice nada.