Tokio y el forastero curioso: el templo de Sensoji

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Tokio, mar (PL) Atraído por la génesis misma de la cultura y la vasta historia japonesa, el forastero curioso está obligado a visitar el templo de Sensoji en el momento mismo que sus pies acaricien los vericuetos más íntimos de esta capital.
Un tren y media hora de camino a pie nos separaban del santuario. Pero no había excusa alguna. Sin pensarlo dos veces enrumbamos el barco hacia el corazón del templo budista más antiguo de Tokio, dedicado a Kannon, la deidad de la misericordia.
Había frío mañanero, bastante, apenas cinco grados Celsius nos acompañaron durante la intrépida travesía hasta arribar a Kaminarimon, la puerta de los truenos, la entrada exterior del ancestral templo, ubicado en el barrio de Asakusa.
La puerta, custodiada por Fujin, el dios del viento, y Rajin, el dios del trueno, nos abre un exquisito espectro de magia y color, nos invita a deleitarnos con la sabia del tokiota, nos adentra en un mundo surrealista repleto de pequeños comercios y estrechos callejones hasta llegar al templo de Sensoji.
Una calle de 250 metros de largo, con decenas de pequeñas tiendas nos separa del recinto sagrado. En ese trayecto se pueden adquirir desde dulces típicos, kimonos, espejuelos o abanicos hasta un filoso -y muy caro- sable samurái.
Cuenta la leyenda que se erigió en el siglo VII. También nos recuerda que sobrevivió a los bombardeos de la II Guerra Mundial cuando otros templos, muchos, fueron reducidos a ruinas y cenizas.
Antes de entrar al santuario hay tres stops obligatorios. Bueno, hay muchos más, cientos, pero esos en específico invitan al viajero supersticioso -mucho más al forastero- a cumplir con rituales estrictos.
Primero, por 100 yenes (poco menos de un dólar), llegas a una especie de casillero, donde agitas un pequeño contenedor de metal y sacas un papelito de la suerte, llamado omikuji, el cual a su vez debemos amarrar en una pequeña valla para, obviamente, que se cumpla lo escrito en él.
A los pocos metros chocamos con un enorme tanque donde las personas, una tras otra sin detenerse, encienden y queman pequeñas barritas de incienso, que, según la fábula, aleja las enfermedades y fortalece a los más débiles.
Después, justo antes de entrar al templo, debimos hacer una ceremonia de ablución, para -dicen- despojarnos de toda maldad y contaminación. El rito, a groso modo, consta de lavarse las manos y la boca con agua pura que brota desde una roca situada debajo de una estatua de bronce.
Entonces llegó el plato fuerte. La entrada a Sensoji. Por ley, nadie puede sacar fotos o filmar videos en el habitáculo de la deidad.
Con Ricardito, Oscar y Sara, mis amigos de aventura, subimos la escalinata, rodeados de un mar de personas, lo mismo japoneses, americanos que europeos, niños, jóvenes, adultos y ancianos de todos los confines, animados por rendir tributo a Kannon, a quien se le arrojan monedas en busca de paz espiritual y misericordia.
Al salir nos miramos y sentimos paz interior, aunque a modo de curiosidad comentamos un detalle incómodo: ‘El lugar está repleto de esvásticas’. Eso nos chocó. Todos conocemos la historia de Japón y el significado maquiavélico de ese símbolo nazi.
Pero todo se aclaró y volvió a la normalidad al instante porque al averiguar sobre el tema nos enteramos que en el budismo la esvástica está relacionada con el origen del mundo y sus cuatro elementos madre: fuego, agua, viento y tierra.
Respiramos profundo.
Antes de irnos a cumplir con nuestra profesión y la cobertura al IV Clásico Mundial de béisbol, tuvimos tiempo aún para visitar todo el impresionante complejo de templos erigido alrededor del santuario principal, bien cerca del río Sumida.
Al irnos notamos que el viejo Tokio se apropió para siempre de nuestras almas. El viaje de regreso sería una odisea inspiradora.