Para toda la vida

Por Eduardo Zamacois

Publicado en la edición del 21 de septiembre de 1919

 

Desde pequeñín fui adorador de las cosas transitorias y de los momentos provisionales. Todo lo circunstancial, lo efímero, por serlo, acicateaba mi sensibilidad.

–Esto se va –pensaba– y debo aprovecharlo bien porque se va. Este mi último concepto de la “hora presente”, disgustaba a mi madre, espíritu fuerte lleno de cautelas y luces de previsión. Es interesante para el psicólogo ver cómo todos los millones de almas humanas pueden agruparse alrededor de los tres tiempos del verbo “ser”. Nuestro mundo interior es tal que una torre que sólo tuviese tres ventanas.

–“Yo fui” –suspiran los tristes, los sentimientos torturados por la imposibilidad de detener ____, de encadenarle al Tiempo los pies…

–“Yo soy” –exclaman los alegres, los sabios, los imprevisores, aturdidos bajo el imperio triunfal del presente de indicativo.

–“Yo seré” –dicen aquellas voluntades enérgicas, verdaderamente progresivas, para quienes el “Hoy” no es más que un medio de conquistar el “Mañana” y vencer en él.

Mi progenitora, pertenece al tercer grupo; mi padre y yo formamos entre las filas –menos numerosas de lo que se cree– del grupo intermedio. En esto somos irreductibles; ahora como antaño, lo Futuro –dentro, claro es, de nuestra insípida existencia cotidiana– continúa ¡gracias a Dios! aportándome una hija.

Un día –por aquella fecha yo no levantaría cuatro palmos de suelo– mi madre me compró un par de botas; estaban las malditas duras como borceguíes, tenían las suelas claveteadas y las puntas revestidas de latón.

–¿Qué te parecen? –inquirió.

Yo las miraba sonriendo. Desde luego me parecían muy bien; me gustaban porque no las había visto nunca, porque eran nuevas; me gustaban porque me traían “una sensación”.

–Si eres cuidadoso –añadió– tendrás botas “para toda la vida”. Me épensativo. Por primera vez las palabras maternales parecían abrirme las puertas del Mañana obscuro; en mi almita de pájaro la intuición acababa de verter una gota de veneno. Vi los días, los meses, los años… que estaban por venir, y la idea de Eternidad unida a aquellas botas, me apenó; yo no podía resignarme a meter allí mis pies para siempre.

–Si no las quieres las devuelvo –insistió mi madre, que no comprendía mi actitud tibia.

Yo hice un ademán negativo y me puse las botas. Pero las estrené sin alegría. Aquellas botas “para siempre” tenían algo de ataúd, de definitivo, de inexorable, y llegué a pensar que la eternidad de Dios debía ser una cosa así…

Con el noble propósito de educarme de manera que yo no perteneciese al número de esos pobres diablos “que viven al día”, mi madre siempre que me compraba algo, añadía a su regalo las mismas palabras proféticas. Por siempre

–Aquí te traigo este sombrero. ¿Te gusta? ¿Sí?… Pues si sabes cuidarlo, tendrás sombrero “para toda la vida”.

O bien:

–¡Mira que traje te he comprado! Cuídalo, y te durará “toda la vida”.

¿Pero qué noción demostraba poseer mi madre, al hablar así, de la moda, de la resistencia de las cosas y del crecimiento de los niños?… Lo cierto es que a mí estas reflexiones me afligían, y que experimentaba un dolor de esclavitud y hasta de asfixia, dentro de todas aquellas prendas perdurables.

Mucho más tarde, siendo yo un hombrecito estudiante de Filosofía y Letras en Madrid, mi madre me regaló un gabán. Lo había encargado a París, a los almacenes –clásicos podríamos llamarlos– de Le Primtemps, y, realmente, me vestía muy bien. Era gris, de un gris claro, y me iba muy apretadito al cuerpo, conforme a la moda de la época. Catorce duros costó.

–No creas –dijo mi madre clavándole un comentario regañón a mi alegría de estrenar– que voy a dejarte llevar ese gabán a la Universidad.

–¿Por qué?…

–¿Cómo –replicó– acaso no sé lo puerca que están las aulas y lo abandonado que tú eres?… No lo sueñes. Un gabán de catorce duros no es para todos los días. Te lo pondrás los domingos y cuando haga buen tiempo.

No protesté. En realidad, mi obediencia no me infligía sacrificio ninguno, porque yo amaba mi capa, mi parda y agujereada capita estudiantil; en cuyos esbozos, de estridente policromía más de una modistilla, al acercarse a mí en un abrazo, había dejado una huella de polvos de arroz…

Aquel primer domingo no pude estrenar el gabán porque llovía. Al domingo siguiente, y al otro y al otro… sucedió lo mismo. Mi madre, aunque nada decía, mal podía ocultar su contento de que el gabán permaneciese intacto. Al cabo el invierno se fue y el gabán, con todas las demás prendas de abrigo descendió al fondo de un baúl que apestaba a naftalina. Mientras lo acondicionaba delicadamente, con la suavidad de quien maneja un niño dormido entre dos largas hojas de papel de seda la autora de mis días iba deslizando en mi distraída mollera estas frases prudentes:

–Aprende, para cuando tengas que bandeártelas solito. Los pobres debemos cuidar mucho lo poco que tenemos para que nos dure. Fíjate. Esto se dobla así: las mangas a este lado, las solapas así, para que no se arruguen… ¡Ajajá!… ¿Ves? Si eres cuidadoso, como yo quiero que seas, tendrás gabán “para toda la vida”.

Durante aquel verano yo engordé, crecí… y cuando volvió el invierno el gabán se me había quedado estrecho. Me oprimía la espalda, los brazos, las axilas; me congestionaba; era como una enorme mano que me apretase a la vez por todas partes y atajara en mis venas la circulación. Hube de renunciar a él. ¡Es lógico! Si la naturaleza es mutación, renovación constante, si la transformación constituye el fundamento preciso de la Vida, ¿a qué buscar la inmovilidad? Si no podemos detener al tiempo ni sustraernos a su acción, sigámosle, pero imitándole para que sus dilectos aromas de Olvido penetren blandamente en nosotros.

¿“Para toda la vida? …”

¡No, madre! ¡Al contrario! Únicamente es agradable lo que dura poco. ¡Es la vida tan breve y tan bella, y la cruzan tantos caminos!…

Seamos nobles, seamos compasivos y sin cesar un instante de afirmarnos misericordiosos y leales, bebamos la droga mala del Olvido. No seamos ingratos, no abandonemos a nadie en el dolor que involuntariamente le causamos, pero olvidemos ese dolor. Olvidar y ser olvidados, ¿dónde hay nada más dulce? ¿No se lleva el Olvido los rencores, los odios y el hastío de los afectos demasiados largos?…

Hermanas, hermanos:

Cada vez que olvidamos, una nueva luz de amanecer penetra en nuestro corazón.

Pajaritas de papel

Esto sucedía en Sevilla, en una casa de la calle Gerona y bajo la mirada apacible de una vieja lámpara de petróleo. La escena en el comedor. Hora, las nueve de la noche. Mi madre se había acostado. Mi padre, sentado enfrente a mí, leía “El Imparcial” extendido sobre la mesa, sin una arruga, porque mi padre tenía la costumbre de alisarlo y plancharlo bien con las manos, antes de ponerse a leer. Yo, los codos en la mesa y los dedos como garfios bajo el bosque de mi peluda cabeza, estudiaba en la Gramática de Fuentes y Martin los secretos de la sintaxis latina. ¿Por qué la construcción de la oración _ debe ser diferente a la oración o proposición B.?…

Lentamente los hilos de araña del sueño iban enredándose a mi espíritu y agarrotando los sutiles mecanismos de la memoria. Las ideas se desarticulaban; un polvillo gris parecía descender, con la luz, sobre las dos anchas páginas del librote de texto, pesado y denso como un ladrillo; los renglones se emborronaban en una especie de ceniza. Mis brazos se aflojaban. Ya no podía decirse que me apoyase en la mesa con los codos, si no con los sobacos.

Pero yo no quería rendirme ni al cansancio ni al fastidio; yo era uno de “los gallitos” del Instituto, y aspiraba en Latín, como en Historia de España, al “número uno”.

Mi padre, compadecido de las torturas a que me sometía mi pundonor estudiantil.–Eduardo, ¿por qué no te acuestas?

Yo, sacudiendo mi duermevela.–Todavía no me sé la lección.

El.– Mañana madrugas y te la aprendes en un periquete.

Yo, atropellando desvergonzadamente la verdad.–Es que si me acostase sin saberla los remordimientos no me dejarían dormir.

Un silencio. Yo cierro los ojos creyendo que mi padre no me ve.

El.–Eduardo…

Yo.–¿Eh, papá?

El.–Vete a la cama, muchacho.

Yo.–¡Dale!… ¡Pero si no tengo sueño!…

Otro silencio, más dulce, más largo. Mis codos resbalan poco a poco hacia afuera, sobre la mesa, lo que me obliga a bajar la cabeza. Mi barbilla casi se apoya en la odiada Gramática: no la leo: “la bebo”…

Al fin me quedo dormido. Cuando despierto, experimento una sacudida de vergüenza y de cólera. Mi padre se ha marchado y después de ponerme sobre el texto latino una pajarita de papel. ¡Luego mi padre no creía en mi aplicación y se burlaba de mí!… Aquella pajarita de papel colocada sobre la austeridad de un libro de texto, era un epigrama, era una pirueta…

También, según luego he comprobado, era una enseñanza.

La pajarita conque aquella noche –y otras muchas– mi padre, gran humorista, se rio de mí vale la obra de Eca de Queiroz. Su filosofía irónica es enorme. Ella me ha enseñado a ser comprensivo y molesto y a no afligirme desmedidamente en las situaciones graves. “Todo se arregla al cabo” –pienso.

¡Padre y maestro!… Gracias a ti, sobre los problemas más ingratos de mi vida, sobre mis dolores más crueles, he visto surgir de pronto, alegre, consolada, semejante a un arcoiris, una pajarita de papel…

Comparte en redes sociales:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos