Remedio contra la claustrofobia

“Allá lejos y hace tiempo…” comenzaba diciendo un libro de mi infancia. La frase ha vuelto a mí reiteradamente, a veces con un halo de ironía; otras, de añoranza. Hoy ansío retornar a un jardín paradisíaco, casi en el centro de Cuba, un oasis rodeado de asfalto. Lo conocí por casualidad, había viajado a Santa Clara por razones de trabajo y ya el último día, con el equipaje listo, un conocido me alertó: “No puedes irte sin conocer ese sitio”.

Desde este asfixiante cubículo (¿o caja de cristal y metal?) viajo mentalmente unos 260 kilómetros, enrumbo hacia la calle Nueva entre Hospital Militar y carretera a la Subplanta, atravieso el portón de Naturarte. Soy de nuevo la invitada sorprendida al saber que aquel refugio colmado de árboles, aves, peces, con su fabuloso despliegue de colores, fue un vertedero.

Me lo contó el propio creador del emprendimiento (palabra de moda, aunque eufemística), luego de que nos presentaran. Ermes Ramírez había sido actor profesional, en el teatro y la TV. Un día decidió salir de La Habana, cual hijo pródigo reasentarse en su ciudad, dedicarse a la artesanía y a las artes plásticas. Mientras recorríamos los senderos, lo escuchaba.

“Para montar el taller de cerámica, empecé en 1998 limpiando el patio de la casa de mi hermana, un pequeño terreno. Y llevé mis animales, mis plantas, que siempre me han acompañado a todas partes. Se me acercaron amigos artistas. Sin embargo, lo que en realidad yo pretendía, parecía utópico. No podía siquiera comentárselo a los más cercanos, porque me iban a tildar de loco.

“Los vecinos me habían pedido que limpiara también sus parcelas (toda esa área conforma hoy el Proyecto Naturarte), pues abundaban las ratas, los mosquitos. Más de 60 centímetros de basura cubrían el piso, además, estábamos rodeados de hierros viejos. Pero soy un loco con los pies en la tierra; como primer paso se me ocurrió, creo que ha sido la idea más brillante de mi vida, impartir un curso, gratis, de cómo convertir la chatarra en obra de arte.

“Más de 30 interesados se presentaron. Aprendieron trabajando. La mayoría se las obras se obsequiaron o comercializaron. Todavía guardo algunas de las realizadas por mí”.

Va acercándose el mediodía. La mirada serpentea por la oficina, donde ni una mínima ventanita rompe la continuidad de los muros. Debido a las carencias actuales, no puedo encender el aire acondicionado. Recurro al abanico. Y a mi memoria.

Nos detuvimos frente a una escultura. Según mi anfitrión, mucho debió hacerse antes de que santaclareños y visitantes foráneos disfrutaran de El fauno, La paciencia, La libélula y las demás piezas. No bastaba con que el sitio resultara hermoso, debía ser sostenible, rentable. Producir y comercializar plantas ornamentales, entre ellas las endémicas o exóticas, necesitó perseverancia y más de un intento para prosperar. A los escultores debieron sumarse agroecólogos.

Oía a Ermes Ramírez y en cámara rápida veía el tránsito: el solar yermo, la siembra de semillas y posturas, los brotes, la pérdida de las plantas por falta de agua, el desasosiego de los improvisados agricultores, la instalación de equipos de riego. Nuevamente los brotes… El verdor triunfante.

Poco a poco el proyecto se diversificó. Valiosas especies animales, varias en peligro de extinción poblaron sus predios (razas puras de palomas, gallináceas, faisanes, pavos reales, perdices, jutías congas y albinas). Se construyeron las peceras. Surgió un área destinada a oficiar casamientos y un alabado restaurante.

La punzada en el estómago me recuerda que casi son las doce y aquí en La Habana debo contentarme (flaquezas del bolsillo) con cultivar la austeridad. Me llamo a capítulo. Cambio de escena.

De mutuo acuerdo con instituciones de la comunidad, en la sede de Naturarte se estableció un programa que incluía actividades para personas de la tercera edad y preparar en ciertos oficios a jóvenes con problemas de conducta o minusvalías, dos de ellos estaban allí esa jornada. Estudiantes de Medicina Veterinaria y Licenciatura en Biología acudieron allí a hacer sus prácticas.

Instalaciones en construcción, los ojos puestos en el futuro, buena vibra, percibí entonces. Pregunté a algunos visitantes sobre sus impresiones. “Enamorados del lugar”, comentaron.

Igual que yo. Es absurdo negarlo. No he podido regresar a Santa Clara. Cada ser humano pasa a lo largo de su existencia por múltiples eras, confluyentes con las de sus vecinos y a la vez absolutamente particulares: unos cumplen años, bailan, cantan, en el preciso instante en que otros lloran soledades; aquel saborea su mayor éxito académico, tras la puerta contigua un hombre se derrumba al recibir la confirmación de una enfermedad incurable.

En mi caso, Naturarte es la imagen de un momento distante y sublimado, contrapeso a personales sinsabores. Quizás por eso he preferido evocarlo no como se describe en Facebook (donde se habla de una galería de arte, disímiles talleres de creación artística, nuevas especies, mayores servicios), sino cual lo disfruté antaño con mi colega, la fotógrafa Marta Vecino.

Pero para los esforzados gestores del proyecto agroecológico, sociocultural y comercial, este no representa un tiempo ido, es su presente, su desvelo; un ciclo con aspiraciones y problemas similares y, a la par, diferentes a los míos.

Otro movimiento del abanico, ya se me cansa la muñeca. Las manecillas del reloj se niegan a avanzar. Debo editar la próxima sección de Cultura. No me concentro.

Imagino que allá lejos, en este mismo segundo, alguien (no importa cuál sea su estatus o labor en Naturarte) se sienta a la sombra, en su espacio preferido del jardín, breve respiro entre una mañana ajetreada y una tarde que quizás lo sea más. Al observarlo, aprecio el balanceo de las ramas, el frescor.

Soñar –siempre que evites quedar atrapado del otro lado del espejo, perder el camino hacia la realidad– no cuesta nada. Mi caja de cristal se difumina.

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