Rossini y el general Stefanini

Por Gastón Poitou
Publicado originalmente el 21 de agosto de 1927, No. 32, página 11.

En 1815, la bella ciudad de Bolonia, la de las torres inclinadas de Assineli y Gassenda, se hallaba ocupada por numerosas fuerzas napolitanas mandadas por Joaquín Murat.

En las afueras, las fuerzas austriacas, esperaban una oportunidad para atacar la ciudad y apoderarse de ella.

Joaquín Rossini, que a la sazón contaba 23 años, pero que a pesar de ello había ya producido varias óperas que gozaban de popularidad, se encontraba entonces en Bolonia abrumado por los obsequios y los favores, que le brindaba aquella sociedad tan culta y galante, tan filarmónica y entusiasta. De modo que Rossini y Murat, eran las dos grandes figuras del momento. Eran la inspiración y el brazo vengador que marchaban juntos. Los dos Joaquines estaban en todos los labios, en todos los pensamientos, en todos los corazones.

En medio de tanto entusiasmo y patriotismo, mientras Murat esperaba, Rossini, inspirado, componía un himno, una especie de “Marsellesa italiana” cuyo canto guerrero y sublime, al hender los aires, inflamaba la ardiente imaginación de sus compatriotas.

La situación en que ese grito de guerra le había colocado ante el enemigo era crítica y el peligro que corría, inminente.

Por eso su maestro, cuya edad era ya algo avanzada, al encontrarse con su discípulo, y luego de tomarlo del brazo y sacudirlo cariñosamente, le decía:

  • “Rumores fuge, rumores fuge”.
  • ¡Bah, bah, bah! ¿Qué me decís padre Mattei? ¿Verme yo en la cárcel? El carcelero que ha de encerrarme aún no ha nacido, y si hubiera nacido, y tuviera ese encargo que cumplir, me prestaría sus llaves para tocar el pífano.

Había en las palabras del venerable anciano, como luego quedó comprobado, algo de profecía, y en las del joven compositor mucho de confianza y despreocupación.

Ochiobello, y con él, el ejército austriaco, fueron para los napolitanos la cabeza de Medusa, pues al darse cuenta que no eran suficientes para resistir el ataque de los invasores, se retiraron.

El mismo día, el padre Mattei se dirigió a la morada de Rossini, al que encontró acurrucado en la cama durmiendo como un bendito.

Después de despertarle, díjole:

  • “No puedes perder ni un solo instante, levántate haragán y huye. Yo soy tu amigo y tu segundo padre. El general Stefanini, más austriaco que los mismos austriacos, hace su entrada esta tarde al frente de la vanguardia. Si no tienes dinero toma el mío, pero sal inmediatamente. Sálvate, si no quieres caer en manos de la “Comisión Militar”.
  • Y ¿cómo diablos queréis que yo me salve? ¿Con los napolitanos? – contestó Rossini- No, caro maestro, prefiero quedarme aquí, suceda lo que deba suceder. Si me encierran en la cárcel haré óperas. Al instante se sabrá, y los empresarios serán los primeros que trabajen para obtener mi libertad. Pero tomad maestro un poco de este rico vino. Bebamos… ¡y que vivan las semicorcheas!
  • Tú has sido siempre un ente original – le contestó en padre Mattei, retirando suavemente la copa que le ofrecía.
  • Me hacéis un desaire – respondió el discípulo en tono cariñoso.
  • Desde el momento que ha echado a rodar mi consejo, nada tengo que decirte. Te he hablado como me dictó el afecto que por ti siento, ahora haz lo que mejor te plazca y guarda tu vino, que tendrás mejor oportunidad que esta para ofrecerlo.

Y el buen anciano volvió la espalda y se retiró.

En vano Rossini corrió tras él para detenerlo. Ya Mattei había salido de la habitación. Cuando le perdió de vista se dirigió a una mesita cargada de comestibles, que se encontraba al lado de su cama. Comió un trozo de mortadella y tomó luego un vaso de vino, hecho lo cual volvió a meterse en la cama, diciendo:

  • “¡Qué cosa tan triste es ver llorar a los viejos!”

En la tarde de ese mismo día el general Stefanini hizo su entrada en la ciudad, al frente de la vanguardia austriaca.

Como es de suponerse el autor de la Marsellesa italiana, no las tenía todas consigo, así que, después de reflexionar un momento, dijo: “Paremos el golpe antes de recibirlo”.

A la mañana siguiente, Rossini fue a palacio, insistiendo, para tener audiencia del General, al que, según decía, tenía que hacerle algunas importantes revelaciones.

Concedida la audiencia, y una vez que hubo llegado a donde estaba el General, éste le preguntó serenamente:

  • ¿Qué ocurre?
  • Vengo, señor, – le contestó el joven, sacando de su faltriquera un rollo de papel pantado, – vengo a someter al buen gusto de S. E. un himno de mi composición, dedicado a vuestro Augusto Soberano, el Emperador Francisco II. Las bandas militares le darán el brillo que le falta.

Por supuesto, no hay para qué decir que el tal himno era la Marsellesa Italiana, que antes dedicara a sus compatriotas.

Stefanini tomó el rollo y, a la vez que contemplaba aquel semblante tan bello, risueño y expresivo, lo desplegó. Recorrió los primeros compases y reconociendo los versos de circunstancia del poeta Monti, tomó papel y pluma y escribió apresuradamente:

“Salvoconducto a favor del Sr. Joaquín Rossini patriota sin consecuencia. – Stefanini”.

  • Padre Mattei,- dijo Rossini a su maestro con el cual tropezó al salir de Palacio- Yo no nací para ratón de galera. Y le mostraba lleno de gozo su salvoconducto.
  • – ¡Artistas! ¡Artistas! – le respondió el sapientísimo anciano- ¿qué ganáis con prostituir el genio?

Comparte en redes sociales:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos