Salvados del sepulcro

Un relato que avala el valor –sobre todo humano– que tiene la preparación para enfrentar desastres naturales


Hace apenas unos días tuvo lugar el ejercicio Meteoro 2023. Como es habitual, a ritmo de sierra se talaron las peligrosas ramas de un árbol, se ejercitaron habilidades para desobstruir alcantarillas o atenuar el efecto de lluvias torrenciales, vientos huracanados, penetraciones del mar…

Sin ignorar el valor que para todo y para todos tuvo dicho entrenamiento, no puedo evitar trasladarme unos 30 años atrás y rememorar una de las vivencias más conmovedoras que conservo, asociadas precisamente a situaciones como las que conciben estos ejercicios.

Cristalinas, como si las hubiera vivido ayer, las imágenes acuden a mi mente cada vez que sobre el país gravita el riesgo de eventos climatológicos o cuando, preventivamente, se activan las estructuras encargadas de actuar en situaciones similares, de desastre.

***

El siglo XX desgranaba los primeros años de su última década sobre la geografía oriental. Condiciones atmosféricas, para cuya detección no se contaba entonces con tecnología como la actual, hicieron que en un breve lapso de tiempo el territorio tunero se viese envuelto en fuertes lluvias, no exentas de rachas de viento e inundaciones en varias zonas del sur, con alto riesgo para la vida humana, rebaños, cultivos, instalaciones…

Frente a la gravedad de la situación, la Fuerza Aérea Revolucionaria pone un helicóptero en función de la supervisión de áreas, rescate y salvamento de familias en peligro de perecer aisladas.

Por solicitud de Alfredo Jordán Morales, a la sazón primer secretario del Partido en Las Tunas, un periodista de televisión, un camarógrafo y yo (entonces corresponsal de Granma) abordamos, en compañía suya, el aparato que, sin perder un minuto, despega casi verticalmente y se interna en el vientre de una oscuridad demasiado real e impredecible como para ser objeto de disfrute.

Luego de la nave posarse sobre un pequeño promontorio –hacia donde, como única alternativa, varios ganaderos montados a caballo intentaban trasladar reses bajo amenaza real de morir por ahogamiento– Jordán es informado acerca de dos ancianos cuya vivienda, alrededor de tres kilómetros en dirección sureste, tal vez estuviese ya cubierta totalmente por las aguas.

Rugiendo contra el viento, otra vez despega el aparato. Desde su panza, por escotillas y puerta de acceso, todas las miradas rastrean con la misma intensidad que los pilotos desde su cabina.

–¡Allí, allí… miren hacia allí! –alerta una voz, no sé si en tono triunfal o de lamento.

En efecto, siguiendo la dirección del dedo índice que señala, se aprecia el caballete, solo la punta del caballete, de una vivienda. Todo lo demás es agua, copas de árboles, penachos de palmas reales acaso pidiendo auxilio.

En gala de maestría, el piloto mantiene a la nave sobre la casa y desliza la escalera por donde ya desciende, a toda velocidad, uno de los rescatistas, a quien el viento se empeña en balancear como si se tratara de un pequeño e indefenso juguete fabricado con poliespuma.

A mano limpia, el joven despedaza la yagua que conforma el vértice del caballete y abre un boquete por donde, al instante, emerge el rostro de una anciana.

Un grito colectivo de júbilo hace estremecer aún más al helicóptero, desde cuyo interior observamos, con ansia, el ascenso de la escalerilla y el recibimiento de la mujer que, tras largar un suspiro, se acomoda en el costado derecho, sin perder de vista al muchacho que otra vez baja en busca del anciano esposo.

“No puede ser” –pienso mientras observo, por unos segundos, la ecuanimidad que mantiene la noble mujer mientras Jordán la abraza y le infunde aliento. “Esta es mi oportunidad” –me digo al ver que por fin queda sola, en silencio:

–Ay abuela, teniendo en cuenta que pronto anochecerá, lloviendo sin parar, ustedes dos apretados contra lo último del caballete y nadie en toda la esta zona… imagino que ya no tendrían esperanzas de sobrevivir.

Una leve e increíble sonrisa aparece en sus labios antes de afirmar:

–No mijo, no; yo nunca perdí la esperanza, por eso le dije a mi marido: tranquilo, viejo, que esta Revolución es muy grande para ahogarnos en un pedacito tan chiquito.

Horas después, cuando al mirar el negativo fotográfico, acabado de sacar del secador de rollos, y percatarme de que –por tratarse de películas ya vencidas, con las que irremediablemente teníamos que lidiar– estaba más oscuro y uniforme que mi cinto o que los nubarrones de la tormenta, sin un solo fotograma para poder graficar lo vivido en el atardecer, sentí deseos de…

Pero me contuve. En mis oídos conservaba, nítida, la frase de aquella humilde campesina. Y tampoco valía la pena que yo me ahogara, en este caso en un vaso de agua, siendo tan grande mi país.

En la siguiente edición, Granma publicó una crónica titulada Rescate en aguas turbulentas. No sé si la anciana y su esposo la habrán visto. No sé qué habrá sido de ellos, después. En qué estado habrán encontrado, al regresar, aquella casa de madera y techo de guano, asentada en plena campiña de geografía jobabense.

Solo sé que fueron rescatados a tiempo los dos, nada más y nada menos que por un helicóptero de nuestra fuerza aérea, gracias a la preparación adquirida para salvar vidas por parte de jóvenes que muy bien podían ser sus nietos, con la compañía de aquel primer secretario, por cuya sencillez y resultados, en los más crudos años del llamado Periodo Especial, la provincia llegó a sentir verdadera y muy merecida adoración.

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