Sin prisas

Nos bajamos del taxi en el Parque del Quijote y preguntas la hora. 1:18, respondo, temiendo que te irás ya, dejándome con el beso de fin de semana en los labios. Pero no pareces tú hoy y te diriges a los libros viejos exhibidos en un banco.

Le pasamos por alto a alguno que ya tenemos ambos hasta que doy con un título vagamente familiar. Me acerco esperando lo peor, topo con el vaho rancio del hombre que custodia mi objetivo y levanto la portada, preparada para un número infernal. Se trata de una edición setentera que parece sacada de un contenedor de basura o acaso de las ruinas de una biblioteca venida a menos por la humedad, carcomida por la desidia, pero el título me sigue sonando demasiado y el autor es anglosajón y los vendedores de la calle 23 raras veces se equivocan en el cálculo del valor.

Cavilo y tú te entretienes con un libro de Salgari. No acabo de encontrar el precio del que me interesa, así que le pregunto a este tipo extraño, con camiseta y barba sucias, que jura se lo acaba de terminar de leer hace una hora a la vez que ofrece el risible precio de 10 pesos. El hombre gris te oferta el ejemplar de Salgari sobre focas por el doble y lo miras con anhelo. Yo quiero el de nombre cinematográfico, aunque no crea en la recomendación del vendedor, pero solo tengo siete pesos.

Sacas tus últimos 20 pesos y me compras el libro, resignado a pagar el mío, no en un gesto romántico, sino simplemente porque es más barato. Insisto para que lleves el que te gustó, pero dices no tener más. “Busca pesos sueltos”, propongo, y te hurgas en el bolsillo trasero, con cara de circunstancias, seguro de que no aparecerán las dichosas monedas. Pero la morocota salvadora, plateada, con la cara del Che Guevara en el anverso, está, como destinada a completar el importe, y te alegras como niño chico. Y yo contigo.

Hemos sido felices esta tarde, no con la felicidad pluscuamperfecta de los grandes planes, que llena la boca de risas, mas nos basta, por ahora, la felicidad simple del oasis en el medio de la ciudad, del café frío y los libros viejos. De ti sin apuros, por una vez; de mí sintiendo que acerté.

El anciano —me atrevería a decir vagabundo— cuenta el menudo con parsimonia, como si no le diera bien la cuenta, hasta que eventualmente asiente satisfecho; no deben venderse muchos libros a estas alturas del mes.

Me tomas de la mano, creo que ya se te ha pasado la despreocupación y tienes prisa por llegar a alguna parte. Giro para agradecer en un gesto mecánico, vacío de tantas repeticiones, y le doy al librero la oportunidad que esperaba: “Tremenda compra: Cain, Hammer y Chandler son el trío estadounidense de novela negra por excelencia”.

No sé qué decir y antes de que encuentre respuesta me arrastras un poco en tu premura.

Miro el volumen manchado de viejo, algo pestilente. El cartero siempre llama dos veces,  James M. Cain. Rasco una mancha de mierda de paloma seca de la portada, mientras me alejo.

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