Tiempos de ayer

Por: Dora Alonso

Ilustración: Luis Alonso Fajardo

Publicado el 9 de octubre de 1960, No 41

De TIEMPOS DE AYER consta en acta que alcanzó segunda mención en el primer concurso nacional Hernández Catá, celebrado en 1942, esto es, hace 18 años. Considerando que el jurado estuvo integrado por Fernando Ortíz, Juan Marinello, Jorge Mañach, Rafael Suárez Solís y Antonio Barreras, y por concursantes a todos los cuentistas del patio –que hicieron cita de honor la naciente justa literaria–, el dato no hará más que confirmar lo que el lector descubrirá por sí al trasponer el punto final de este relato: TIEMPOS DE AYER es un hermoso cuento. Pudiera, pues, suprimirse la referencia, si no fuera por la luz que arroja sobre la situación confrontada por la cultura cubana en la etapa anterior al primero de enero de 1959 cuando se la relaciona con esta otra: a pesar de ese premio –y de su calidad, y del palpitante interés de su argumento, y de su hondo contenido nacionalista–, TIEMPOS DE AYER ha permanecido estrictamente inédito hasta ahora que BOHEMIA lo brinda a sus lectores. En cuanto a esos otros datos a que se hace referencia: se basa en un suceso verdadero –la fuga de un grupo de esclavos del ingenio San Carlo, en la provincia de Matanzas, aprovechando la crecida del río San Juan… Liberato es personaje real, aunque su gesta pertenezca realmente a la guerra del 95, en que peleó y no a la del 68. Fue hijo de Nammí, la esclava de la dotación del San Carlos, a quien Dora Alonso llama “mi abuela negra”, –la viejita que estuvo 36 años en su casa y arrulló su infancia con cuentos tales como EL HIJO DEL DIABLO, publicado también en estas páginas.

***

Por las estrechas puertas del barracón las figuras de los componentes de la negrada entran y salen. La sombra, el color de los hombres y el vivir aquel, todo es los mismo: negro de cien matices, que y aclare hasta ser carne de canela, bien sea tono de retinto café, lleva el signo del sometimiento.

En la hora de la atardecida cantan las llamas entre un crujir de madera que arde bajo los enormes pailones donde el rancho se prepara. Sobre los aros de los trébedes, el borboteo de los hervores también sugiere ritmo de contento, prometiendo a las bocas que esperan ansiosas un caliente bocado. El viejo Cirilo, cuidadoso ronda la pitanza, calculándole el punto. Con una larga paleta de madera hurga en la masa dorada de la harina que repleta los hondos depósitos, y, luego, a la otra caldera se acerca también, atendiendo a las viandas que en el agua ceden a la blandura, desmigajando cáscaras variadas.

A la noche, apagado rumor de inusitadas charlas parece vibrar en el largo espinazo de los barracones. La fogata, atizada, ilumina con suavidad la negrura de la nocturnidad y de la piel, poniendo rojizas pinceladas al cuadro de la negrada insomne.

Desde hace varios días se corre un aviso inquieto que le roba a todos el cansado interés. En cada pecho esclavo ronda la preocupación de la esperanza y el temor. Carlos Manuel de Céspedes, se llama el blanco que ha encendido la voz de una campana para que ardiente y roja se esparza y corra su eco de bronce hasta los oprimidos. Y Liberato, el cimarrón, en lenguaje de monte y de agua de río a fuerza de ser bellas sus palabras libres, vino de lejos, partiendo días y noches, por alcanzar la nueva a sus hermanos del ingenio “San Lucas”.

Por eso toda la dotación, desde el mandinga octogenario, reconcentrado y triste, hasta el rebelde siervo criollo, presiente un nacimiento de esperanzas dentro del pecho dispuesto y deslumbrado.

Un nervioso paso, una silueta de sayas amplias y crujientes se está acercando a la claridad de la fogata: es una negra; los aros dorados de las argollas brillan y se balancean en sus orejas y el pañuelo punzó que le abriga la cabeza, parece un pañuelo de sangre. Sigue andando hasta ganar el primer grupo de apiñadas figuras, que la rodean solícitas, y la mujer habla en voz baja, se dijera con algo de mando en la voz.

–Mi hijo no vendrá esta noche ni mañana. Taita Julián tiene que esperar.

El aludido, un anciano de lanudo cabello y cuerpo bajetón, todavía recio, arguyó:

–¿Y si no viene…?

La mujer replica:

–Siempre viene. Liberato no engaña.

Un acento joven y potente apremia:

–Maria Caridá, tú demoras los plazos porque el cuerpo te respeta. Para ti, ni bocabajos ni grillos ni mocha.

–Cállate Felipe. Ella sabe.

Pero a esta indicación le sigue una respuesta clara:

–Déjalo que hable; es que le arde la sangre como a mi hijo. Yo no puedo hacer más, Don Crisanto, el mayoral, es ladino. Ayer le decía al amo: “Mientras no les llegue la noticia a esos perros, todo estará bien. Después tendremos que dar mucho cuero para que no se alboroten con el alzado de la Demajagua”.

El silencio parece descender, cerrado y palpable, detrás de las palabras de la mujer. Y de nuevo la saya crujiente se baña en resplandores antes de perderse en la nocturnidad.

“San Lucas” pertenece a Don Jerónimo Fernández. Con una dotación de las mejores de la zona villaclareña, con campos de tierra magnífica sellados de cañaverales, con su ingenio de azúcar, donde aroman los tachos y llamean las fornayas mantenidas por el constante tragar de bagazo y haces de leña que los brazos desnudos y prietos le alcanzan, es una rica propiedad que atiende y explota su dueño.

Hermoso ejemplar de varón, el Don Jerónimo. Castellano viejo, de facciones sombreadas por el sombrero alón, erguido siempre sobre sus polainas brillantes, contempla orgulloso el laboreo bullanguero que la claridad del mediodía mima y envuelve. Suyas las carretas que se adelantan pesadotas, chirriantes, cargadas hasta los altos topes de sus varas; suyos los bueyes que tiran de ellas, lentamente, el testuz bajo y el ancho morro destilando hilos de baba que el sol transmuta en hilos de cristal.

Y también el Ingenio y los campos que se extienden al confín encerrando el batey polvoriento en sortija de verdes jugosos; la tierra y cerca de trescientas vidas humanas. Hormigas oscuras que acarrean riquezas a sus graneros de dominador.

A veces, como ahora, al abarcar con pupila alegre el esplendor movido de la escena, siente en el cuerpo ancho y largo un rebullir de gozo desbordante que lo impulsa a expandir ánima y carne. Aprieta el puño retostado el cabo de la corta y bien tejida fusta, yérguese aún más el cuerpo fuerte y la pupila inquiere, ávida, algo, alguien con quien poder echar a fuera un poco de lo incontenible.

Bien clara se destaca en el reverberar del meridiano la estampa del mayoral, el machetín al cinto, la guayabera cruda, jinete en una jaca criolla y caminadora. Basta la sonrisa amplia del hombrón para que pronto la rienda se acorte y quede el animal inmóvil y a su vera, y el sumiso empleado esperando halago a su saludo:

—Buenas tardes, Don Jerónimo. Lindo trajín; la zafra se da buena.

—¡Muy buena! Pero un poco demorado el tiro. Hay que apurar a las cuadrillas.

Queriendo granjearse simpatías, responde:

—Ya lo estaba pensando. Iba al corte a meter miedo con el cepo a esos haraganes.

—No es el momento de dejarlos echarse. Anda allá.

Cuando los cascos levantan nubecillas de polvo rojizo y bestia y jinete se alejan bajo el ardor solar, todavía no se le ha desvanecido la emoción placentera al jefe de “San Lucas”. Acaso sea la rijosidad buscando motivo. Un motivo que se balancea en la cintura fina de una mujer que atraviesa el batey con un mazo de cañas sobre la cabeza en gracioso equilibrio. Los ojos del castellano van a la hembra joven, y entonces echa a andar, elástico el paso, el ademán posesorio. Sabe que ante él, todo acata y calla.

Penetrando tras la falda en la casa-ingenio, envuelto en el ruido de la molienda, sonríe despectivamente a la imagen que supone dañina y demente: la del cubano liberador de negros, del que le hablara el cura Paredes días antes, cuando vino en su mula blanca, la sotana arremangada a la cintura y el abierto paraguas a manera de cúpula que cubriera la teja lustrosa, a gustar de mesa abundante y de buen chocolate.

—No —repite mentalmente y firme— “San Lucas” no admitirá rebeldías ni contagios. Como usted bien dice en sus advertencias, padre José, Dios hizo distintos a los negros por algo… ¡Y no hay que desobedecer a Dios…!

Los días suceden a los días, creando impaciencia en los que sufren hambre de libertad y madurando decisiones en los remisos. Taita Julián, en vano y valido de su oficio de boyero, entreabre las rosas de la madrugadas,     cuajadas de las claras espinas de los finos cantos de los gallos, muy cerca de los compactos montes, de los trillos desconocidos y enmarañados que se extendían a leguas de distancia, por donde siempre venía el cimarrón. Sólo una vez Liberato se ____.Taita Julián diría a los hermanos que esperaran. No era hora todavía. Mientras tanto silencio.

La vida prosigue hundida de dolor en los que aguardan; crecida de soberbia y mando en los que temen.

La casa de vivienda, rodeada de jardines, parece más fría y recelosa con sus postigos entreabiertos como mirada de soslayo que atisbara traiciones. La ola sonante de la revolución que avanza salta las trochas de las resistencias, aventando sus llamas ardientes hacia allí donde haya campos dispuestos por la sequía de las injusticias. Y la injusticia es sequía desgarradora en los sitios donde vive muriendo el esclavo.

“San Lucas”, tan internado y lejano, ha sido escenario durante ese tiempo de insólitas visitas y trajines. Los tricornios de la Guardia Civil, sus uniformes azules, a  menudo visitan el lugar. Se enhebran diálogos nerviosos; escuchándose advertencias y jactancias.

En la verja de la casona del Amo, se detienen volantas. De ellas descienden personajes de levita y corbata de plastrón o entalladas guerreras luciendo charreteras doradas. Enemigos del desorden y amigos de Don Jerónimo Fernández.

De sobremesa, paladeando el sabroso dulzor de los licores o aspirando la humareda aromática de los vegueros; o en hora de merienda, en los portales amplios y abrigados por las enredaderas florecidas, sorbiendo lentamente la delicia de las frescas limonadas y las horchatas gustosas del tamarindo servidas por manos diligentes y prietas, se comenta sin reservas sobre los sucesos de la isla.  

—Créame, Regidor, —apunta el castellano— me temo que haya más bulla que sustancia. Un loco y un puñado de negros, ¿qué podrán contra España? 

La respuesta viene despacio, traída a rastras por la prudencia:

—El Gobierno puede mucho, es verdad; pero los criollos parece estar dispuetos a pelear y piden una Cuba libre.

En tono zumbón replica el Amo:

—Y los esclavos una vida libre; cosas parecidas, aunque utópicas. Pobre y mal servido será un ejército nutrido, en parte, por hombres que no obedecen sino al instinto o al puntapié. La libertad, amigo, no se aviene con pieles del color del carbón.

El reverendo, que ahora siempre viene en carruaje y acompañado, por temor a los insurrectos, mientras bebe deleitoso otro vaso de refresco, asiente con la cabeza; y luego, a tiempo que deposita cuidadosamente el vacío cristal sobre la bandeja de plata:

—Es verdad; son cosas del Maligno. Pero así y todo, los negros no hay día ni lugar en que no se levanten. Temiendo estoy por su dotación.

Le atajan el temor con presteza:

—No tema, Padre. Mientras yo los gobierne con mano dura, y para largo, mis negros serán míos, como míos son los bueyes y la caña y el azúcar que la caña produce, puesto que los compré como a las yunta y a la tierra; con buen dinero. No hay más razón que la fuerza, y la fuerza es mía.

Interviene entonces la autoridad militar:

—De todas maneras bueno es estar alertas. Yo cumplo con mi deber advirtiéndole confidencialmente que el asunt o no es tan baladí como hay que hacerlo aparecer. Este lugar es apartado y en gran parte montuoso, los rebeldes pudieran guarecerse bien. De ahí a sublevarse la negrada no hay más que un paso.

—Descuide, Comandante; mis perros saben cómo traer a los cimarrones… Me temo que la República de Demajagua no la harán mis esclavos. En mi batey, el rebato coincide con la libertad de las estrellas nada más.

Clero, Milicia y Poder Civil se despedían, pero dejando en el Ingenio como dogos de presa, el recelo y el castigo.

Los cepos no aflojan los dientes en su oficio de aherrojar carne indefensa. Tampoco los grillos reposan de sol a sol su sonido lacerante. Ni el cuero de seis puntos se da reposo en las espaldas musculosas y sudadas.

Pasó la primavera. Ya lucen espejeantes las lagunas y trazan sobre su cristal signo de espacio azul las alas de las garzas. Y llega julio…

—¡Como bramaba la tronada con los chuchazos de candela de los rayos, partiendo la negrura de la anoche! Apelotonados se revuelven los esclavos en los camastros, e interrumpen el estrépito de la tormenta y el incansable rodar del aguacero rezongos de hombre y rezo de mujer. Y algún llanto de pichonzuelo asustado, que se encoge junto al cuerpo de la madre dormida.

Afuera, agua; agua y rodar de truenos. La lluvia cae en las tejas; en las clareadas techumbres de los barrancos, con ruido inacabable, socavador, desesperante. Así lleva tres días.

—¡Los demonios coronados, Don Jerónimo! —aseguraba el Encargado—. Se zafaron todas las llaves de allá arriba. Y menos mal, que la creciente no se deja ver.

—No hay que dormirse, que el río es muy bravo. A la primera señal, nos refugiaremos, como siempre, en Vega Alta. Ya el ganado y la cría están protegidos.

—Y la negrada. Me enteré que usted mandó a quitar los grillos a los castigados, licenciando a los de la enfermería; pero Taita Julián casi no puede valerse. Parece que se le fue la mano al Mayoral.

—Ya le pesará; así tal vez aprenda que no es saludable meterse a respondón en mi Ingenio. Como escarmiento bien está.

Eso, ayer a la tarde. Hoy sigue la lluvia y el río crece trayendo señales de hinchazón. Parece una culebra ahíta con aquellos tumefactos levantamientos en el lomo redondo, y se destroza por los cañones y muerde la barranca. Los conocedores que el blanco enviara cada tres horas a escrutar la corriente, trajeron exacta impresión:

Mi amo, el río está lleno, pero no sube. No hay creciente.

Cayó la tarde. Se durmió el batey. Todo luce en paz menos las lenguas líquidas y la luz que vela macilenta en el farol del portal de la casa del Amo. A intervalos parpadean las exhalaciones y rueda un trueno sordamente, prolongándose el eco en la concha empapada de las tinieblas.

Guardado por el mosquitero de punto, sobre el amplio lecho de cuatro pilares, reposa Don Jerónimo. Alguien ronda entre penumbras, dejando oír pisadas lentas, como de duendes. El viejo alza el tul, diciendo recio:

—¿Te largarás a dormir de una vez…?

No se escucha respuesta; cesa el ruido y él se da vuelta, entregándose al sueño.

Pero está velando María Caridad. En el lugar donde la agarró el garfio de la orden, prendiéndosele a la nuca servil; bajo la araña de transparentes canelones, junto al aparador monumental de madera tallada, cargado de loza fina y de cristalería. A tientas se descalza asomándose luego a un postigo, que abre cautelosa. Está observando la lluvia, el cielo, la noche alta y tétrica. Porque ella sabe…

Muchos años hacía que sintiera —joven entonces era ella— el calor del Amo mezclado a su calor. Hembra de fuego y bien hecha, capaz de llevarse en los vuelos de la falda los arrestos sensuales de todos los varones comarcanos, dejaba brillar su juventud reidora en el cafetal “La Luisa”, situado en las montañas trinitarias. Cuando, sobre la graciosa cabeza el depósito lleno de granos frescos de las plantaciones, acudía a los tendales inmensos que se ofrecían al sol a la hora tórrida en que se escogían los frutos; o penetraba donairosa bajo la amplia techumbre que cubriera el molino, donde giraban en círculo desesperante los caballos que movían las grandes ruedas, siempre sentía la mirada de los capataces hincarle los senos redondos y duros y las caderas pronunciadas y prometedoras.

El jovenzuelo de ébano, que tralla en mano azuzaba a las bestias en rodeo y  carreras, dejaba asomar la hilera simétrica de la dentadura, para saludarla:

—¡Buenos días, cosa linda…!

Fue por entonces que riñeron a machetazos el contramayoral y el cimarrón “Candela”. Sólo ella supo la causa, pero cerró la boca la presilla del miedo al bocabajo.

“Candela” le dejó un hijo: Liberato. Un hijo que creció lejos de los brazos maternos, porque por derecho de compra humana, ella pasó a ser propiedad de Don Jerónimo Fernández, quien la llevó a sus posesiones cañeras. El nuevo amo, si bien disfrutó el cuerpo opulento de la esclava, desdeñó al hijo, no permitiendo que creciera bajo el mismo techo que cubría a la madre, quedando relegado a las pocilgas de los barracones, a la vida en común de los humildes. La manceba, destinada al servicio doméstico de la casa-vivienda, hubo de resignarse a amar desde lejos o en rápidos encuentros al pedazo suyo, que disgustaba al amo. Hasta que el retoño creció, y adolecente, aprendió a sacudirse el sometimiento con la fuga, como siempre hiciera su bravío padre.

No se cansó nunca el señor de “San Lucas”, y nunca necesitó ella —una vez muerta Doña Juanita, la tía de Merced— recurrir a los rincones rumorosos de la arboleda o los yerbazales tupidos para entregarse. Siguió en la casa en calidad de cocinera y de amante, y hasta gozó un cachorro del Amo, que despertó de nuevo alegrías en su vida sumisa; pero la criatura, tal vez no hecha por la sangre paterna a los sombríos tonos de la tiranía, se le murió a pocas horas de nacido, hiriéndole el alma llorosa y humilde.

María Caridad se hizo vieja. María Caridad ya no sirve. Abajo se le vino el cuerpo lo mismo que un derrumbe de horcones que no pudiera con el peso de una vida entera dedicada a obediencias, sin un solo pilar de rebeldías para aupar la covacha. Envejeció por fuera y el deseo de la carne se le apagó en la caída; pero adentro, enraizado al pecho, siguió el apego hongo y leal al padre del cachorro desaparecido. En cambio, él, se mantuvo mucho más tiempo en firme. Tal vez le sirviera el dominio absoluto de vidas y haciendas para lograr erguirse durante mayor tiempo. Cambió mujeres, las disfrutó allí mismo, como a ella antes. Pero no se dolía la olvidada. Redujo la quemada apetencia a una más pronunciada humildad, tal vez haciéndose perdonar la inutilidad de mueble inservible.

Encima del despego brutal, de las burlas sangrientas o de los golpes cobardes, su cariño sin dignidades barría conforme las cenizas últimas que molestaran hoy. Escoba de sí misma en la vida del otro, María Caridad.

Algunas veces, como seguía en la casa principal pegada al fogón, como disponía de ropas almidonadas, argollas de oro y viejos pañuelos de burato para abrigarse la cabeza, hablaba en tono de mando a los otros negros; y ellos por saberla de tantos años en el hogar del Amo, agachaban la cerviz en son de obediencia.  

El hijo siempre halló caminos para volver a verla. Y día llegó en que el cimarrón, durante unos de los furtivos encuentros, le habló de libertad. De libertad de los negros y de rescate de la tierra; aquella tierra que sólo les servía para agotarlos o recibirlos en el abrazo desintegrador.

Seguramente era un sueño de su hijo, nada más que un sueño, pero tanto besó el pecho tierno la rogativa vehemente de Liberato, que, incapaz de negarse, poseída además del deseo de desatar entrañas vivas del dolor esclavo, le habló a la negrada; primero con temor, luego con decisión, más tarde con infantil orgullo, deslumbrada por primera vez con el hallazgo de un afán personal, voluntarioso.

Como el filo cegador del relámpago, así cundió la nueva y la ávida fe en el rebaño pobre. Cazurro y ciego, el topo de los mil modos fue cavando en la tiniebla el paso hacia la luz. Céspedes llamaba a la lucha a todos los dolidos sin patria, para llevarlos a conquistar una, que los recibiría sin estigmas de raza. En “San Lucas” se escuchó la llamada.

Llegaba la oportunidad de la fuga y el levantamiento. La naturaleza ayudaría a la obra en cuidadoso plan. Allá, en las intrincadas entrañas de los montes lejanos, fundarían el palenque, incorporándose más tarde a las filas mambisas. Por eso es que aguarda María Caridad, velando las horas.

Siente la sierva que se afloja la voluntad resquebrajándosele en el instante de la suprema decisión. No tiene siquiera la voz entera del hijo para asirse y salvarse. Siente miedo; con la garganta oprimida de angustia, las manos apretadas, se ovilla sobre un asiento, la cabeza caída sobre el pecho infeliz. Una oleada tibia le inunda los ojos, fingiéndole cariños y apegos a su alrededor, que nacen solamente de ella como tentáculos de su mansedumbre.

Un sueve silbido la hace incorporar rápidamente y acercarse al postigo que al entreabrirse la recibe otra vez con un beso húmedo y frío. Bisbisean desde afuera:

—María Caridá…

Su murmullo responde:

—Refugio, ¿vino Liberato?

—Y se llevó la gente a los montes, viendo que demorabas. Allí esperan sus amigos blancos. Vamos, vengo a buscarte.

Niega enérgicamente con la cabeza, y la apremian:

—El rio viene loco; no podrán alcanzarnos. Seremos libres, María Caridá.

El postigo se cierra en muda respuesta. La mujer aprieta fuertemente la madera y queda pegada, fundida a la pared mucho rato, horas tal vez. Su intuición recibe el aviso entre los rumores dóciles de la lluvia incansable. Cada árbol arrancado que viene danzando en la corriente parece gritarle su aviso de espanto en los ramajes fantasmales:

—¡María Caridá, ahí viene el agua!

Y croaban despatarradas y contentas las grandes ranas verdes:

—El agua… el agua…

Aunque la culebra no hace ruido, la negra la siente venir con los ojos llenos de candelas trémulas, elástica, silente.

Se pasea descalza por la casa, deteniéndose a veces ante la lucecilla que tiembla debajo de un crucifijo de plata.

Lejos, en lo oscuro, se empiezan a oír voces. Y de pronto desata su lengua una campana a rebato… ¡La campana de oprobio y de luto del Ingenio “San Lucas”…!

Dando tumbos atraviesa los cuartos y ase al viejo dormido, gritando a su oído:

—¡Mi amo, la creciente…!!!

A medias luchando con el sueño, despierta y la encara colérico:

—¿Qué fue; a qué viene ese escándalo?

Ella repite su propio terror:

—El río, mi amo, que viene como perro con rabia…

Él ha oído eso y el clamor del rebato. A tirones se viste y sin mirar atrás se lanza fuera. María Caridá no. Primero va asegurando la casa, “su casa”, puerta por puerta, en inconsciente amor por lo que le parece un poco suyo. Cuando sale, a su vez, siente el agarre del enemigo, que la envuelve hasta el vientre.

Brilla la púrpura de los hachones y los faroles prolongándose en la sabana líquida, en cabrilleos que se esparcen como sangre lumínica. Siluetas agitadas se alejan en loco abandono. Entre los clamores se perfila un acento:

—Por aquí, Don Jerónimo. La negrada ha huido, matando a los serenos y a la traílla… Hay que llegar a Vega Alta o nos ahogaremos todos… Aquí está su caballo.

—La esclava reconoce la voz del Encargado. Está demasiado lejos todavía; le pesan las piernas torpes, viendo alejarse con terror las luces en sangre, camino de la salvación.

—¡Mi amo! ¡Mi amo!

Siente un recio chapoteo junto a su cuerpo. Una rienda, un jinete y un vozarrón autoritario:

—¿Quién anda ahí?

Se ha parado el bruto, sacudiendo, rebelde, el bocado; obediente al puño firme del castellano, y el agua corre y maldice entre las patas nobles, empujando.

Se ve segura y da una gran voz:

—¡Soy yo, María Caridá

Toda la ira del dueño de “San Lucas” se descarga en el último  siervo. Los talones calzados de agudos espolines se clavan en los ijares nerviosos de la cabalgadura, que da un bote y avanza.

La negra engarfia sus manos tenaces en la brida, en la pierna del jinete… Recibe un golpe en la cara y una maldición, mientras la orden le grita su salvaje imperio:

—¡Maldita!, ¿no quieres soltar? ¡Suelta te digo, María Caridá!

Y María Caridá, el agua mordiéndole el cuerpo, bañada su cara de sombra en la sombra, abre las manos con miedo y respeto mayor que a la muerte y balbucea aturdida, dejando que el agua la arrastre y la hunda:

—Sí señor, mi amo…

En la noche del siglo las campanas doblaban al dolor del hombre. Una sola llamada a la misa de su libertad.

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