Un animal que acabó con todo

Una joven habitante del pueblo de Puerto Esperanza, ubicado en la costa norte de Pinar de Río, cuenta sus experiencias con el huracán Ian


Con una rodilla inmóvil y otra, de proa, Laiza Dueñas Gavilán llegó cojeando al carro cuando paramos a darle “botella”. Cargaba incómoda uno de esos maletines “gusanos” que abundan en aeropuertos y terminales de ómnibus.

–Tremendo pernil de puerco –bromeó Jesús, el chofer, tras ella entrar y cerrar la puerta.

–Ojalá –respondió risueña y desplegó unos labios que le cubrieron buena parte de la cara –. Si ustedes supieran lo que traigo aquí.

Era carbón, ni más ni menos. Medio saco para salvarse de cocinar con leña por unos días. Quizás pronto regresaría la electricidad a su hogar en Puerto Esperanza –llevaba dos semanas de apagón– y, con ello, el funcionamiento de la hornilla de inducción. Claro, solo si las aguas del ciclón Ian no llegaron a empapar para siempre los circuitos de ese electrodoméstico, pues aún no había tenido la oportunidad de probar el funcionamiento de ningún equipo.

El ciclón Ian dañó principalmente las viviendas con estructuras más frágiles.

A medida que nos acercábamos a la costa norte de Pinar del Río, el paisaje se iba tornando estéril, un efecto similar al de la carretera hacia La Coloma, al sur de la provincia. Antes de recoger a la chica cerca del entronque de La Palma, una floresta dañada y muerta sucedía a otra impoluta, que ni los vientos despeinaron: era un destrozo serpentino e irregular, como si una serpiente gigante se hubiera arrastrado por el valle. Por eso no me extrañó que Laiza describiera el ciclón Ian como “un animal que acabó con todo”, si bien no especificó su especie.

“No sabíamos qué potencia tenía ese animal. En la radio decían que el ciclón ya estaba saliendo, pero aquí todavía se estaba acabando el mundo”, dijo Laiza Dueñas Gavilán.

Durante el trayecto se divisaron muchos postes caídos y viviendas sin techos. Por donde pasó la serpiente, casi ninguna cubierta resistió, aunque tuviera los cortavientos de un mogote escarpado justo detrás: el aire siempre se las apañaba para derribar la estructura, como el soplo mezquino del lobo en el cuento de Los tres cerditos, en el cual, solo casas de hormigón y placa sobrevivieron al ataque. Quizás Ian era un lobo, y no una serpiente.

–Dice la gente que el ciclón estudió antes de venir –comentó Laiza, mucho más relajada tras 10 minutos de viaje.

También nos habló de ella misma. Por ejemplo, de cómo ha hecho para equilibrar, a sus 26 años, un curso por encuentros de la carrera universitaria de Derecho, en Pinar del Río, con su trabajo en una Unidad Empresarial Básica (UEB) de Suministros Agropecuarios, en Viñales.

Laiza resultó ser jocosa y elocuente. Nos avisaba de los baches que se avecinaban en la carretera; y eso ocurría a cada rato, porque la calle estaba de veras espantosa, sobre todo luego de atravesar el pueblo de San Cayetano; si en el argot popular se rumorea que las vías solo se reparan ante la visita de un alto dirigente, parecía que Puerto Esperanza había sido olvidado desde hace décadas.

–Ay, sobrevivieron los mangos –dijo emocionada mientras señalaba a una hilera de árboles junto a la carretera. Según ella, todos los frutales dentro del pueblo se perdieron tras el paso del ciclón–. El año que viene, la gente tendrá que venir aquí a comer mango. Se sentarán allí mismo en la yerba. Tremendos picnics se van a formar.

Realmente, Laiza es una muchacha muy alegre. Nadie pensaría que, aparte de una sonrisa, pudiera dibujar otra mueca en su rostro.

No solo las viviendas de Puerto Esperanza fueron afectadas, sino también la vegetación. Este pueblo era reconocido, además de por la pesca, por sus numerosas matas de mango. Ya no quedan casi dentro de la comunidad.

La mordida del animal

Desde antes de las cinco de la madrugada, cuando el clima empezó a alborotarse, los hierros y prótesis de la rodilla de Laiza ya anunciaban la llegada del ciclón. Ella reposaba en la cama, con un dolor de cabeza terrible y punzadas que ardían desde el pie hasta la médula espinal. Su hermano, su madre y su novio tampoco podían dormir. El techo de zinc hacía tanto ruido que Ian se sentía más dentro que fuera de casa.

Una esquina del techo empezó a resentirse. El novio salió a desenredar la tendedera para asegurar la riostra.

“Nada más él dio la espalda, se fue la esquina–relató Laiza– Entonces empezó a salirse el resto del zinc. Y yo en shock, arriba de la cama. Me había acabado de tomar una pastilla. Me dolía la columna y el pie, de todas mis operaciones. Pensé que la casa se me caería encima”.

Si el novio no le hubiera agitado los hombros, ella no hubiera reaccionado. Su madre la ayudó a levantarse y casi que la cargó, con el agua por los tobillos, hacia la casa de al lado, cuyo techo se mantuvo intacto durante el resto de las lluvias. Allí se evacuó la familia entera, después de desplazar el refrigerador al cuarto y ponerle una colchoneta encima para cubrirlo del aguacero. Solamente agarraron los celulares y una bocina, con el objetivo de escuchar el parte meteorológico.

“No teníamos comunicación. No sabíamos qué potencia tenía ese animal. Estábamos siguiendo el ciclón por radio; y por conexión (de datos móviles), que gracias a Dios no se fue nunca –dijo, a pesar de su ateísmo–.A las 8 y 6 minutos u 8 y 9 de la mañana, en la radio decían que el ciclón ya estaba saliendo, pero aquí todavía se estaba acabando el mundo”.

A eso de las nueve, el clima se calmó de repente. Las nubes se despejaron y hasta salió el sol. Los pobladores dieron por terminada la debacle y se dedicaron a divisar los daños. La familia de Laiza localizó sus propias tejas de zinc en cuadras lejanas; fibras enteras con riostras y todo; algunas dobladas y con pequeños huecos, así mismo corrieron a tomarlas, antes de que la desesperación de otros vecinos las esfumase de su vista.

Al parecer, la mayoría de los lugareños tenía techos de fibrocemento que no soportaron la mordida del reptil-canino. Ese material no se recupera una vez se destroza, por lo que muchas personas salieron a la calle a buscar qué poner en el techo, sin que importara la propiedad de origen. Prevalecía un caos comprensible y humano.

“No es que la gente se aproveche”–replicó Laiza, pasando la mano–. Al frente hay una mujer embarazada y un niño chiquito. Y el ciclón se llevó toda la hilera del cuarto. Ese mismo martes el marido estaba pidiendo una fibra, para que al menos pudiera dormir su niño en la camita”.

Como a las 10 de la mañana, descubrieron que la aparente calma no era más que el ojo del ciclón. Los vientos retornaron con más fuerza aún y una fibra que pasó volando no fue, por poco, una guillotina. El clima no aflojó hasta después del mediodía.

A esa hora, la familia vecina y la de Laiza, encendieron una fogata de carbón. Y elaboraron una suerte de caldosa adelantada al festejo de los CDR, para todo el que alcanzara.

–Echamos de todo, una papa que encontramos, malanga… –fue narrando Laiza.

–¿Y carne? –interrumpió Jesús.

–Carne no había. Creo que se la llevó el ciclón –lamentó ella con picardía–. Una prima nos prestó ropa. Comimos algo, llenamos el estómago, trabamos la puerta de nuestra casa y nos fuimos a dormir para otros lugares.

A partir de las 7:00 a.m. del miércoles, empezaron a reparar el techo. Escogieron las placas de zinc que más servían, y a clavarlas por las esquinas de la vivienda. Por suerte, su novio trabaja en una brigada de construcción.

–Estaba lloviendo cada dos minutos. Todo estaba mojado. ¿Nos íbamos a poner a esperar? ¿A qué? –caviló ella–. El presidente del CDR pasó y tomó nota de los daños, pero no podíamos conformarnos con que eso se sepa, porque no teníamos donde dormir ni cocinar.

Durante el resto de la semana, se dedicaron también a secar toda la ropa y a defectar algunas pérdidas.

–Mis libros… no lo puedo explicar –se llevó la mano a la cabeza– Entre los libros que perdí, me duele mucho Filosofía del Derecho, que es el de la asignatura que más me está chocando ahora. Se me ensopó completo. Esperé varios días a que se secara, para poder hacer las tareas. Gracias al ciclón, aplazaron la prueba que tenía ese sábado. Mira, de algo sirvió el ciclón: me dio más tiempo para prepararme”.

El lunes de la semana siguiente, dijo Laiza que un helicóptero surcó el cielo sobre Puerto Esperanza. Dio varias vueltas, como buscando donde aterrizar, hasta que lo hizo en un descampado cercano. Casi el pueblo entero se congregó allí a discutir sus necesidades.

–Luego llegaron varios generales y empezaron a caminar el pueblo –contó la aspirante a jurista– La atención vino con los helicópteros.

Unos gajazos para ayudar a sanar

Tras un rato de charla en el portal de la casa de Laiza, el novio de su madre, José Oriol Velázquez, nos regaló unos “bonitos”.

–Cójanlos, tengo mucho pescado y de todas formas se echarán a perder (sin luz, no tienen forma de refrigerarlos) –insistió tras ver nuestra negativa inicial.

Él es tripulante de la embarcación Cayo Largo 52, asociada a la Empresa Pesquera Industrial de La Coloma. Su barco estaba anclado en aquella comunidad sureña y, a pesar de haber perdido el toldo de la cubierta con el ciclón, funcionaba sin problemas. Ian podrá haber sido una serpiente o un lobo para algunos, pero él respeta y teme más a otros animales como las ballenas en las que se convierten las tormentas marinas. Para colmo, como suele pescar en el sur de la Isla de la Juventud, bordea dos veces, cada año, el cabo de San Antonio, el extremo occidental de Cuba (entre marzo o abril, en la ida, y entre noviembre y diciembre, en la vuelta). Una travesía larga y peligrosa, con corrientes complicadísimas: algunas veces, debido a las aguas turbias, se tiene que quedar fondeado cerca de la costa hasta que la mar se transforme, de ballena en plato. 

–¿Hace cuánto que no toman agua fría? –ofreció Jesús en agradecimiento, porque tenía un pomo con hielo en el maletero del carro. 

–Oye, no juegues con mis sentimientos– soltó Oriol una carcajada, incrédulo. –No sabes cuánto llevo sin tomar nada frío.

–Mira, que me da un infarto– dijo la madre de Laiza.

Sin embargo, al pomo todavía conservaba un gran trozo de hielo y ellos dos entraron en éxtasis y hasta saltaron de alegría, como si el agua fría valiera en ese instante más que un pescado, un techo o cualquier helicóptero. Probablemente, era el recuerdo vívido de una normalidad que perdieron aquella madrugada del 27 de septiembre, por culpa de esa quimera mitológica llamada Ian.

José Oriol Velázquez y su novia Iraiza Gavilán (la madre de Laiza), mientras comparten un codiciado vaso de agua fría.

–Te van a dejar sin agua –le aconsejó Jesús a Laiza, quien tenía apoyado el pie sobre un taburete.

–Nah, deja que disfruten, pobrecitos. Yo ya tomé este fin de semana.

–¿Y qué te pasó en la pierna, si se puede saber? –no pude aguantar la curiosidad.

–Me caí –sonrió con cierta sombra dubitativa– Me caí no, me tiraron. Hace años, tenía una relación. Y cuando quise separarme, no lo entendió. Me fue a buscar a Pinar del Río, donde yo estaba estudiando. Me quiso llevar, pero no acepté. Empezamos una discusión. Era un hombre que me amenazaba y me maltrataba desde hacía mucho tiempo… –ya sin sonrisa alguna, los labios de Laiza eran conscriptos–. Y me tiró de un cuarto piso. Fue la única forma que vio de resolver el problema en ese momento. Me tiró y caí en el alero. Me recogió del alero y me volvió a tirar hacia abajo.

Laiza sufrió de una lesión grave en la cabeza, dos fisuras en la columna vertebral y varias fracturas en el fémur, la rótula y más. El agresor actualmente está preso, reveló Laiza, cumpliendo una condena de 10 años de privación de libertad por intento de asesinato.

–Pero ya estoy bien –asintió con la cabeza y repitió–: Ya estoy bien.

El fatídico hecho ocurrió hace tres años. La rehabilitación fue más dolorosa aún. Estuvo un año y pico sin poder caminar y se sometió a múltiples operaciones.

–Mi novio de ahora es totalmente diferente. De lo más bien me va –admitió con alivio–. Parece que la vida en algún momento pensó que no me merecía eso, y me dio algo mejor.

Fue una época tan oscura que unos vecinos le ofrecieron una limpieza espiritual. Al parecer, era indispensable quitarle un “muerto” de encima.

–Pero te seré sincera: soy súper atea. No creo en nada de eso –se le perdía la vista mientras narraba su anécdota–. Ya sané. Por dentro. Tuve un año para eso y me tomé mi tiempo. Mi mamá quería que viera un psicólogo, pero yo sentí que tenía mucha fuerza de voluntad; y con eso fue suficiente.

Luego desplegó un poco los labios y esbozó una leve sonrisa, como quien maquina un chiste picaresco, y no se decide a contarlo. Luego se atrevió y dijo:

–La que necesita unos “gajazos” es Cuba. Cuba en general, que llevamos una pila de años de pegueta.


CRÉDITOS

Anaray Lorenzo

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