Un ciclón en carretera

En un viaje por las costas norte y sur de la provincia de Pinar del Río, la gente rememora sus vivencias extremas tras el paso del huracán Ian, mientras se preocupan y desesperan por la realidad que les ha tocado ahora. Aun cuando los destrozos en la vegetación y la infraestructura son tantos, el proceso de recuperación no se ha detenido y probablemente continuará durante el próximo semestre.


La anciana colomera Marta Hipólita Martínez repetía que su pueblo no se parece en nada a lo que era antes del huracán Ian. “La Coloma ya se destruyó”, decía. Y en verdad era difícil de imaginar algún esplendor pasado en esa calle del combinado pesquero, con aquel paisaje de grúas y vigas torcidas por la fuerza del viento, barcos amontonados sobre la plataforma portuaria y de planchas de zinc de la nave-astillero, desgreñadas como una cabellera tras levantarse de la cama.

En la carretera de Pinar del Río a La Coloma, a medida que uno se acercaba a la costa sur, se notaba la desnudez del desastre. Casas abiertas al cielo –algunas completamente destruidas–, el efecto dominó de los postes caídos y un páramo sin sombras en cada fotograma del horizonte. Ian había despojado de electricidad a los lugareños y mantenía a algunos con lo básico: un par de mudas de ropa secas y la comida del día.

En el kilómetro 16 de esa carretera, la profesora Nilda Martínez salía de una cola infernal en la bodega con un pomo de aceite en la mano. Se dirigía a su trabajo a acompañar a unas colegas que, junto a unas niñas, estaban limpiando y preparando el local para una próxima reparación. Como aquella escuela perdió su techo, unos niños recibían las clases en el pequeño local de enfrente, que prestó un vecino; el resto lo hacía arrinconado, en tramitos del aula donde no daba el sol.

“Ellos estaban muy alterados al principio, dañados porque vieron destruirse sus casas. La escuela ha sido un cambio total para ellos”, dijo María Hernández, maestra de primer grado. “Ahora están contentos y cada vez más asisten a clases”.

De la cola de la bodega también apareció Emiliano Hernández, “misión internacionalista, combatiente y afectado por derrumbe total por los ciclones Lili e Isidoro, en 2001 y 2002”, así se presentó este anciano de 78 años.

“Tres ciclones han pasado por arriba de mí”, dijo Emiliano en tanto señalaba su antigua casa de madera, ahora inhabitable por la ausencia de un gran trozo de la cubierta. Algunas columnillas de concreto evitaron que la vivienda se desmoronara por completo.

Obviamente, esa morada nunca fue un bastión. La primera casa en ese espacio cayó ante el soplo de Lili, en 2001. Luego se reconstruyó, pero apenas un año después se desplomó de nuevo. Entonces su dueño, agotado y sin muchos recursos, armó una suerte de Frankenstein con partes de aquí y de allá, juntando materiales de arena, piedra, madera y zinc. En este tercer y reciente round, se perdió el televisor, el colchón y otras posesiones.

“Tres ciclones han pasado por arriba de mí”, dijo Emiliano Hernández. Esta ha sido la tercera vez que un ciclón des-truye su casa, luego del paso de los huracanes Lili e Isidoro, en 2001 y 2002.

Según un reporte del periódico Granma, antes de la llegada del huracán Ian, más de 6 500 familias pinareñas aún esperaban por la reconstrucción de sus viviendas destruidas por los ciclones de las últimas dos décadas.

Por su edad y una lesión en el pie –suele andar con un bastón en la mano–, Emiliano no podría recoger por sí solo los escombros desperdigados en el suelo. Y en efecto, su otrora hogar (ahora vive en la casa de al lado, que pertenece a su hermano seis años menor) parecía el trastero de un patio, con botellas y ventanas que se atravesaban como obstáculos por el interior de la sala.

El anciano sacó documentos de una jaba de nylon; papeles y carnets que eran la constancia de años más vigorosos, como cuando empezó de miliciano en la adolescencia o realizó una misión internacionalista a Etiopía, en la década del 1980, como miembro de una brigada de construcción.

Ian lo obligó a ahondar aún más en su memoria. Sin electricidad, él ya no podía utilizar una cocina de inducción –el método más empleado en el “campo”–, y como el carbón está muy caro para una pensión inferior a los 2 000 pesos, terminó cocinando a leña viva. Aquello lo remontó a su infancia, al recuerdo de sus padres, el tasajo de la cena y un Emiliano niño buscando leña en el monte.

“Por suerte, me acordaba de cómo cocinar con leña. Lo que bien se aprende, nunca se olvida”, sonrió y explicó que en un caldero mete el arroz y lo tapa con un pedazo de zinc. Poco a poco, los granos logran ablandarse. Eso sí, el resultado sale más o menos salcochado, lamentó.

Mientras hablaba, un bistec de pollo, envuelto en una malla metálica, oscilaba colgado desde una viga de la casa. “Eso es un invento mío. Un experimento”, reveló el combatiente.

A los pobladores de la zona les dan tanto pollo que, al no poder refrigerarse, termina pudriéndose una porción. Emiliano experimentó poniendo la carne sobrante en salmuera durante dos o tres días para luego tenderla al sol y curarla. Bajo esa lógica, dijo, la comida podría conservarse hasta un mes.

El ensayo número uno estaba casi finalizado. Solo faltaba dejarlo unos días más para verificar su capacidad de conservación, y luego ingerirlo. El número dos, una muestra con mayor peso, se hallaba en un caldero tapado, dentro de la carcasa de una lavadora vieja, para poder protegerlo de animales.

“No le he dicho esto a nadie, porque enseguida dirán que estoy loco”, esbozó el anciano una débil carcajada.

Par de kilómetros más al sur, una retroexcavadora abría zanjas en ambas cunetas de la carretera, con el objetivo de instalar una nueva tubería de agua que fortaleciera el flujo de ese líquido hacia La Coloma. Este problema antecede a los provocados por el ciclón, pues, desde hace años, de 60 litros que se bombean desde el pozo del kilómetro 13, llegan 10 al pueblo pesquero, informó Jesús Rondón, presidente del Consejo de Defensa de Zona de La Coloma.

Después de divisarse varias carpas azules con la estampa de la bandera de China –en las que se distribuye alimentos a los caseríos cercanos–, reside el asentamiento del kilómetro 21, una comunidad que empezó a gestarse en 2009 como un destino de relocalización tierra adentro de los habitantes de Playa Las Canas, una zona que, por sus características topográficas, siempre ha sido vulnerable ante dichos eventos meteorológicos.

Por alguna razón muy particular, a diferencia del escepticismo y el desespero de otros sitios, en el kilómetro 21 se respiraba una armonía entrañable. En cierta medida, porque se pueden ver y tocar los materiales de construcción destinados a las viviendas y locales que no sobrevivieron al huracán Ian.

“Ahí hay una casa”, señaló Juan Miguel Aguiar hacia un cúmulo organizado de tablas y placas de fibrocemento. “Es llegar y armarla”.

Las máximas autoridades, encabezadas por el presi-dente Miguel Díaz-Canel, supervisaron las labores de recu-peración en Pinar del Río. / prensa-latina.cu

Sin embargo, otro factor reside en que el pintor y escultor Kcho es, junto a una brigada de albañiles, el encargado de la recuperación de esa zona. Se ha ganado el respeto de los lugareños. Además, ostenta el areté de acciones similares en el pasado, como cuando fue a apoyar en la Isla de la Juventud tras el paso del huracán Gustav en 2008, que después afectó la provincia de Pinar del Río.

“Aquí todo es más rápido”, dijo Aguiar, quien también perdió su hogar y ha escuchado rumores de que en otros lugares el proceso de recuperación no ocurre tan vertiginosamente. “Es más rápido por Kcho. Él está arriba de esto. La escuela la hicieron en dos días. La bodega la terminaron ayer…”.

Luego de ese punto en el kilómetro 21, la carretera hacia La Coloma casi llegaba a su fin. Sin embargo, el desastre aún no acababa de desnudarse.

Estamos vivos, pero destruidos

Lázaro Flavio sintió que el ciclón ya soplaba a las 11 de la noche del lunes 26 de septiembre. Le avisó a su hermano y este solo le respondió que Ian no entraría antes de las tres de la madrugada. No obstante, en la medianoche empezaron a volar cuchillas de zinc desde la nave del astillero. “¿Viste que hay ciclón?”, zarandeó el hombro de su hermano.

En una primera ocasión, el aire venía del este y empujaba la casa por un costado. Lázaro contaba con que, si eso continuaba así, la estructura resistiría sin problemas; cuando cambió la dirección del viento, y este empezó a soplar desde el sur, el mar se volcó hacia el pueblo de forma avasalladora.

“Vamos echando de aquí, que nos ahogaremos o la casa se nos va a caer arriba”, gritó Lázaro, a la una, con el agua por el pecho y temeroso de que esta no se detuviera a esa altura.

Su hermano, su cuñada y él salieron a evacuarse a la cochiquera del vecino. En cuanto lo hicieron, la casa fue arrastrada por la corriente.

***

A las 5 y 46 antemeridiano, el agua también llegaba al pecho de la anciana Marta Hipólita Martínez, una colomera de Calle Real, residente de un barrio sin nombre donde desaguan otras áreas del pueblo y cohabita un canal; en definitiva, una zona de bajo relieve que se inunda ante la lluvia más tintineante e inofensiva.

Las escuelas, pese a los daños en su infraestructura, retomaron las clases a pocos días de ocurrido el fenómeno.

Con el torrente causado por el ciclón Ian, sobre las 5 y 46 minutos, el yerno de la vieja intentaba apuntalar alguna parte de la casa y para qué… se preguntaba ella, si todo era un desastre. A las 8:30 o 9:00 de la mañana, la familia se evacuó, a duras penas, fuera del barrio sin nombre, a una casa en la otra acera de Calle Real.

Lázaro es pescador y su vida ha peligrado varias veces en el mar. “Pero esto estuvo más feo”, admitió sin rodeos. “Yo pensaba que aquí no quedaba nadie. Cuando vi el agua subir tanto, pensé que un bulto de gente se había ahogado, porque ya llegaba al techo y nadie de las casas bajas se había evacuado. Tengo 40 años, he vivido siempre en La Coloma y nunca he visto la mar como la vi en este viaje”.

“Estamos vivos porque el ciclón no trajo agua. La mar fue la que nos perjudicó”, reiteró varias veces Marta Hipólita. “Gracias al Señor, estamos vivos, pero destruidos”.

Lázaro notó que la marea empezó a descender a las 7 y 10 de la mañana. Una mirada suya le bastó para comprobar que de su casa –ubicada a pocos metros de la costa, junto al astillero de La Coloma– solo quedaba el cemento del suelo, la cama y un par de muebles rotos.

“Tengo 40 años, he vivido siempre en La Coloma y nunca he visto la mar como la vi en este viaje”, dijo Lázaro Flavio, mientras señalaba las ruinas de su casa.

“Ahí se perdió todo. No sé ni por dónde están las cosas. Se las llevó la corriente. De lo mío solo encontré un ‘teni’. Uno solo, el izquierdo”, lamentó.

Ningún electrodoméstico pudo recuperar, ni siquiera el bote con el que pescaba, que tenía amarrado y se fue flotando a quién sabe dónde. Apenas se salvó el chinchorro, una malla de pescar que, por el peso de sus numerosos plomitos, resultó inamovible. Ah, y sus cuatro cochinos adultos, que los encontró bien lejos. Sin embargo, de las siete crías que la puerca había parido hacía dos días, solo uno había sobrevivido. El resto murió ahogado.

“Estamos vivos porque el ciclón no trajo agua. La mar fue la que nos perjudicó”, dijo Marta Hipólita. “Gracias al Señor, estamos vivos, pero destruidos”.

Más no está desanimado, “Pa’ qué. Lo que hay es que echar pa’ adelante”, dijo él. “Yo solo espero a que me den los materiales para hacer mi casa otra vez ahí”.

Si bien la casa de Marta Hipólita era un poco más fuerte, los destrozos fueron evidentes: fragmentos del techo, ventanas, algunas paredes comprometidas… solo cuando viniera la luz –llevaban en apagón dos semanas–, se sabría cuántos equipos eléctricos se salvaron.

Desde mucho antes del ciclón, la anciana tenía puesto bloques de concreto bajo las patas de la cama. Como era normal que en la zona subiera un poco el agua con cada lluviecita que cayera, era necesario ganar algo de altura. Por supuesto, con Ian no sirvió de nada y el colchón seguía mojado. Quizás nunca se seque.

Para dormir, ella coloca la cortina del baño –es de nylon y la lava cada día– sobre el colchón y encima tiende un juego de sábanas. Se acuesta. Luego amanece temblando por la frialdad y la picazón en el cuerpo que provoca un colchón húmedo. Se despierta y se enfrenta a otro día.

La Coloma, un pueblo vulnerable ante el mar

Para el feriado 10 de octubre, en La Coloma aún quedaban 1 442 viviendas afectadas, de un total aproximado de 2 200, aseguró Rondón, el presidente del Consejo de Defensa de la zona. Otras cifras: más de 500 techos completamente destruidos y más de 200 derrumbes totales (se considera así cuando la estructura de una vivienda se afecta en más del 50 por ciento).

El apoyo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias fue crucial para acelerar el proceso de recuperación tras el huracán Ian.

Las olas alcanzaron los seis metros y el nivel de agua subió hasta casi dos metros y medio; en los edificios robó 60 centímetros de las salas y cuartos de los primeros pisos. Avanzó dos kilómetros tierra adentro, de tal forma que devolvió, a su hábitat natural, a la langosta gigante de piedra que recibe a los visitantes del pueblo. Y no llovió tanto, ya se sabe.

“No hay palabras para describir lo que pasó en La Coloma, ver un pueblo bajo el agua, de noche…”, describió Rondón. “Casi nadie pensaba que el agua subiría a esa altura. Jamás se pensó. No hubo fallecidos, por suerte”.

En ese momento, 30 por ciento de los habitantes locales tenía electricidad en sus casas y, al parecer, a nadie le faltaba el agua potable, gracias al apoyo de las pipas.

En la Empresa Pesquera Industrial de La Coloma (Epicol) trabajan más de 1 000 habitantes de la zona (de unos 7 000 en la comunidad). Sin duda alguna, representa el corazón económico del pueblo.

El joven de 30 años Heikell Monroy, secretario general del Buró Extraterritorial de Epicol, estuvo de guardia ese día en el Combinado y recuerda que, cuando subió el mar, muchos trabajadores tuvieron que salir corriendo.

La Empresa Pesquera Industrial de La Coloma re-presenta el corazón económico del pueblo. Sufrió graves daños en su instalación y sus embarcaciones.

“Tras conversar con personas de 90 años, me dijeron que ni el famoso ciclón del 44 hizo tanto estrago como este”, dijo Heikell.

El mar torció la grúa mecánica, rompió tejas y se infiltró en algunas maquinarias industriales. Si bien los barcos se guarecieron en el refugio, a algunos los mandó por encima del manglar y a otros los sumergió hasta el naufragio. Después de 15 días del ciclón, la empresa había podido recuperar varios del fondo marino y solo quedaban cuatro barcos hundidos.

Para colmo, el siniestro ocurrió a las puertas del mes de octubre, cuando empieza la “corrida” más grande de la langosta en el año. La empresa mandó a pescar a su flota –aún sin estar en su máxima capacidad– y se procesarían los mariscos en las fábricas de la Isla de La Juventud y del Surgidero de Batabanó, en Mayabeque.

Según Rondón, en aproximadamente dos semanas debería recuperarse el centro. También calculó que a La Coloma, por su parte, le podría tomar dos meses “si todos los recursos llegan a tiempo”. No obstante, a pesar del apoyo de múltiples organismos y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, cree más probable, por la situación de escasez, que su pueblo retome una cierta normalidad pre-ciclón en no menos de seis meses.

Debido a la cantidad de viviendas perjudicadas, el Consejo de Defensa estima –dijo Rondón– que pudiera ser una buena ocasión para incentivar una relocalización tierra adentro de los habitantes afectados. “Es lógico. En Las Canas (los habitantes) no querían salir, pero salieron y ahora están contentos. Las Canas hubiera vuelto a ‘desaparecer’ (debido a los huracanes Lili e Isidoro, esa comunidad sufrió una enorme afectación), porque allí el agua subió a más de dos metros”.

Al hallarse en una zona baja en relieve y adyacente a la costa, La Coloma se encuentra vulnerable ante la infiltración del mar y el retroceso de la línea costera por los efectos del cambio climático. El pueblo, tal y como lo conocemos, irá perdiendo terreno y se estima que para el año 2100 gran parte de este desaparezca.

Según manifestó Idalia López, delegada territorial del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (Citma) de Pinar del Río, “necesariamente no tiene que considerarse la relocalización como única variante.

“Sería improcedente extraer toda esa población”, fue tajante. “Lo que hay que asegurar condiciones donde están hoy asentados, de forma tal que disminuyan esas vulnerabilidades que la exponen (a la población) a ese nivel de daño luego de un evento hidrometeorológico”.

Otra cuestión a tomar en cuenta, dijo, es la cultura e idiosincrasia del pueblo. Es muy posible que, aun realizando la inversión para un nuevo asentamiento tierra adentro, los colomeros –pescadores, al fin y al cabo– terminen regresando a su entorno natural. La relocalización deberá ocurrir, pero de manera gradual y con una estrategia bien clara.

El viaje a la costa norte

A diferencia del camino a La Coloma desde la ciudad de Pinar del Río, el viaje hacia la costa norte, por la carretera de Viñales, es un poco más colorido, algo así como una gama más fuerte. El verde del campo chapeado por los vientos, es más verde. Y el amarillo de los mogotes, de las matas y hojas marchitas por el huracán Ian, es más amarillo. Eso sí, no se divisaba el azul de las carpas con la estampa de la bandera de China.

La destrucción no fue uniforme tampoco, como si el huracán zigzagueara ebrio por la vía: en un tramo largo, todos los postes yacían en el suelo, mientras que en el otro siguiente las palmas ni se habían despeluzado.

Brigadas de linieros procedentes de diversas provin-cias de Cuba, fueron a apoyar a Pinar del Río en el restablecimiento de sus líneas eléctricas.

Por el Valle de Viñales, la reconstrucción transcurría veloz. Reclutas recogían yerbas por toda la zona, mientras linieros enderezaban los postes que conectarían la línea eléctrica de La Palma a Viñales.

Oscar Luis Alfonso, jefe de una brigada de CTO (Centro de Operaciones) proveniente de Santiago de Cuba, supervisaba la instalación de algunos grupos electrógenos. Lo hacía con la serenidad ganada tras 25 años de experiencia en la empresa eléctrica y ocho ciclones, contando este reciente. Realmente, Alfonso es oriundo del municipio de San Cristóbal (su acento lo delataba): pero desde hace cuatro años reside en la provincia oriental.

“Pero Pinar del Río es mi cuna, donde nacieron mis padres. Donde nací yo”, dijo flamante.

En el hotel La Ermita, una brigada de albañiles reparaba tejas criollas de los techos y rearmaban el guano de un ranchón. El director del establecimiento Sergio Cabrera pronostica que, antes de concluir octubre, esté listo el hotel para recibir la temporada alta del turismo.

El centro histórico del pueblo, que se mantenía electrificado en algunas zonas gracias a dos grupos electrógenos del Estado y a otros más pequeños de las casas de alquiler, gozaba de un bullicio atípico, al menos para esos días en otras localidades. Los extranjeros paseaban, comían y realizaban sus excursiones ecoturísticas tal y como sucedía antes del ciclón. Viñales –escribí alguna vez–, es un gran monedero forrado de yute.

Mas, esto no libra al pueblo de los ataques de la naturaleza. Muchas viviendas de afuera del centro histórico –dentro, casi todas son de placa– quedaron en los cimientos o perdieron sus techos, y los daños en el Parque Nacional de Viñales fueron abrumadores. De hecho, según cifras preliminares de la delegación del Citma en Pinar del Río, en toda la provincia se afectaron alrededor de 10 200 hectáreas de bosques forestales. Y muchísimos guajiros como Perico (Yoany Morales, su nombre real), quien desde hace años había emprendido con fórmulas agroecológicas para cultivar, perdieron muchos árboles frutales que tardan varios lustros crecer desde cero.

En lo que sí se asemeja la carretera norte a la del sur es en la ansiedad de la gente por regresar a una normalidad quebrantada de improvisto.

La mayoría de las personas entrevistadas en este trabajo, cuyas casas fueron fustigadas por el ciclón, recibieron apenas una visita del delegado de su circunscripción, quien anotó las afectaciones de la vivienda. Después no habían recibido alguna información nueva al respecto. La falta de comunicación también provoca desesperanza.

“Nosotros sabemos que hay bastante desastre y que esto tiene demora, pero por aquí no ha pasado ninguna comisión. Mi hermano es diabético. Tiene un dedo amputado. Después del ciclón se le rajaron los pies por abajo. Vive solo, se le tumbó la casa y allí no ha ido nadie”, se quejó Nilda Martínez, la maestra de la escuela primaria del kilómetro 16 de la carretera a La Coloma.

Otro estado de opinión popular que se mueve, del norte al sur de Pinar del Río, es el de la falta de preparación con respecto a otros ciclones anteriores. Algunos pobladores del kilómetro cuatro de Viñales, por ejemplo, argumentaban que, a diferencia de años atrás, no se podaron árboles ni se retiraron carteles de la carretera antes de la llegada de Ian.

“Por aquí no pasó nadie”, dijo Marta Hipólita Martínez. “En otros ciclones, siempre alertaban y evacuaban a la gente”. Y recordó que, cuando Isidoro, evacuaron a casi el pueblo entero de La Coloma hacia las “escuelas en el campo” de la ciudad de Pinar del Río.

Laiza Dueñas, una joven residente de Puerto Esperanza, dijo que en su pueblo no se evacuó a nadie y cree que en los días previos no se dieron las alarmas suficientes en los canales informativos, lo que derivó en que la población subestimara este huracán. “Nadie contaba con lo que pasó”, afirmó ella. “Todo el mundo entiende que eso es un hecho natural, que nadie tiene la culpa, pero debimos haber estado más preparados”.

Ella recordó que, cuando el Gustav, las autoridades suspendieron las clases en los dos días previos al paso del ciclón para que la gente se preparara bien. Además, evacuaron a la gente en guaguas y a los pobladores de Puerto Esperanza que vivían más cerca de la costa, casi que los obligaron a refugiarse al final del pueblo. “Pero en esta ocasión, no. No fue igual. Y a todo el mundo le tomó de sorpresa”.

Por su parte, dijo Roldón que ese mismo lunes 27 de septiembre, la Defensa Civil fue con guaguas por las zonas bajas de La Coloma, que tenían los centros de evacuación listos, y que apenas 104 refugiados decidieron guarecerse. “Te das cuenta de que la percepción de riesgo es baja”, observó él. “Sí nos alertaron de que el agua iba a subir. Los canales de comunicación funcionaron. Incluso se le comunicó a la gente y muchos decían: ‘Yo me quedo aquí a cuidar mis cosas, mis propiedades’.

“En 2002 sí se evacuó La Coloma para Pinar del Río, pero cuando aquello existían los pres en el campo y estaban las condiciones”, prosiguió. “Hay que reconocer que evacuar un pueblo, hoy por hoy, es un gran reto”, concluyó Rondón.

Este viaje hacia la costa norte terminó en la playa de Puerto Esperanza. Unas 20 embarcaciones pequeñas estaban ancladas en sus aguas, ondulaban ante el vaivén de la marea. En ese recuadro, si no fuera por la vegetación estéril de las inmediaciones, pareciera que un ciclón jamás pasó por allí.

Todos los espigones estaban destruidos. Solo quedaban meros palos que sobresalían de la superficie del mar. Cada año, dicen los pobladores de allí, esas estructuras se corroen. Y cada año se reconstruyen. 


CRÉDITO

Fotos: Anaray Lorenzo

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