Eduardo Zamacois fue un escritor nacido en Cuba, de los más prolíficos de la llamada Edad de Plata en España. De sus obras se desprende que se sentía más español que cubano, pero colaboró con varias publicaciones de la Isla. Una de ellas fue Bohemia, donde se publicaron, entre otros textos, la serie de crónicas de viaje De la vida inquieta.
Hoy rescatamos la conversación que tuvo con el Brujo Bohemio, publicada en las páginas de la revista el 16 de septiembre de 1918.
VIEJO RECUERDO – LA COQUETERÍA DE LOS AÑOS Y LA SERIEDAD – CIFRAS Y LIBROS – SIEMPRE LA CONTRARIA + EL PEOR MOMENTO – PROYECTOS Y ANÉCDOTAS – EL PRINCIPIO DE UNA HISTORIA
–¿No ha vuelto usted a verla? – me pregunta Zamacois
–No, cuando pasé por España la última vez, sabiendo que a su vuelta del Cairo quedóse a vivir en Barcelona, pretendí encontrarla, pero había desaparecido sin dejar el menor rastro.
–¡Qué mujer tan interesante!
–¡Qué mujer tan agradable!
Y por esa imaginación de ambos, ha cruzado la figura de Madame, como jalón que señala una etapa en el camino de nuestra vida.
El recuerdo de una publicación madrileña que durante largo tiempo constituyó un éxito, días difíciles después, el suicidio de Antonio, una viuda inteligente, bella, pletórica de juventud; de aquellos días debe guardar el novelista mucho recuerdo intenso, ingrato también.
Cuando en Madrid conocí el resto de aquella historia, y en sus derivaciones viví cerca de un año, sentí deseos de conocer a Zamacois, pero la oportunidad no llegó a presentarse por entonces; más tarde me fui lejísimo de España, y pasaron los días, los años … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … …
Acodado en la mesa observo al escritor atentamente. Es alto, de buena figura; conserva tersa y ajena de arrugas la piel de su rostro; su cara es aniñada; gordifloncilla junto a la boca, algo infantil; el cabello bastante encanecido, lo peina con arte cuidadoso, ocultando, arreglando, rejuveneciendo. Seguramente a Zamacois la contemplación de sus canas le asusta un poco. Ferviente adorador de su juventud que no quisiera perder nunca, para vivir la vida bellamente, fuertemente, como en sus mejores año de muchacho.
Quedamos citados para otra noche y en tanto Recallés pasará por el hotel y le hará unas fotografías.
***
Y otra vez de sobremesa escucho a Zamacois relatar anécdotas de su vida.
Va contando despacio, con su voz pausada, apagada ligeramente, como filtrándose perezosa al través de sus labios apenas entreabiertos. Acciona jugando las manos con cierta delicadeza un poquito estudiada. A pesar de ser un hombre sumamente nervioso, da la impresión de no serlo.
Zamacois va contando.
–En Puerto Rico me ocurrió una cosa que tiene gracia. Explicaba la lucha que en España existe entre los partidarios de Belmonte y el Gallo, y siempre que aludía a este último, el operador se equivocaba, proyectando en la pantalla el retrato de Belmonte; a la cuarta o quinta equivocación, queriendo arreglarlo con un chiste, dije al público, Nada señores, el operador me ha salido Belmontista, y al oír esto, el aludido, asomóse por la ventana de la cabina y dijo a voz en grito:
–No señor, yo soy negro nada más.
Se han dicho nuevos chistes, hemos apurado las copas de cognac, y nos levantamos para dar un paseo; varios amigos nos acompañan. En la calle Zamacois y yo nos emparejamos.
–¿Qué edad tiene usted?
–Quedóse el maestro pensativo y burlón, un poco preocupado sin saber qué decirme.
–¿Cuántos pondremos? –se pregunta así mismo
–¿Treinta y siete? le sugiero con cierta intención.
–No, póngase uno más
–¿Treinta y ocho?
–¿A usted qué le parece?
–Sí, eso es perfectamente creíble.
Y los dos echamos a reír; ha pasado el momento difícil; y sin embargo, el célebre novelista no representa más edad. Está muy joven, si no fuera por esos hilillos de plata…
–¿Usted no es hombre serio?
–Verá usted; he procurado siempre no ser muy formal, esto tiene una explicación. No siendo formal, y sabiéndolo así todas las amistades, hace uno cualquier cosa y a nadie le extraña; ¡bah! cosas de fulano. Además como vive uno sin gran formalidad, no formaliza uno nunca sus pasos en la vida, o por lo menos resulta dificilísimo el que uno dé pasos definitivos y formales. Tiene usted en cambio un hombre serio, que se casa, tiene hijos, vive veinticinco o treinta años en serio, y a lo cincuenta, un día se enamora de la institutriz de sus hijas. Pues bien, ese hombre, como todo lo hizo siempre en serio, esta vez se enamora en serio, se escapa en serio, y en serio abandona para siempre a la mujer y a sus hijos. No; mejor es una vida un poco frívola. La soledad suele tener bromas pesadas.
–¿Lleva usted ahora mucho tiempo por América?
–Dos años hace que salí de Europa.
–Es usted casado? –pregunto, recordando una noticia de boda que recientemente se publicó en todos los periódicos de la Habana.
–No señor, viudo y con una hija a la que quiero muchísimo.
–Pues decían…
–Le aseguro a usted que soy viudo, y enviudé hace bastantes años.
–¿Le producen mucho sus conferencias?
–En Cuba, en cuatro meses unos once mil pesos, de los cuales siete mil pueden considerarse utilidad. En los dos años que llevo por América, cuarenta o cincuenta mil pesos.
–¿Y tiene usted dinero?
–No señor; esto es desagradable porque yo quisiera guardar algo.
–Será usted vicioso.
–El alcohol no me domina, y el juego tampoco.
–¿Y la mujer?
–Como a todos, ¿a qué hombre no le gustan las caras bonitas? Ahora bien, los viajes me llevan muchísimo dinero, entre pasajes y hoteles gasto un dineral, en estas dos partidas quedan gran cantidad de mis utilidades.
–¿Cuantos libros lleva usted producidos?
–Creo que son treinta y dos.
–¿Y cuál prefiere usted?
–»La opinión ajena», después de «Punto Negro».
–Este último, creo que es el que obtuvo mayor venta.
–Sí, probablemente, no lo sé con fijeza por haber perdido la propiedad de la mayoría de mis obras en favor del editor Sopena; únicamente las últimas me pertenecen.
–¿Escribe usted con facilidad?
–Produzco con facilidad, pero escribo con trabajo, es decir, una pereza material, no mental.
–¿Cuándo empezó usted a escribir?
–Creo que fue a los diez y seis años; la primera novela que lancé fue «La Enfermedad», la segunda «Punto Negro».
–¿Ha vivido usted sus obras?
–En gran parte las viví o las he visto vivir; las obras vividas no cabe duda que tienen el vigor de la realidad, por eso, «Punto Negro» es inmensa, porque fue escrita con la fuerza de la pasión, quizás la primera pasión verdadera que yo tuve.
–¿Ha versificado usted?
–Nada que valga la pena, no soy poeta.
–¿Y de teatro?
–Varias obras: «Nochebuena», «Frío», «El pasado vuelve», «Presentimientos» y «Los reyes pasan».
–¿Y algo más?
–Ocho o diez tomos de artículos
–¿En el curso de su vida literaria la mentalidad de usted ha evolucionado?
–Sí; en una segunda época, ya me dominaba la preocupación del más allá, y nace “El otro”, más tarde vino “La opinión ajena”, que es la novela de la ironía.
–¿Cuál es el rasgo más saliente de su carácter?
–Hacer todo lo contrario de lo que quiero.
–Pero eso alguna vez que otra.
–No señor, he pasado toda mi vida llevándome la contraria.
–¿Qué quisiera usted ser?
–Lo que soy.
–¿Tiene usted vanidad?
Zamacois queda un momento entre vacilante y sorprendido por la pregunta; después tomando una resolución casi heroica, replica.
–Sí,!que demonio! tengo vanidad, pero entendámonos, algo como pasión de la gloria, halaga mucho el ser halagado, pero no sacrifico mi vida a la vanidad, me siento independiente, libre.
–¿Está usted satisfecho de su obra?
–Le contestaré a usted contándole un sucedido. Un día hablando con Pérez Galdós en su despacho, y refiriéndome a la enorme estantería donde se alineaban las ediciones y traducciones de sus libros, le dije: Don Benito, que satisfacción será para usted el contemplar todo eso. Y el venerable anciano por toda contestación, tuvo un gesto de ironía, desaliento, indecisión, no sé a punto fijo, pero un gento que daba pena, y hacía pensar.
–¿Cómo se explica usted que hombres como Benito Pérez Galdós, cuya vida no ha sido intensa, hayan producido obra tan admirable?
–Yo creo que a veces en la vida produce mejor el observador que el actor; el que observa estudia más, el que actúa, vive más, pero no tiene tanto tiempo para observar fríamente, la intensidad misma le distrae, le absorbe.
–¿Cuál ha sido el peor momento de su vida?
En Buenos Aires un incendio en el hotel donde vivía; quedamos dentro de los cuartos los huéspedes, con la salida cortada por el fuego. El otro se tiró por un balcón y se rompió varios huesos; yo espere a que los bomberos subieran, como así fue. Recuerdo que salvé los objetos de toilette, porque vivir sin arreglarse debe ser horrible, y un diccionario, porque un escritor sin diccionario de consulta, no se concibe. Crea usted que fueron unos momentos bastante desagradables.
–¿Usted nació en Cuba?
–Sí, y me crié en Europa.
–¿Ha viajado mucho?
–Enormemente.
–¿Qué proyectos tiene usted ahora?
–Pasar dos años más por América, es probable que después me vaya a vivir a París, y funde allí una revista del corte de “Mundial” aquella que dirigió Ruben Darío.
Continuamos caminando despacio por Prado, sigue hablando el escritor de su vida agitada, movidísima, la eterna lucha, sus viajes pintorescos, y entre las anécdotas de que va sembrando la conversación, recojo una, ligera y bonita, que el mismo Zamacois tiene publicada entre sus cuentos.
Un día en Paris, el novelista no tenía dinero para pagar el almuerzo. Salió resueltamente a la calle, y camino del Monte de Piedad, se despidió mentalmente y por unos días de su reloj, talismán precioso que en más de una ocasión le salvó de otras difíciles situaciones. Cerca ya de la puerta del establecimiento, vio venir hacia él una linda muchacha; paróse a contemplarla en el andito de la acera; alzó ella la vista, y dos miradas se cruzaron como un saludo. Después Zamacois siguió caminando sin entrar al edificio, allí delante de ella la daba cierta preocupación, y unos instantes después, curiosamente volvió la cabeza, y la linda jovencita, parada junto a un escaparate, le miraba maliciosa y con gesto que parecía una invitación. ¿Volvería hacia aquella mirada? Pero si no tenía dinero, y volver sobre sus pasos para entrar en el Monte de Piedad, ante los ojos de la desconocida, era un poco violento; había que disimular, y continuó otra vez a lo largo de la calle como si arrepentido abandonase la pequeña aventura que estuvo a punto de surgir, hasta que supuso que la joven alejándose también se habría perdido de vista.
Giró sobre sus talones a fin de cambiar de rumbo y desandar el camino, y mentalmente , despidiéndose una vez más de su reloj, al llegar al portal del edificio penetró resueltamente, coincidiendo asombrado con la desconocida que hacía lo propio. Ambos entonces se comprendieron y echáronse a reír. Zamacois la dijo:
–Vengo por dinero con que pagar mi almuerzo hoy.
Y ella le replicó entre carcajadas:
–Yo también; y ¡pensar que al verle mirándome entre curioso y admirativo, tuve la esperanza de una invitación!
Y aquel día almorzaron juntos, y siguiendo la broma cada uno pagó su cubierto.
–Yo sé de algunas de sus aventuras, sobre todo aquella de …
–Sí amigo Brujo, pero no publique nada de eso.
–Prometo hacerlo con una sola condición; me dijeron que fue aventura original y simpática.
–Ciertamente.
–La condición consiste en que me cuente usted los detalles.
–Pues verá usted, una noche en el Hotel me disponía a bajar al comedor, cuando…
Un amigo paró a Zamacois en aquel momento haciéndole algunas preguntas; en tanto procuré encender un cigarrillo, una ligera brisa dificultaba la operación; triunfo del aire; el amigo se despidió; reanudamos el paseo.
–Siga usted Zamacois.
–Como íbamos diciendo, una noche…
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