El novio perfecto

Texto publicado en la sección Opiniones el 22 de junio de 1930

Por Miguel De Marcos

Aun quedan trovadores capaces de vestirse con polvareda de estrellas. Aun quedan hombres, bajo el signo de la chata banalidad contemporánea, que no desdeñarían trepar, con dilecta pezuña, por la escala de Julieta. Se equivocan los que creen que el mundo es una superficie gris y lisa, sobre la que pululan tan solo pobres fantoches mecanizados galopando detrás de los tickets de las cotizaciones.

Ved ese caso ocurrido hace algunos días en Cornwall, una población de Canadá. Eleazar Sidney Vaillancourt se sentía aquejado por una extraña voracidad: amaba con furia, con estruendo, con acuidad dolorosa, con una ternura sin limitaciones a Leona Lafave. Si ésta, en su hacienda, surgía entre sus trémolos de virgen púdica bajo la fronda de un árbol, hacia allí corría. Eleazar, con un éxtasis mudo, con un agua turbia en sus ojos, con toda el alma ungida de sonoridad y de misterio. Y al pie de la linda muchacha, callado, tranquilo, para herborizar su amor, se entregaba al placer moroso de roer unas yerbas minúsculas y rastreras.

Consecuencias aflictas del amor lleno de pureza y de entusiasmo. O tal vez, recaída violeta, recidiva tenaz del noble Vaillancourt en las apetencias dilectas del vegetarianismo. Pero había algo más que este fervor de verduras en el espíritu del galán. A cada instante sentía la urgente necesidad de bombardear a su amada con largas cartas enmarañadas, cartas de amor, descriptivas, inflamadas, entre cuyos renglones de fiebre, capricaba su amor infinito y edulcorado, vestido de flores, tocado de anémonas, orlado de estrellas, cuajado en suspiros. Dijérase la reedición gastada e interminable de la serenata de Arlequín. Era un impulso inhibible de su alma. Ponía ésta en su mensaje y cada día sus “patas de mosca” penetraban en la quinta de la muchacha para alegrar su vida, para embellecerla, para contarla –a veces, con horrendas faltas de ortografía– los tumultuosos delirios de su corazón.

Se esforzaba patéticamente en el género epistolar. Perfeccionaba sus prosas. Se tornaba torrencial en sus cartas. Aquel novio criollo que, según una leyenda dorada, pedaleaba con brío sobre su bicicleta, para ver todas las tardes a su amada que residía en Guanabacoa, resultaba a su lado una estampa marchita y desvaída. Vaillancourt, en su amor, era de continuo, un tratado en veinte volúmenes in quarto, sobre los fenómenos de la superación.

Hace algunos días se adhirió al teléfono. Al final del hilo, en su hacienda de Cornwall escuchaba la dulce Leona. Y Vaillancourt, con su voz acariciadora, lagotero y preciso, informó a la amada: –Quiero que lo sepas. He fabricado para ti una linda carta de amor. No se parece a las anteriores. Digo en ella cosas inéditas, augustas y resplandecientes, sobre la llama de oro de tus cabellos. Canto, en un nuevo estilo, el prodigio de tu cuerpo. Mis palabras son como abejas que rondaran con su trompa apetitosa, la flor de tu alma. Déjalas llevar a ti, Leona. Fórmate con ellas una guirnalda luminosa para tus cabellos.

Por el hilo telefónico llegaron a la oreja peluda de Vaillancourt, unos susurros tenues. Semejaban besos. Semejaban exteriorizaciones de un fastidio fundamental y apocalíptico.

Pero Eleazar Sidney Vaillancourt, inhibido de amor, volvía a la carga: –Quiero que lo sepas. Tengo la carta en el bolsillo. Si la echo al correo tardará un día en llegar a ti. Y anhelo que leas mis renglones esta misma tarde, en tu jardín, a la hora crepuscular. No te fijes en la letra.

–¿Cómo harás para que lleguen a mí, esta misma tarde, tus dulces renglones?

Y Eleazar, magnífico de verve, de entusiasmo, de fanfarria y de amor, exclamó: –He fletado un aeroplano. Un estupendo trimotor. Un fuselaje espléndido. Iré en avión. Me reconocerás por una gardenia que llevaré adherida a la solapa del traje. El aparato, óyelo bien, volplaneará sobre tu jardín. Haré que llegue junto al suelo. Y entonces dejaré caer mi carta de amor para ti. Ah, llevaré algo más: he comprado un ramo maravilloso. Quince pesos, querida Leona, en el mejor jardín de Otawa. Pero no me importan los sacrificios. Todo mi afán es que leas esta misma tarde, mi carta, en la gracia silenciosa de tu jardín. Adiós mi amor: dentro de cinco minutos subiré al aeroplano. Y partiré para allá, para Cornwall. Fíjate bien en el aeroplano: color gris. Fíjate bien en la carta: color violeta. Y lee mis renglones. No veas en ellos, solamente, una certificación elocuente de mi amor. Tienen estilo. Tienen una excelente factura literaria: mezcla de editorial y de crónica.

Eleazar Sidney Vaillancourt corrió hacia el campo de aviación. Allí estaba el aeroplano que había fleteado para llevar personalmente una carta de amor a su Leona, acogida a las arboledas despojadas de Cornwall.

Leona Lafave, en su jardín risueño, siente un runflar estruendoso sobre sus cabellos. Es el avión alquilado por Vaillancourt que desciende de las nubes entre suaves parábolas. Y allá sobre la masa gris del aparato se advierte una figura que parece brotar de la cabina como una llama. Es el novio perfecto, es el novio incomparable. El aeroplano desciende aún más. Parece rozar los pinos del jardín. Pone una sombra sobre los arreates floridos. Y de repente cae un paquete del aeroplano: es el ramo que lleva prendida la carta de Vaillancourt.

Una gran voz clama desde la cabina del avión: –Léela toda, Leona. Te digo cosas nuevas sobre nuestro amor. Pero no te fijes en la letra.

Hay, de repente, un craquido en el motor. Es la paralización. Es el fallo abrupto. El aeroplano va a remontar y súbitamente, en una trágica voltereta, cae al suelo. Y allí, junto al ramo y junto a la carta –no te fijes en la letra, Leona–quedó destrozado, muerto, como un pele, el cuerpo de Eleazar Vaillancourt…