Añoranza

De regreso a casa. A esos pequeños espacios de silencios como ecos ultrasónicos. A un abrir y cerrar de cajones con las ropas que fuimos dejando atrás pues el futuro se enfrenta ligero. De momento, todo está en el mismo lugar, intacto: los muebles, los cuadros, la disposición de la cocina, la pila del baño todavía con el mismo truco para evitar un goteo final; y tu madre, menos tolerante y más amorosa.

Pero eso ya lo sabías y perdiste el miedo al volver justo cuando te dicen que tu equipaje no se montó en el vehículo por una distracción del técnico encargado, discutes un momento sin ánimos reales de hacerlo. Caminas por la senda de salida de la terminal y sabes que no necesitas nada, ni siquiera esas ropas que traes del futuro: este presente también se enfrenta ligero y sin miedos.

Volver no es simple si te fuiste huyendo de las pérdidas importantes. Tampoco es sencillo ver tu cuarto convertido en el de desahogo, sobre todo cuando era tu cuartel, cómplice de ensueños y algarabía. El techo parece aplastarte, y luego entiendes que donde vives ahora el puntal es más alto, entonces sientes que has regresado grande ꟷquisieras escribir adultaꟷ. Sin embargo, el planetario fosforescente permanece con su brillo neón en la oscuridad.

Retornar también implica querer hacerlo a la música que dejaste. Por eso en la mañana suena Pedro Pastor para anunciarles a los vecinos el regreso. Al escuchar sus canciones sientes la necesidad de la memoria histórica, el cuestionamiento de las dinámicas capitalistas, la posibilidad de potenciar alternativas y la obligatoriedad de que estas pasen también por la autocrítica. Te olvidas de los cajones semivacíos y vuelves a pensar en lo que ya pensaste meses atrás: la música es la magia en estéreo.

A Pedro Pastor lo conociste en la pandemia del Covid-19, tiempo del mismo sillón, la mesa, el televisor y la cama en bucle rutinario. Te flechó “A”, una canción de amor alejada del canon de las que reproducen los valores del amor costumbrista que ata, oprime y reprime. “A” es la vuelta de tuerca para amarnos de muchísimas más maneras de las que nos han contado y hacerlo mejor.

Perteneciente a su disco La Vida Plena –que nos llega de sus propias manos porque Pedro optó por autoeditarse– es un puñado de canciones con frescura y espontaneidad. Y aunque entre ellas se reiteran algunos títulos de su disco anterior Aunque esté mal contarlo, de 2012, como “Renacimiento” y “Prometí volver”, la totalidad lo muestra más maduro y consolidado como autor e intérprete.

Las canciones de La Vida Plena son confesionales, un tanto de autorreferencial, como si se tratara de páginas extraídas de un diario personal. Son cantadas en un tono susurrado y coloquial, que abordan temas cotidianos, pero que hablan fundamentalmente de tópicos universales, como el amor y la libertad. Bien lo refleja el propio artista, cuando dice en “A”:

En aquel momento / Tú eras luz y rubor en las pupilas / Eras vitaminas y especias morunas / Yo, en cambio, me debatía / Con medio cuerpo dentro del agua / Entre tu sonrisa y mis estanques /

Justamente de amor hacia un ser especial y la libertad de debatirse entre este y el mundo interior propio de Pedro hace de la estrofa un ejemplo de lenguaje claro, contemporáneo y sin eufemismos, pero con un lirismo inusual en los cantautores de una generación atomizada entre el verso y lo vulgar de vivir.

“A”, como un poema, representa el arrepentimiento cruel por no escoger a la persona ideal y preferir la libertad aunque sea flotando en un estanque bocabajo. Sin embargo, entiendes esta música como un puente para construir lugares lejanos donde bien pueden alojarse tus decisiones o tus grandes momentos de búsqueda personal. Entonces no te importa no saber qué significa “A” para Pedro, si concibes ese título como “A” de Añoranza.

En el fondo, añorabas volver a la puerta de la salida del alma / El mundo en sus pupilas, la calma / Arroyo de la alegría, me salva / Mi carne de cada día, mi casa.

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Diseño de portada: Yissel Álvarez

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