De ventas, garajes y aprendizajes

Una venta de garaje en Cuba es un lugar para aprender. De lo que le sobra a la gente y también de lo que le falta. De lo que sueña, de lo que aspira y de lo que es capaz. Si uno tuviera la posibilidad de arreglar un poco lo torcido, y no supiera por dónde empezar, quizá podría irse a vender, con una libretica lista para tomar notas, a una venta de garaje. Allí podría aprender muchísimo sobre comercio, economía, sociología, psicología, filosofía y… ¡hasta de periodismo! Una venta de garaje viene siendo como una clase práctica sobre comercialización y tenacidad.

No has terminado de colgar la ropa y ya aparece el primer curioso. Mira desde el otro lado de la verja, pregunta por aquellos zapatos rojos. ¿Y qué número son? Ah, se ven bien buenos. ¿Y las chancletas? No, no me sirven. Y ¿los zapatos, me los puedo probar? Lo miras, te mira, y recuerdas las tantas veces en que te maltrataron o te ignoraron en las ya casi olvidadas tiendas donde reinaba el CUC. Si quieres vender, has de ser agradable, solícita, te dices y ahí mismo dejas la ropa, tirada encima del montón, con la percha a medio poner, para abrirle al cliente.

Parece interesado de veras. Te pide que le alcances los tenis y, aunque él bien puede agacharse, te inclinas tú y casi, casi le pones el zapato derecho. Te queda muy bien, le dices, a pesar de que, en el fondo, detestas el estilo del calzado. El muchacho agradece, con una sonrisa tímida. ¿Me alcanzas las chancletas?, te pide. Que no le quedan, te dijo él mismo, pero insiste. Allá vas otra vez: las recoges del suelo del garaje y se las traes. Ah, no, es verdad que no me sirven, acepta, entregándote ambos artículos y preguntando por todo lo que llama su atención.

Foto tomada de Radio Rebelde.

Vas perdiendo las ganas de contestar, mas, disimulas: lo tuyo es vender. Al final, se lleva un pulóver para niño que le ofreciste en 100 pesos cubanitos para salir rápido de él. El billete servirá para comprarte un aguacate. ¿Cómo puede ser que un aguacate cueste lo mismo que un pulóver para niño? La economía y sus intríngulis, suspiras y continúas colgando ropa.

La necesidad es la madre del desarrollo, dice una vocecilla en tu interior, con tono filosófico, o burlesco. Es verdad: vendiendo tus propias cositas que ya no usas ganas más de la mitad de tu salario del mes por tu trabajo “profesional”. Con ese dinerito en físico pagas la merienda del niño al cash, porque en la Mipyme del barrio decidieron, otra vez, no aceptar las transferencias. También te gusta esto del comercio: ríes, bromeas con el hombre de la bici que se llevó los shores y la gorra, le tomas el café a tu amiga del garaje, haces la catarsis del estrés de la semana como si fuese normal, y sigues. La venta funciona, además, para cargar baterías.

A veces; otras, no. Estas cositas antes se regalaban, dice una colega de “venduta”, y sientes vergüenza. Es verdad: ¿por qué no dar lo que no usas a tanta gente que lo precisa más, que no tiene? Pero la vergüenza se te pasa, o quizá se esconde entre las patas de tu propia necesidad, porque piensas y caes en la filosofía del aguacate y en la verdad absoluta de un paquete de seis galletas dulces que cuesta, mínimo, 100 pesos; o en la inflación traducida en materia, que es lo mismo que un sobrecito de frijoles de cualquier color en 500 pesos. Se te pasa la vergüenza cuando piensas que ahora ya no es antes.  

Entonces, la muchacha indecisa que has atendido mientras tu cerebro retuerce tantas ideas contradictorias te dice que sí, que va a comprar los Converse de uso, y allí mismo los estrena, porque los suyos podrían quedárseles en piezas entre las manos. Luego pasa un bebé en su coche, cargando dos carros hermosísimos, posiblemente importados. Se pone a llorar por el que tienes tú a la venta, “de uso, pero bien cuidado”, como se dice ahora. Gime y lo señala desde la acera. Tú te levantas de tu asiento, lo tomas y se lo pones en las manitos, sin darle tiempo a la madre a protestar.

Caricatura publicada en el periódico Trabajadores.

Tampoco es que las ventas de garaje sean la feria de las divinidades. Hay días en que no se vende nada y ni siquiera te regalan una sonrisa. Normalmente se llevan las piezas baraticas (a veces usadísimas). No es lo mismo desprenderse de 50 pesos que de 300 o 500 juntos, piensas. De pronto, aparece una mujer, enamorada de aquellos tacones que te regalaron y no te sirvieron. ¿Los cambias por medio kilo de leche?, tantea. ¡Leeeeche! Sí, la leche que le dan por la bodega a uno de sus hijos. Ya se las arreglará ella compartiendo la cuota de dos para sus tres críos. No tiene dinero, pero tampoco zapatos para trabajar. Hecho: leche por calzado.

En las ventas ajenas has encontrado tantas cosas: sobre todo vivencias. Un blazer tiene una historia, quizá de alguna tesis y el estrés correspondiente; y una vajilla contiene el recuerdo de encuentros familiares, de conversaciones alrededor de la mesa, de los afectos. Quien se va para siempre lo vende todo y en esa venta se incluye, gratis, la memoria. Algunos de esos artículos ahora son tuyos, como la fuente de cristal que soporta el peso del búcaro en el centro de la mesa, añorando un buen guiso de garbanzos.

En la venta donde ahora sonríes no es diferente, aunque, como no te vas a ningún lado, solo vendes lo que ya no quieres usar, o lo que no te sirve. Siempre llega el que pregunta si no aceptas que te traiga ropitas o si no las compras para la reventa. Le dices que no, que no, aunque, en el fondo, te cuestionas: ¿y por qué no? Pero no aceptas. También está el que, con toda la seriedad del universo concentrada en su rostro, te pide que le guardes tal pieza, que, por Dios, no se la vendas a otra gente: vendrá en un rato con el dinero. Y el rato se te hizo eterno.

En una venta de garaje aún pervive la ilusión. Como sucede en cualquier parte del mundo, incluso en  países desarrollados. Suena raro, sin embargo es verdad. Algo motiva, moviliza, hasta inspira. Allí te relajas, socializas, te alegras cuando logras vender alguna pieza y aprendes. De comercio, economía, sociología, psicología, filosofía, periodismo… ¡hasta de ortografía! Si no me crees, pregúntate: ¿cómo te enseñaron que se escribía la palabrita: con “jota” o con “ge”? Ahí te dejo la inquietud. Disfrútala, que es gratis.

Comparte en redes sociales:

Te Recomendamos