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Los misteriosos caminos de la felicidad

Una no va por la calle pensando en si es o no feliz. Normalmente no cuestionamos algo tan íntimo, hasta un día en que pareciera cambiar todo: una inflexión del universo, un eclipse o un tornado; cualquier cosa que pudiéramos traducir como infidelidad; y puede ser, por solo citar tres ejemplos, una decepción laboral, una enfermedad o el adiós de un amigo…, que corta de un tajo la vida; la dinámica “rectilínea uniforme” en que, a veces, se desenvuelve simplemente la existencia.

¿Cómo sube usted a una guagua? ¿Calmadamente, sin preocupación, satisfecho con el día que comienza o que termina? ¿Qué nos importa cuando logramos abordar una de esas especies de mamíferos de metal, con ruedas, que van rumiando su suerte por la ciudad? Y más allá de acortar las distancias y ahorrar tiempo, lo que queremos es acabar de llegar, a donde sea que no haya sudores, ni codazos, ni gente gritando: “¡Que nadie se mueva, que me robaron el teléfono móvil!”

Y si, en lo que dura el viaje, nos entretenemos en escudriñar el rostro de cada pasajero y descubrimos, por azar, algún atisbo de felicidad o su contraparte, entonces puede ser, ya, cosa del destino. Una cuestión de suerte.

A juzgar por las apariencias, en los tiempos actuales, la felicidad no suele montar en guaguas; a no ser que se trate de tres niñas pequeñas en un P-16 y custodiadas por una mujer joven (madre de una y tía de las otras dos), rogando por el asiento “que le toca”; mientras ella lucha por atravesar el pasillo repleto de gente y las chiquillas sonríen, como si nada en el mundo fuese mejor que la aventura de viajar por La Habana en un ómnibus urbano.

¿Será que la felicidad pare gente buena, o acaso la bondad, nada tiene que ver con el modo en que se sienta la persona? Otro ejemplo: imaginemos la parada en el semáforo, en la intersección de las calles G y 23, al filo de las nueve de la noche. Mujer sola y con una mochila a cuestas. Piense en ello. Y en la gente que se ayuda porque sí, que no le importa color de la piel o apellidos, billetes o géneros.

Dicen que los infelices no soportan presenciar la sonrisa ajena. Dudo. ¿Quién puede saberlo? Desde un auto azul, un hombre le dice que sí a la muchacha, que la puede adelantar hasta la mitad del camino. La calle, desolada, alerta. La mujer se ajustará el cinturón y estará atenta. El conductor apenas pronuncia dos o tres palabras.

Maneja, el reproductor regala un instrumental que suena a Frank Fernández. Puede ser que ese teclado la acompañe hasta su casa, junto a un desconocido.

Él pudo haber seguido recto, sin mirar. O decir que no, que doblaba cerca, o simplemente habría hecho un gesto de desprecio antes de pisar el acelerador y olvidarse de aquella muchacha cansada que le estaba suplicando el aventón.

“No voy a dejarte en esta oscuridad”, dice, y revela que a esas horas todavía él está trabajando. Acerca un poco a la muchacha a su destino, mientras él ahora se aleja más del suyo.

“Sigue estando todo oscuro para una mujer sola”, argumenta. Yo agradezco. Tres o cuatro cuadras más, muy cerca de mi barrio iluminado, el hombre finalmente cumple la misión —que se había impuesto—, de cuidar a una muchacha a la cual no pregunta ni el nombre. ¿Habrá regresado feliz de hacer el bien? ¿Qué placer retorcido habrá entonces en el mal?

Son preguntas. Una no va por la calle pensando en la felicidad, ese misterio camuflado entre los pliegues de la vida, en las interacciones fugaces y en los pequeños gestos de amor y generosidad. Y, por supuesto, en la bondad: esa virtud subestimada que, a veces, parece medio extinta, en un mundo lleno de prisas y egoísmo.

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