Minutos de prueba

Marieta CabreraAunque intentaba disimular su temor ante la prueba diagnóstica que le realizarían ese día en el hospital, la joven sentada en la sala de espera miraba con insistencia hacia el pasillo por donde a cada rato aparecía un hombre, vestido con la ropa verde que distingue a los sanitarios, y nombraba a los tres o cuatro pacientes que debían acompañarlo. Uno de ellos ingresaba directamente al salón donde practicaban dicha prueba y el resto debía aguardar en la puerta de entrada.

Mientras miraba cómo la muchacha se aferraba al brazo de la mujer que la acompañaba, escuché decir mi nombre y apellidos. El hallazgo de un bocio multinodular, semanas atrás, me había llevado hasta allí. Era necesario practicar una biopsia por aspiración con aguja fina (BAAF) en uno de los nódulos, me había explicado la especialista en Endocrinología, a fin de diagnosticar si era benigno o maligno.

Con paso rápido, en correspondencia con la prisa que mostraba nuestro guía, quienes habíamos sido llamados, transitamos el breve trayecto y fui la primera del grupo en entrar al salón. Cuatro personas, muy jóvenes, completaban el equipo que allí laboraba, y supuse que serían estudiantes de la carrera o residentes de la especialidad.

Una muchacha me indicó acostarme en la camilla, y pude ver de reojo que el profesional que me realizaría el proceder era el mismo que salía una y otra vez a la sala de estar para llamar a los pacientes. ¿No podía otro miembro del equipo médico encargarse de esa parte organizativa del proceso?, cavilaba, cuando la mano del especialista hincó la aguja en mi cuello y en un santiamén la prueba había concluido. No sentí dolor, acaso una leve molestia.

Cuando bajaba de la camilla, más sosegada, el especialista, quien a todas luces era profesor de aquellos muchachos, le orientó a uno de ellos: “Anótala, anótala en la lista…”. Aun cuando podía referirse al registro de los pacientes vistos ese día, la indicación de incluirme en un determinado listado avivó nuevamente mi inquietud, pero ya estaban abriendo la puerta y llamando al próximo paciente.

No había tiempo para preguntas, o mejor, ellos parecían no tener tiempo para ofrecer respuestas, ni siquiera una simple explicación. No obstante, me aventuré: ¿Doctor, cuándo estará el resultado de la prueba?, pregunté al especialista. “Quince días, y va a su historia clínica”, contestó, de espaldas a mí, y sin voltear siquiera la cabeza.

Mientras regresaba por el mismo pasillo, sin tener esta vez que apurar el paso, pensé que durante el tiempo que permanecí en aquel salón nadie me miró a los ojos, ni tuvo una palabra o un gesto amable que me inspirara confianza y me ayudara a sobrellevar el temor o al menos la incertidumbre ante una prueba que, si bien es de rutina, era la primera vez que me la hacían. Todo se limitó a tomar una muestra de tejido.

Los pocos minutos que estuve en aquel lugar –diez o quince, tal vez– bastaron, no obstante, para confirmar dos cosas: la primera, la habilidad técnica del especialista para realizar ese proceder y, la segunda, cuánto se ha deteriorado la relación médico-paciente, un aspecto esencial en el que tanto han insistido (insisten) reconocidos profesores de la Medicina cubana y que empieza por darles los buenos días al paciente cuando llega a la consulta.

Es cierto que el cierre de los servicios en hospitales durante los momentos más críticos de la pandemia de covid-19 provocó que se acumularan los casos y ahora es preciso atender a gran número de personas, muchas de las cuales no pueden dilatar más la solución a sus problemas de salud. Pero ese argumento no debe utilizarse como pretexto para violentar los procesos, y menos aún para actuar con insensibilidad ante quien acude a un servicio de salud.

Está demostrado que donde dichos servicios se organizan adecuadamente, y hay una correcta y oportuna orientación a los pacientes, ni los médicos se recargan de trabajo ni los enfermos y sus acompañantes sufren demoras u otras irregularidades.

El talento y los conocimientos de un médico son importantes, pero lo que lo hace digno de esa profesión es su sensibilidad, su capacidad para escuchar al paciente (y a los familiares de este) e inspirarle un estado anímico de seguridad. Su capacidad también para explicarle al enfermo su estado de salud y las causas de su padecimiento, con el tacto y la prudencia necesarios, así como informarle, oportunamente, las medidas preventivas, de diagnóstico, de tratamiento y de rehabilitación que debe adoptar, o a las que ha de ser sometido.

Sobre esos principios éticos se cimenta la escuela cubana de Medicina, por lo que defenderlos desde la práctica diaria es un deber para quienes ejercen ese oficio.

 

Comparte en redes sociales:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos