Lidia Caridad Pedro Herrera es de esas personas que cuando echan raíces en un lugar es para toda la vida: vive en el barrio El Palmar, en el municipio habanero de Marianao, en la misma casa donde correteaba de niña, y trabaja en la Escuela Primaria Fructuoso Rodríguez, ubicada en el vecino territorio de La Lisa, en la cual se inició como maestra hace casi cinco décadas.
Pero ese apego no se limita por supuesto al espacio físico. “Mi aula era la que está al lado de la dirección”, comenta la educadora y señala con la vista hacia el lugar, no muy lejos de la biblioteca donde transcurre el diálogo con el equipo de BOHEMIA. “Ahí me enfrenté por primera vez a un salón repleto de muchachos, y comprendí desde entonces que eso era lo que quería hacer en la vida. Amo mi profesión y no puedo vivir sin mis niños”,
Con 72 años de edad, Lidia llega cada día a la escuela a las 5 y 30 minutos de la mañana para recibir a una veintena de estudiantes, cuyos padres trabajan y tienen que llevarlos muy temprano hasta allí. “Nunca he llegado tarde a mi centro de trabajo”, afirma la profesora, y agrega que para lograrlo sale de su casa a las 4 y 40 de la madrugada, camina un kilómetro y medio hasta llegar a la Avenida 51 y la calle 124, donde aborda la ruta 91 que la lleva hasta su destino.
“El maestro tiene que ser ejemplo, un espejo en el que sus estudiantes puedan mirarse. Quiero a mis alumnos como si fueran mis hijos, pero soy estricta con ellos. Si no hacen la tarea les hablo fuerte y les exijo que la hagan porque desde pequeños deben ser disciplinados y cumplir sus deberes, pues los formamos para que sean hombres y mujeres responsables”.
Relata que su vocación por el magisterio nació cuando era guía de pioneros, con apenas 14 años. “Tenía a mi cargo 68 pequeños y me gustaba mucho llevarlos a excursiones, al teatro, o reunirlos para cantar, leer cuentos y jugar. Por eso, entre los años 1967 y 1968, aun cuando mi madre se opuso inicialmente, estudié la carrera en Ciudad Libertad. Después hice la práctica en la escuela Hugo Camejo, en Marianao, de la mano de la maestra Haideé Cancio, quien me enseñó a amar a los niños y a tener mucha paciencia con ellos para lograr todo lo que me propusiera”.
Si bien obtuvo su título de maestra en 1977, el curso escolar 1974-75 fue el primero en su historial como educadora. Desde entonces, Lidia ha impartido todos los grados de la enseñanza primaria. “Hace tres años que estoy trabajando con niños y niñas de primer grado y recibirlos en el aula en ese momento inicial de la vida escolar me hace inmensamente feliz. Algo muy lindo que me ha sucedido es que tengo estudiantes, cuyos padres fueron también alumnos míos. Entre estos últimos hay enfermeras, médicos, militares, algunos de los cuales vienen a verme y estoy orgullosa de ellos”.
Otras muestras de cariño recibe la profesora en la comunidad donde se halla enclavada la escuela. “Por donde quiera que camino, la gente me saluda. Un domingo vine a un trabajo voluntario para limpiar el aula y después fui a una feria aquí cerca. Cuando estaba en este lugar, un padre me dijo:
—Maestra, ¿pero todavía usted trabaja en la escuela? Ya mi hija tiene 18 años y todos los días la nombra.
— ¿Y usted sabe mi nombre?, le pregunté.
—Lidia Pedro -respondió de inmediato.
“Fue algo muy bonito”, recuerda la profe, y comparte otra vivencia reciente que atesora entre sus mayores recompensas. Cuenta que durante la pandemia el curso escolar ha sido atípico. “Muchos pequeños no pudieron asistir al círculo infantil y cuando ingresaron en la escuela no poseían todas las habilidades necesarias, por lo que el trabajo con ellos fue más difícil. En el grupo de primer grado que tenía entonces había un niño con muchas dificultades, pero logré que aprendiera a leer y a escribir, y pasó a segundo grado”.
Sentí que algo importante había ocurrido
Evocar pasajes de su infancia no es para Lidia Pedro un viaje feliz. “Tengo muchos recuerdos tristes de mi niñez”, confiesa la mujer y en sus ojos se percibe el dolor que parece haberla marcado prematuramente. “Viví en carne propia el desalojo. Un día, a finales de los años 50, el dueño del cuarto donde vivíamos nos sacó para la calle bajo tremendo aguacero porque mi mamá, quien trabajaba como doméstica, no tenía dinero para pagarle.
“Éramos seis hermanos, uno de ellos con secuelas de la poliomielitis que había padecido a los siete años. Fue una época muy dura. Pasé hambre y recuerdo que una vecina nos daba pan y agua con azúcar. Mi mamá era nuestro único sostén en ese momento, pues mi padre trabajaba en el central azucarero Manuel Martínez Prieto pero se había separado de ella.
“Poco tiempo después triunfó la Revolución y nos salvó la vida. El primero de enero de 1959 yo no había cumplido los nueve años, pero sentí que algo importante había ocurrido: mi madre consiguió un empleo mejor, mi hermana mayor también empezó a trabajar, y mi hermano en su silla de ruedas se sumó a las brigadas de alfabetizadores en Marianao, pues mi abuela lo había enseñado a leer y a escribir”.
Vocación a prueba de balas
Como una experiencia hermosa y la más difícil en su vida como maestra, califica Lidia la misión que cumplió en Angola, entre 1981 y 1983. Tenía entonces unos 30 años y recibió la solicitud para impartir clases en ese país. “Mis hijos eran pequeños, el niño tenía 11 años y la niña nueve, por lo que hablé con mi mamá y ella cuidó de ellos durante ese tiempo”.
La profesora formó parte de un grupo de 300 educadores que integraron el Contingente Frank País, los primeros de la enseñanza primaria que llegaron a Angola, refiere Lidia. “Le daba clases de Ciencias Naturales a 35 adolescentes, muchachos de 15 y 16 años, que nunca antes habían tenido un maestro.
“Inicialmente trabajé en Huambo, capital de la provincia de igual nombre, y después en Kaala, un municipio de esta última. Fueron meses de mucha tensión. Teníamos que trasladarnos en caravana y donde menos uno lo imaginaba había una mina. En una ocasión, en la casa donde nos hospedábamos en Kaala, por poco perdemos la vida 16 de nosotros. La edificación era de dos pisos y tenía las ventanas de cristales. Usualmente por las noches nos reuníamos en la planta baja porque a esa hora jugábamos dominó, cantábamos, o escribíamos cartas para nuestros familiares.
“Una noche sentimos de pronto una ráfaga de AKM y el ruido de los cristales que empezaron a caer. Todos nos tiramos al piso. Víctor (no recuerdo su apellido), el maestro que estaba al frente del grupo, intentó llegar a la segunda planta para avisar a las tropas cubanas que estábamos en peligro, pero la balacera se lo impedía. Finalmente, subió a gatas por la escalera y pudo llegar arriba para lanzar la bala trazadora que era la señal acordada.
“Los combatientes cubanos llegaron rapidísimo en las BTR y nos sacaron de allí. Peinaron toda la zona, pero no apareció nadie, y luego supimos que se quedaron en aquel lugar durante una semana”, rememora la profesora.
Cuando concluyó la misión y los maestros se alistaban para regresar a Cuba, Lidia recuerda que en el ambiente había una mezcla de alegría y tristeza. “Ya nos habíamos encariñado con los alumnos y ellos con nosotros. Todos se mostraron muy agradecidos y lloraron cuando nos fuimos”.
De vuelta a su aula
Luego de regresar a Cuba, la maestra retomó sus estudios para concluir la Licenciatura en Educación Primaria que había pospuesto, y volvió a impartir sus clases en la escuela Fructuoso Rodríguez, la que considera su segunda casa.
Sus colegas dan fe de esa entrega. Maura Mercedes Campos Pérez, también educadora de ese plantel y quien fuera maestra de los nietos de Lidia, considera que la veterana profesora es como una madre para ellos. “Siempre está a nuestro lado apoyándonos y es la mano derecha de la directora del centro. Todos nos preocupamos por su salud porque vive muy lejos y sale de madrugada de su casa para venir a trabajar. Pero nadie ha podido impedirle que lo haga”. Luego de jubilarse hace ya 15 años, Lidia se reincorporó a su centro de trabajo por lo que no ha dejado de ejercer su profesión. Por estos días, sigue enseñando a sus alumnos de primer grado y disfrutando con ellos cada nueva palabra que aprenden a leer y a escribir. “Esto es lo que da sentido a mi vida -concluye resuelta-. Seguiré hasta que la mente esté clara y las piernas me den para caminar”.
Un comentario
Fue la maestra de mi hijo de 1ro a 4to grado, hoy la sigo viendo en la misma escuela cuando acompaño a mis nietos. Maestra consagrada, disciplinada, es de las primeras en llegar para recibir a los niños en la puerta de la institución, un ejemplo a seguir por todos. Felicidades maestra, la escuela Fructuoso Rodríguez y la familia le agradecen.