El manisero

Maní y cucuruchos
Ilustración. / Yissel Álvarez

El hombre hace un mohín de desprecio con la boca. “De mí ya no tiene que hablar nada. A lo mejor alguna vez hice algo, pero ahora, quién se acuerda…”. Lo dice, mientras vocea: “Maní, compre su maní aquí… el que se come uno, quiere tres…”. Lo repite una y otra vez.

Es de estatura baja, tiene la piel curtida por el sol y, bajo la gorra que lleva en su cabeza, se desparrama un mechón de pelo donde sobresalen algunas canas. De tanto encontrarlo en la parada que está en el puente de Calabazar, se me ha vuelto familiar.

Un joven se le acerca y compra cinco cucuruchos de maní (eran los tiempos en que costaban un peso). “Me has dado suerte”, comenta risueño. Dice que vender es un arte y él lo aprendió de su padre. No se puede tener mal carácter, hay que sacarle la risa a la gente. Luego, el rostro se le transforma y comenta: “¿Ves la mata de cocos, debajo de la cual se recostó aquella mujer? Ya ahí se han muerto como tres porque algún coco le ha caído en la cabeza. La gente no hace caso, se lo dices de buena fe y te miran con desconfianza. Bueno, ya después no hay arreglo. El que no oye consejo…”, afirma con la tranquilidad de quien ha visto de cerca la muerte y no le teme.

Vuelve a sus recuerdos: “Yo fui guapo de verdad, aquí donde me ve estuve en Angola, por poco me matan. Era caravanero, vi cómo murió uno de mis amigos, caímos en una emboscada. Fueron días tensos, en cualquier lado de la carretera podía explotar una mina y uno tenía que seguir hacia delante, con miedo o haciéndose el valiente.

“De eso hace tiempo. Ya soy un viejo y salgo a vender mi maní para ayudar un poco más en la casa. Tuve la desgracia de que mi único hijo muriera en un accidente. Me dejó tres nietos, dos adolescentes que me dan tremendo dolor de cabeza, no puedo con ellos. Los muchachos de hoy no le hacen caso a nadie, ni siquiera cuando le saco el cinturón. Antes, a mi hijo nada más tenía que mostrárselo, lo miraba y se quedaba tranquilo, pero con estos no basta. Los tiempos han cambiado, no sé cómo educar a mis nietos… por suerte, ahí está la abuela, más condescendiente que yo”.

Nunca me dijo su nombre, pero contó la historia con tanta sinceridad, que, aunque han pasado algunos años, no la olvido. El día en que le expresé que era periodista y deseaba entrevistarlo, respondió: “¿Y usted dice que quiere hablar conmigo? ¿De qué? No tengo nada que contarle. Sólo soy un manisero, y eso es suficiente”.

Entonces se volvió taciturno. Unos segundos. De nuevo arremetió con su pregón: “Maní, compre su maní aquí… el que se come uno, quiere tres…”.

Comparte en redes sociales:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos