Diseño./ Mirna Karla.
Diseño./ Mirna Karla.

Frutas de mi memoria

Si nos hubiesen dicho: “De esa fruta no comerás”, jamás lo hubiésemos creído. Cuando visitábamos la finca de mi bisabuelo Juancito, durante los épicos años 90, para mí y mis primos constituía una gran aventura cruzar el límite invisible marcado por el patriarca de los Ávila para niños y adultos. Solo teníamos permiso hasta la carreta situada a la entrada de la casa y a espaldas de los sembrados. Hasta allí sí: podíamos trepar por los costados o escalar por encima de las ruedas inmensas y, ya encaramados, alcanzar los ramilletes de mamoncillos que se descolgaban de la mata, como si ella, solícita, nos ofreciera sus ovalados frutos.

Aquello era la gloria: mamoncillos dulces y carnosos, como no los encontrábamos en ninguna otra maceta. ¡Y mira que comprábamos a los vendedores ambulantes para entretener el hambre en la ciudad por aquella época! Ah, pero los anoncillos del bisabuelo Juancito eran únicos. Lo más maravilloso de aquella mata era que paría bolitas mellizas. Dentro de un mismo fruto solíamos encontrar dos partes muy parecidas. Por eso, cuanto más comíamos, más queríamos abrir para saber si traía uno o dos. Aquella porfía por encontrar mamoncillos mellizos era uno de nuestros juegos preferidos.

Después, ya aburridos de tanto descascarar con los dientes, chupar el jugo con cuidado para no atragantarnos y luego lanzar el cuesco con la boca lo más lejos que pudiéramos —otra olimpiada más—, nos íbamos a hurtadillas hasta el guayabal. Allí casi nunca alcanzábamos a encontrar una guayaba madura. Probablemente existían otros ladinos más hábiles que nosotros. Pero siempre arrancábamos las verdes y nos las escondíamos en los bolsillos, a pesar de saber que el olor nos delataría ante el olfato infalible del viejo.

—¿Quién anduvo por el guayabal? —preguntaba molesto, sentado en su taburete, arropado por la semipenumbra de su cuarto. Ninguno de nosotros se atrevía a delatar al otro y optábamos por el silencio hasta lograr escabullirnos entre los mayores.

La ruta no acababa allí: siempre aparecía alguien ofreciéndonos un pedazo de frutabomba y un cubo metálico repleto de mangos. De los muchos manjares naturales que brotaban de las tierras oscuras en la zona de La Caoba, nos embrujaban las ciruelas. Había de las grandes, a las que siempre les llamábamos “ciruelas”, sin apellidos, y estaban las dominicas, más pequeñas y atractivas porque, cuando se maduraban, se tornaban de un hermoso color rojizo. Entre el follaje del bosquecito de ciruelas, “hacíamos la zafra”.  

Era imposible almorzar después de tanto banquete. Por eso, los muchachos apenas probábamos la harina con leche, el pedazo de plátano asado con empellas o el poquito de arroz con algo que la bisabuela Ramona repartía a partes iguales, sin favoritismo para nadie, al menos que yo recuerde. Siempre había algún adulto, como mi padre, que se atrevía a tumbar naranjas agrias y limones para llenar los bolsos de los cítricos que llevaríamos a la ciudad. El viejo parecía molestarse, aunque, en el fondo, creo que lo simulaba, no tanto por no compartir lo que la tierra le daba, sino por hacernos ver que, con sus ochenta y tantos años, su autoridad no menguaba.

Los recuerdos de aquella época llegan envueltos en nostalgia y aderezados con algunas sonrisas. Tampoco faltaron las travesuras, sobre todo una, que por poco termina en desgracia, en la que figuramos una de mis primas y yo. Ella me había invitado a cruzar la cañada para ir a tumbar caimitos. En aquellos años, para nosotros era impensable comprar un chicle, por lo cual buscábamos alternativas. El caimito era una frutilla verde que, al madurar, se tornaba violeta. Si lo masticábamos mucho, llegaba el momento en que se convertía en algo melcochoso, muy parecido a un chicle. Al menos, eso me había dicho mi prima y yo quería comprobarlo.

Por eso, saltamos las piedras de un lado al otro de la cañada y corrimos loma abajo, hasta donde crecían los árboles. Entre el follaje, los frutos eran casi imperceptibles. No había ninguno al alcance de la mano. Mi prima, una chica habituada a esas aventuras rurales, aseguró que ella subiría a la mata. Sin darme tiempo a protestar, se agarró de una rama, se impulsó con los pies y trepó. Iba ascendiendo, mientras localizaba los caimitos maduros y me hablaba desde arriba, cuando la rama crujió.

No tuve tiempo para alcanzar fruta alguna, ni para otra cosa que no fuera salir corriendo a pedir auxilio: mi prima había caído encima de unas plantas de largas hojas cortantes y repletas de espinas. Su sangre manchó la tierra. El deseo de saborear unos jugosos caimitos le costó llevar de por vida la marca de unos catorce puntos en un muslo, como recuerdo imborrable de nuestra travesura. 

Más de veinte años nos separan de aquellos veranos en los que no necesitábamos más que la libertad de correr por la finca de nuestro bisabuelo, escogiendo, como en el paraíso, una fruta ahora y otra después. Aunque allí no crecían anones, marañones, piñas, mameyes o nísperos (mis favoritos), eran frutas que formaban parte no solo de nuestra alimentación, sino también de los sabores que constituyen patrimonio del paladar de nuestra infancia. Era la felicidad moldeada entre cáscaras y semillas.

Hace unos años, cualquier vecino solía regalarlas antes de que terminaran descompuestas en el suelo. En la actualidad, no pocos vendedores prefieren dejarlas podrir y botar cajas repletas, sin bajarles un poco el precio, el cual llega al nivel de escándalo. Muchas veces me he preguntado ¿será ignorancia personal? cuánto costará producir un mango, una frutabomba o un limón. Parecerá insólito, pero entre los niños de hoy puede ser más popular una manzana (la cual me encanta, por cierto), que cualquiera de nuestras frutas tropicales. Quién sabe si un día ni nos acordemos de que algunas de ellas existieron, o se nos olvide no ya su sabor, sino hasta sus nombres. Ojalá vuelvan a renacer y no sean, apenas, las frutas de nuestra memoria.  

Comparte en redes sociales:

Te Recomendamos