La música que nos habita entre tragos y tapas

Roly Berrío. / magazineampm.com

Yo sabía que sus pelos eran ensortijados y negrísimos, sus manos grandes al igual que sus pies, su guitarra caoba con cuerdas de acero y su voz enconada y grave, ideal para el choteo subversivo al que siempre sucumbía con su público en El Mejunje. Aquella tarde-noche en Santa Clara lo había visto probablemente con 300 personas de por medio. Sin embargo, años después, en El Chismecito, uno de los bares más placenteros de Matanzas, tuve a Roly Berrío a la distancia de un brazo extendido.

–El tipo que invente un silenciador para las licuadoras será millonario– espetaba el trovador santaclareño en una de las tantas interrupciones que tuvo que hacer por el ruido de aquel electrodoméstico en donde nacía la piña colada que pedí.

Sin embargo, aquel background de máquina mezcladora que subía desde el primer piso del establecimiento se mezclaba con los acordes melódicos y el coro en el segundo piso del Chismecito: “no aplastes la cucaracha, que ella quiso ser persona…”. Tal guaracha se fusionaba con la identidad propia de un bar donde el brete no era asistir a un concierto con todo el rigor necesario, sino beber traguitos acompañados de buena trova: simple, hermosa y nublada.

¿Cuánto puede ayudar un bar al fomento de la música de pequeños formatos? ¿De qué manera los negocios cuentapropistas pueden crear una programación cultural alternativa a las que ofrece el Estado? ¿Hasta qué punto el beneficio sería bilateral para ambos actores: músicos y emprendedores?

Realmente, varios establecimientos, tanto estatales como particulares, han invitado a músicos para que realicen peñas de manera esporádica, pero esta no es una práctica sistémica en el sector no estatal, mucho menos holística e integrada a la conciencia empresarial. Lo común, por lo menos en los bares de la ciudad de Holguín, es tener un repertorio grabado un tanto diverso, pero siempre subscrito por la música popular del momento.

La tendencia apunta hacia el reguetón desmedido, a veces a decibeles insospechados. Todo esto en sitios donde, por lo general, se va a compartir y a socializar con personas de nuestro círculo social, y con el Kimiko y Yordy de banda sonora la conversación no fluye demasiado. El reparto no puede ser una música incidental.

El cantautor holguinero Norberto Leyva fue invitado a ofrecer concierto en el Bar-Karaoke “Nueve musas”, con un pequeño formato de su agrupación
El cantautor holguinero Norberto Leyva fue invitado a ofrecer concierto en el Bar-Karaoke “Nueve musas”, con un pequeño formato de su agrupación. / Liset Ballester

No significa que deban desaparecer estos repertorios de consumo, sino que se alternen con variantes de música en vivo de diferentes géneros. Así se puede atraer a público sectorizado según el gusto musical. Y por qué no, también educar este gusto con las propuestas locales.

Para los artistas, el beneficio sería doble. Por una parte, podrán ingresar efectivo fuera de sus parrillas programadas por la Empresa Comercializadora de la Música y los Espectáculos; y por otra, donarían su arte al desarrollo cultural de la localidad.

En tanto, para los establecimientos como los bares, crearía un tipo de sinergia única: crearía una comunidad fiel que llega a través de un recurso mucho más efectivo que la publicidad: la cultura.

Para crear una programación cultural alternativa, lo primero que se debería valorar son los fondos con los que cuenta el bar para poder contratar talento artístico. Luego la disponibilidad de bandas de pequeño formato, solistas, instrumentistas en solitario etc. Así, y quizás guiado por un asesor, se confecciona una parrilla con diversidad de géneros musicales distribuidas en varios días a la semana.

Imposible no mencionar los casos de bares temáticos: estos pueden explotar más la música en vivo, que se les ajusta. Muchas veces vemos una decoración incidental, muy bien pensada desde el punto de vista de identidad de la marca, con recursos de ambientación anacrónicos. Ejemplo de ello es un establecimiento con una decoración art decó donde se escucha la música inadecuada, que roza la contaminación acústica.

Espero no tener que salir de Holguín para observar a codiciados músicos habitando el mismo espacio donde voy a tomar piña colada. Al final, poco importa si los sonidos afinados se mezclan con los de una batidora chirriante. Eso último se olvida o se recuerda con cariño.

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Un comentario

  1. Ojalá la oigan, no hace tanto fui a un «restaurante» donde la música eran unos videos cosificando mujeres, semidesnudas y automasajeándose como si fuésemos solamente artículos de placer erótico (bueno, casi pornográfico) y me imagino sustituyendo esa bazofia por, digamos, Tony Ávila, y que me hago clienta fija…

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