La vida en una taza de té

Ilustración La Vida en una taza de Te
Arte: G. Rei

Al filo de la media noche, intentas tragar la infusión ardiente de jengibre con naranja y hojas de guayaba con toda tu fe en sus poderes curativos. Mientras posas los labios en los bordes de la taza, en un apartamento que no puedes precisar, algún vecino desvelado prende las bocinas que lanzan al aire sus rancheras, sin importarle que el barrio duerma.

Piensas en algo superfluo durante el trayecto del primer sorbo de la bebida picante, desde la punta de la lengua, donde lo sientes a gusto; no así cuando baña las amígdalas enfermas, que se retuercen de dolor con el contacto. Sientes alivio cuando el trago baja, por fin, con algo de dificultad por la faringe.

No acabas de entender cómo sucedió; si de verdad fue en tu limitada cena de fin de año, con apenas seis personas, o si ocurrió después, saludando a algún amigo, en una guagua repleta, en la cola del agro, en el trabajo que recién comienzas, en la baranda de la escalera que rozaste en un descuido… “Bajaste la guardia” es el pensamiento más frecuente que acude a tu encuentro cuando piensas en el mensaje de la tarde, desde el laboratorio, confirmando lo que era casi una verdad de Perogrullo: PCR positivo. Eres uno más, dentro del millón de pacientes que acumula Cuba hasta la fecha.

¡Has repasado tantas cosas! Alguien, incluso, se atreve a dudar que tú estés positiva, « ¡con lo que te cuidas, muchacha!» Eso mismo pensabas, que te cuidabas muchísimo, y que si no era de verdad exageración tuya, como tanto te criticaban.

Es un volcán tu cabeza y no por el dolor o la temperatura del cuerpo, que aún no sobrepasa los 38º Celsius, sino por la cantidad de ideas acusadoras que acuden a tu encuentro. Piensas en el niño, en tu familia, en todo el trabajo que se está acumulando, en cómo estará siendo el combate de tu organismo por dentro.

Agradeces silenciosamente a los anticuerpos que deben estar activándose después de algunos días del refuerzo y no entiendes cómo es posible que alguien se negara a vacunarse. Más de una vez lo escuchaste aquella tarde en la consulta de IRA (Infección Respiratoria Aguda) del policlínico, donde la doctora escribía los datos de una familia “antivacuna”, todos con síntomas.

Inclinas nuevamente la taza y mientras el contenido amarillo se desliza hasta el interior de tu boca, te preguntas qué habrá sido de aquella niña, que se apretaba las sienes para soportar el dolor de cabeza mientras esperaba la consulta, y de aquel señor cuya tos presagiaba un ingreso inminente. Tragas y agradeces. Hace dos días que cefalea y fiebre ya han depuesto las armas. En pie de guerra te queda la garganta, que reacciona ante el líquido caliente, recordándote que, de ser un animal, el virus pudiese describirse ahora mismo como un perro Rottweiler prendido de su presa.

Miras al fondo de la taza, donde bailan diminutas partículas de la infusión y descubres tus ganas locas de celebrar la existencia, la vida misma del olfato, del paladar, de la vista, del tacto y de cuanto sentido exista. Tragas otro sorbo, esta vez mayor, y aguantas el dolor que deja mientras arrasa el campo minado por el virus. Uno, dos, tres, cuatro tragos… y la taza está medio vacía, o medio llena, según como prefieras.

Toses. Intentas destupirte la fosa nasal derecha presionando la izquierda con el dedo índice y respiras fuerte. Piensas que tienes mucho que celebrar, a pesar de los malestares vividos y del Rottweiler prendido de tu garganta. En ese instante eres capaz de agradecerle a la vida hasta la ranchera a deshora, que te recuerda el privilegio de escuchar una compañía anónima al otro lado de la ventana.

Has optado por alejarte de tu casa desde el Día 1 de la aparición de los síntomas. Te has unido a la mejor compañera de convalecencia de todos los tiempos, tu suegra, como si la vida tuviera sus trucos. Juntas han diseñado un plan vs. covid-19 que no se limita a las vitaminas matutinas, a la infusión humeante tres veces al día, a las inhalaciones…, sino que se arma de chistes, bromas y maldades para ir tachándole los días al calendario de aislamiento. Van lográndolo, gracias, también, a los guiños de la familia, de los amigos y hasta de los amigos de los amigos que, desde lejos, no las dejan solas en su lucha contra el virus.

El chat de Whatsapp es un concierto de amores que se va rediseñando a cada minuto para ti: las fotos que te llegan desde tu casa, mostrando cómo se superan tus “contactos”, libres de covid-19, en las labores hogareñas; la amiga pediatra que te indica no acostarte demasiado, sino movilizar el esqueleto para desanimar al SARS-CoV-2; el periodista que reenvía cuanta información científica encuentra; el artista que opta por la risa para reactivarte las defensas… Todos preguntan, aconsejan y envían buenas vibras.

Estos han sido días de cercanías, a pesar de las distancias. De abrir la puerta de la calle y encontrar un gajo completo de la mata de guayaba, dejado por los vecinos de los bajos, para que no te falte la infusión; de regalos insólitos como los dos maracuyás que te cambiaron la tarde y el Pepto-Bismol que te cedieron para el malestar de estómago. Ofrecimientos de ayuda ante cualquier necesidad.

Miras al fondo de la taza, ya casi vacía, y te das cuenta de que, después de la llegada de la variante ómicron, padecer covid-19 se está convirtiendo en algo mucho más normal de lo que nos hubiéramos imaginado hace un año y medio atrás. De tan cotidiano, mucha gente lo va naturalizando, como si hubiera desaparecido el peligro. Entonces te quedas pensando en cómo algo tan pequeño como un virus puede condicionar nuestra existencia y en lo que hacemos con el tiempo los humanos.

Vuelves a mirar el fondo de la taza y descubres, entre los residuos de azúcar y jengibre, unas ganas inmensas de celebrar la vida.

 

Comparte en redes sociales:

2 comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos