De aquella mujer no me impresionaron sus ojazos azules, como los de las muñecas de mi infancia, que parecían mirar fijamente, aunque eran incapaces de ver. Tampoco si es de estatura alta o baja, de qué color tiene el cabello, ni siquiera si usaba algún atuendo que delatara sus funciones. Tal vez sí, mas no lo recuerdo.
Lo que más me llamó la atención fueron sus frases lapidarias, como quien agiliza la entrada de los pacientes, sensibilizada con el tiempo de los demás. Esperaba demorarme un par de minutos, por lo menos, entre la toma de la temperatura y el interrogatorio de rigor, a la entrada de la institución de salud. Pero me equivocaba. Ni siquiera me pidió explicaciones.
No es que estuviera urgida de mostrar el mapa de las necesidades sanitarias que me habían llevado hasta allí; sin embargo, como a todo una se acostumbra, suponía que, como en muchos de los sitios adonde pretendemos entrar, luego del inicio de la pandemia, ella también querría saber sobre el “qué, quién, dónde, cuándo, cómo y por qué” (inherentes al Periodismo, pero no a las urgencias cotidianas) de mi asistencia al lugar. Simplemente preguntó:
— ¿Qué necesitas?
—Ella tiene turno para un ultrasonido –dije, agarrando del brazo a mi amiga, con cierto temor de que no me permitiera pasar, como había sucedido ya cuando intenté entrar a la toma de muestra para los análisis complementarios.
—Recto por aquel pasillo… Puerta 6 –indicó sin vacilación.
Agradecí y no dudé, pensando que habíamos salido con buena suerte. ¿Por qué habría de desconfiar? Localicé el pasillo y repetí mentalmente: “Puerta 6″. Había unas abiertas y otras no. Conté hasta la sexta. Cerrada. Sin señalética ni otra información visual. El pasillo se alargaba. Decidí preguntar a la muchacha de bata y turbante blancos que caminaba unos pasos delante de nosotras.
—Ultrasonido es aquella –aseguró, señalando la cuarta entrada que habíamos dejado atrás. “Cualquiera se equivoca”, pensé, mientras regresábamos sobre nuestros pasos.
Estábamos a punto de descubrir la desventura de llegar antes de la hora prevista. Pedimos información e intentamos sentarnos en el salón de espera, apenas con dos pacientes y una veintena de asientos vacíos. Para qué decir que no entendimos a la secretaria o la asistente –no sé bien cuál es la función correcta– cuando indicó que debíamos regresar hora y media después porque, debido a la covid-19, solo podía dejar sentarse a los anotados en la lista para ese instante.
Son las 8:10 de la mañana, la paciente que acompaño permanece en ayunas y en el exterior de la institución no hay parques ni bancos. Ella lo sabe. Se lo dije con los ojos, con el arco de la ceja, con la arruga de la frustración en el centro mismo de la frente. Debería entender que nadie va a hacerse un ultrasonido como quien asiste al salón de belleza para que le corten el cabello o le hagan la manicura.
Seguro lo sabe, pero no es su problema. Lo suyo es que nadie se siente antes de tiempo, ni siquiera la señora que ha llegado (también prematuramente) a hacerse un estudio de la rodilla y no puede mantenerse de pie a causa del dolor.
Salimos del salón. La estancia entre el ir y venir de la gente por el pasillo nos permite escuchar a otros muchos desorientados intentando encontrar la Puerta 6. Unos la buscan por un asunto de la vista, otro por un ingreso, alguno por determinado problema que no quiere revelar… Parece que todas las dificultades se resuelven tras franquear el famoso sexto portón que no le coincide a nadie con la orientación de la imperturbable “muñeca de ojos azules”, apostada a la entrada.
Estoy en medio del pasillo, hastiada después de hora y media de pie, cuando, por fin, permiten que mi amiga pase al salón y luego a otro, hasta que la hacen entrar a la consulta. Mientras imagino el procedimiento que le deben estar practicando para revisar cómo marcha su salud, miro a la gente que espera, también como puede.
Les miro y pienso en cuántas puertas 6 les habrán mandado a buscar en vano a lo largo de sus vidas; cuánto tiempo les habrán hecho perder por despacharlos rápidamente con una información errónea o a medias, sin importar si pierden la oportunidad que tanto necesitan; o si se hacen una idea equivocada de la institución dado el trabajo ineficiente de una persona (o dos o…) a la que le cuesta explicar, orientar, cumplir su función… valorar si todos los casos ameritan el mismo tratamiento.
Saldré sin mirar a la señora del pensamiento en cuatro esquinas; tampoco a la mujer de la entrada. Me iré rumiando ideas y preguntándome cómo se podrá rescatar (¡si será posible!) la empatía, la sensibilidad y la compasión por el problema ajeno, por la situación o la pena del otro, en medio de tanta urgencia por garantizar lo propio, entre tanta escasez material y de espíritu. Todavía, mientras escribo, hago una pausa, cruzo dedos, sin saber con cuántas señoritas o señores de la Puerta 6 tendremos que chocar aún.
3 comentarios
Esas puertas por desgracia se están multiplicando a lo largo y ancho del país. Sin razones lógicas y sin otra explicación que es lo establecido y punto.
Horror. Sí, esta historia triste me hizo recordar otras puertas 6. ¿Será posible que personas insensibles lo sigan siendo si leyeran desgarradoras experiencias, como esta? Tal vez no, pero ¿se interesarán por conocer dolores ajenos? En cualquier caso vale la pena recomendar esta lectura, como imprescindible.
Atrapa. Ojalá ayude, hace mucha falta que ayude. ¡Gracias!