Remedio para olvidadizos

Ya está dicho. Una de las claves para entender mejor la cultura cubana, y por ende la literatura, es el humor. Por supuesto, no podía faltar que muchos lo ignoren, olvidando que durante el muy extenso siglo XIX en la Isla, el costumbrismo llenó innumerables páginas de la prensa desde sus inicios; es decir, desde el mismísimo Papel Periódico de la Havana en 1790. No era para menos, dadas las circunstancias y condiciones sociales de la época, marcada por el lastre de la esclavitud, la discriminación, la corrupción y un profuso etcétera. De ahí, en lógico tránsito, se nutrieron otros ámbitos de la cultura y el espíritu, en particular el teatro y la literatura. Sobre esta última quisiera detenerme; pero antes, algunas advertencias:

En estas pocas líneas no se pretende definir el humor cubano, intentarlo sería, al decir del humorista español Enrique Jardiel Poncela, como “atravesar una mariposa, usando a manera de alfiler un poste telegráfico”.

Aunque los cubanos nos consideramos gente muy simpática y divertida, incluso en medio de las mayores adversidades –lo cual es cierto, para comprobarlo basta con acercarse a escuchar los comentarios de la gente mientras se derrite en infinitas colas–, no debe olvidarse que eso no significa que seamos dueños del mejor, más agudo, profundo… sentido del humor, ni mucho menos.

Vale añadir, para exonerarnos un poco, que todos los pueblos piensan así de sí mismos, solo que hay un pequeño problema: aunque existe una buena cantidad de temas y motivos de humor, universales por así decirlo, que cruzan (y se transmutan) de una cultura a otra, de una época a otra, lo cierto es que cada pueblo le otorga un tinte específico, un acento a veces incomprensible para los foráneos. La buena noticia, sin embargo, es que a pesar de ello el humor es un excelente vaso comunicante entre diferentes culturas.

Y por último, no se pretende aquí un repaso exhaustivo sobre el humor en la literatura cubana. Es suficiente, en aras de la brevedad, con una ojeada.

Entonces, recordémosles a los olvidadizos mencionados al inicio, que en la conjunción de los siglos XIX y XX, en medio de aquel parteaguas para la nación cubana que constituyó el fin de la Colonia y las primeras décadas de la República Neocolonial, novelas como Mi tío el empleado, de Ramón Meza; o Juan Criollo y Generales y doctores, de Carlos Loveira, aprovechando el costumbrismo y la sátira, denunciaron hasta la médula los males que habíamos padecido en el pasado y los que se reproducían o generaban con los nuevos tiempos.

En Indagación del choteo Mañach va mucho más allá de la simple definición, su objetivo es la psicología del cubano. / Archivo de BOHEMIA

En la prensa periódica republicana también continuó el humor atajando con su látigo dichos males y muchos de tales escritos se convirtieron en libros memorables, entre otros: El bloqueo de La Habana, de Isidoro Corzo (1905); La política en Cuba, de Manuel Villaverde (1913); Manual del perfecto sinvergüenza, de José Muzaurieta (1922); El caballero que ha perdido a su señora, de Emilio Roig de Leuchsenring (1923); y Estampas de San Cristóbal, de Jorge Mañach (1926). El último de los autores mencionados dedicó al humor uno de los ensayos más recurridos a la hora de trazar mapas sobre lo cubano, me refiero a Indagación del choteo (1928).

También en la medianía del XX aparece la obra de uno de los mejores cultivadores de la crónica costumbrista, Eladio Secades. Por cierto, buena parte de ella publicada en las páginas de esta revista. Precisamente en BOHEMIA, y ya después del triunfo de la Revolución, dio a conocer sus primeras crónicas el otro gran humorista del pasado siglo, me refiero a Héctor Zumbado.

Zumbado denota una asimilación fructífera de cuanto le precedió, legado que supo transmitir a la generación de los 80. / Autor no identificado

Y aunque sean muchos los que no caben en este reducido espacio, no puede faltar Samuel Feijóo con sus investigaciones y recopilaciones del folclor y los cuentos campesinos, y asimismo su propia obra.

En fin, gracias a ellos, a todos, es que llega a la generación de los 80, depurado, lo mejor del humor literario cubano. A partir de entonces, comienza un nuevo capítulo, una expansión de esta historia, que alcanzó géneros antes no visitados por el humor y la sátira, desde la aspereza con que en algunas páginas describe el bajo mundo Pedro Juan Gutiérrez, hasta las diabluras para adolescentes que es Escuelita de los horrores, de Enrique Pérez Díaz, pasando por las historias de Nicanor, de Eduardo del Llano… en fin, secuelas de un capítulo que todavía vivimos (y a ratos padecemos).

Algún lector me preguntará por la poesía, por qué la excluí de estas paginillas. ¿Acaso pensará que con ella me comporto como los aludidos olvidadizos? Nada de eso, es que abordar la relación poesía y humor requeriría otro trabajo. Solo mencionaré que desde los tiempos de Plácido, por recordar a uno de los grandes, nunca nos faltó la décima o la cuarteta pícara, satírica, género que muchas veces acompañaba a las caricaturas en la prensa. Son tantos los que la han ejercido, que solo mencionaremos a nuestro Poeta Nacional, Nicolás Guillén. No debe obviarse, además, que en tiempos más recientes la ironía está muy entrelazada con los versos de los más jóvenes.

Y ya de término: aunque a algunos les pese, los cascabeles del humor han estado más que presente en buena parte de cuanto se ha escrito en Cuba, al punto que muchos reconocen que nos identifica. Pero, volviendo a una de las advertencias del principio: Al humor, como a las habas, en todas partes lo cuecen, y hasta lo escuecen. Está dicho. Otra vez.


Crédito

Por: José León Díaz

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