Foto. /escambray.cu
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Al ruido del viento 

Ian llegó a La Habana el lunes después del mediodía con las nubes grises y un aire atípico, sin ese vapor de los días anteriores. Las escuelas y la universidades ya habían cancelado las clases; las personas salían del trabajo hacia sus casas terminada la mañana, y muchas buscaban en los kioskos de panes y dulces algo para pasar las horas que Ian quitaría de las rutinas normales de un martes. 

Sin demasiada suerte, por donde yo andaba, en el Cerro, solo quedaban paquetes de galletas y dependientes apurados por cerrar. En el televisor, en la radio, en las redes el tema del momento pasó de ser el triunfo del sí por el Código de las Familias, a la sobrevenida de un huracán que haría serios estragos en Pinar del Río.

A las tres de la tarde una lluvia fina ya caía sobre varios barrios de la capital y en la noche arreció con ese background de ventolera que se resiste a quedarse en un segundo plano sonoro, y se abre paso con árboles cuyas hojas tiemblan y chocan provocando un zumbido apelmazado que viene y va, placas que se agitan de cuando en cuando mientras se escucha el soplo creciente del aire bravo, y a veces, solo a veces, irrumpe un golpe como de ventanas que se cierran de un porrazo. 

 De esa noche en Pinar escucho lo que cuentan otros:

—Metía miedo —me confiesan por teléfono desde el pinareño reparto de Diez de Octubre— aquí nadie durmió. 

 Allí el viento descomedido, cual maremoto terrestre, intimidando y destruyendo, los secuestró del sueño, les robó el descanso.

Un huracán es el tipo de eventos que desde el encierro te hace temer el exterior, porque se instala con ese lenguaje de ruidos en la misma sala de tu casa, o en la misma cama donde duermes. Por eso los niños, espantados de lo que sucede más allá de sus hogares-refugio, se quedan cerca de los adultos, como luciérnagas que vuelan alrededor de una bombilla encendida. 

Esa mañana del martes, en medio de la tormenta pero aún con las calles desoladas y las casas cerradas a cal y canto, escuché a un hombre pasar vendiendo aguacates. Un optimista apresurado – pensé entonces- llevando su carretilla. 

 La corriente se iría pronto, las imágenes de La Coloma, San Luis y otros pueblos de Pinar comenzaban a inundar Facebook y Twitter: casas que perdieron paredes, techos, o ambos, delatan entre escombros el agobio pesaroso de quienes no pueden regresar adonde vivían.  Sobre las calles mojadas, un paisaje de troncos y cables en el suelo son constantes en las fotografías.  

Antes de que mi Internet se cortara, una amiga compartía en un grupo de trabajo de WhatsApp que no lograba comunicar con su familia en Pinar. En la misma situación, yo intentaba infructuosamente llamar a los míos, e imaginé que habría mucha gente igual: rezando, pidiendo, esperando, con la esperanza enredada entre las manos.

 Y eso se debe a que siempre queremos que los daños sean como las palmas canas, pequeños y pocos, y las cosas buenas como las reales, que se erigen y crecen superando expectativas. 

 #FuerzaPinar se repite ahora como mantra. Allende la imperiosidad de recuperarse realmente y del todo, es una suerte de ansia coreada en pos de tiempos mejores y más dadivosos, como los mogotes de Viñales, que prosperan en verde sin que nada los detenga.

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