Ilustración. / Félix M. Azcuy
Ilustración. / Félix M. Azcuy

Carta al futuro en una botella de Nochevieja

A ti, que me lees:

No sé quién eres ni en qué año encontraste esta carta. Solo sé que, tras escribirla, la guardé en un pomo vacío de aceite –esta vez, traía ron– que dieron en la bodega y que después enterré en el patio de mi casa a tanta profundidad. Quizás seas algún descendiente mío o una desafortunada persona que compró esta morada con techo de viga y losa. Tal vez han pasado 100 o 200 años. Puede que, incluso, no existan mi casa ni mi barrio. Probablemente, ni siquiera comprendas ciertas palabras o referencias. Y ojalá así sea, porque, si no, significa que nada ha cambiado.

Diciembre es un mes de felicidad –eso siempre suponemos–, de compartir con la familia y los amigos, de mucho amor y esperanza. No nos engañemos, ambos sabemos que diciembre es una migraña. Por eso, entiéndeme: nadie del presente debe enterarse de esta, mi inconformidad pecaminosa. Por eso, solo a ti, lector del futuro, te dedico mi desahogo.

¿Acaso conoces la sensación de comenzar un mes antes de que realmente empiece? ¿En sueños o, mejor dicho, pesadillas? Uno trabaja horas extra en noviembre y se rompe el lomo sin detenerse, pensando en los gastos que vendrán, en todas esas compras, regalos y compromisos sociales que uno debe cumplir antes de que la Tierra acabe de circunvalar el sol.

No divago más. Te cuento: mi diciembre comenzó cuando encontré en el cuarto de desahogo de un pariente, el condensador necesario para arreglar mi refrigerador. Llevaba varios meses sin poder enfriar el agua. Ni el mecánico pudo conseguir esa pieza en una Habana donde uno pensaría que habría de todo, al menos en el mercado negro. La hubiera trasladado a mi hogar esa misma noche, si no fuera porque la calle “está mala” en diciembre, como alertan del peligro mi madre, mi abuela, el vecino y hasta los niños, que solo juegan de día. Al parecer, diciembre es un mes duro hasta para los asaltantes.

Finalmente, con el condensador y 8 000 pesos, pude reparar el electrodoméstico. Justo después, el estrés se propagó como un virus por mi cuerpo. Y aún tenía roto el microwave y, descascarados algunos metros de techo.

Llegó la hora de pagar los preparativos de las fiestas. No pensé en uvas, mas, ¿por qué harían falta sidras, turrones? La tradición de comer puerco en Nochevieja merece revolucionarse. Ante el oscurantismo de los precios de esta década, devendrá, para muchos, el pollo renacentista. No obstante, el Gobierno anunció una venta de la carne más ansiada a precios más módicos que, si bien advirtió no alcanzaría para todos, igualmente sentí un hálito de esperanza para conseguirla…

¿Las colas todavía existen en tu tiempo? Tal vez te las imagines de alguna forma, empero te cuento que las de mi época demoran lo que la rotación del planeta sobre su propio eje. En diciembre, las de comprar el cerdo duran casi el mes entero. Lo peor es que llegar a la tarima no garantiza la satisfacción. Por el Anfiteatro de Guanabacoa, en una ocasión vendieron cerdos de Angry Birds: verdes desde el cogote hasta las pezuñas. Y bueno, ¿cómo podrías conocer ese videojuego?

Entre el trabajo y las colas, el tiempo no me alcanzaba para casi nada. Además, estaban los paseos protocolares, los reencuentros con amigos que querían verme la cara antes de que cayera la última hoja del almanaque; y a cada careo, el costo de una botella de vino o ron. A eso, súmale los cumpleaños: tengo tres buenos amigos –hermanos ellos– que nacieron en este mes dichoso, como si sus padres compartieran cama solo una vez al año. Y ocurrieron bodas, claro, pues diciembre representa, para aquellos que quieren lucir anillos en año nuevo, un mes de eternas uniones. Dos de mis bros se casaron hace poco con sus cónyuges. Qué felicidad, también qué tristeza: temo que, en 2023, ya no los vea por estas tierras.

A medida que escribo, estoy más convencido de que esta carta no debe leerse en el presente. Ojalá seas de un futuro muy lejano, mi incógnito confidente.

Hace dos semanas, cuando ya dominaba con experticia la aplicación Calendario del celular (un aparato de telecomunicación como el tuyo, sabes, pero seguramente más primitivo), otro amigo me pidió que lo acompañara a una conferencia sobre una “ley de nietos” cerca del Capitolio, en el Centro Gallego, para conocer si clasificaría como descendiente de español y tener derecho a esa ciudadanía. Tendrías que haber visto a esos cientos de personas amontonadas en una sala gigante, rebuscando en cada rama de su árbol genealógico.

Quien tiene un amigo tiene un central, dicen por aquí. Pero yo tengo muchos. A veces pienso que uno debería conservar, como las palomitas de maíz, solo la cantidad que quepa en tus manos.

Recién vi un programa televisivo Vale la pena –no me molestaré en explicarte de qué trata; es algo así como de autoayuda– sobre los llamados “ladrones de bienestar”. El mayor ladrón de ese tipo en diciembre fue el Mundial de Fútbol de Catar, que hurtó casi todas mis mañanas y mediodías y lo peor, me robaron la copa que deseaba para Alemania. Me pregunto si por tu época recordarán a Messi o el pélvico Guante de Oro del Dibu.

En cualquier caso, me perdí la final. Cayó domingo, un día al que yo no le agrado. Dos semanas antes, por ejemplo, me tocó la guardia obrera en mi centro laboral. Siete días después, tuve que escribir un reporte sobre las sesiones de la Asamblea Nacional del Poder Popular. Durante la bulliciosa final futbolística, mientras Mbappé empataba, Messi remontaba y el francés volvía a empatar, yo asistía en silencio al entierro de un familiar.

Diciembre es una molestia, y por mala que sea, todos queremos pasarla juntos. Si alguien queda en el camino, resulta aún más dolorosa. Esas festividades insignes, inevitablemente, se sienten empañadas.

La vida sigue y la Nochebuena cae, aun si decides no celebrarla. El engranaje de ese mes siempre te atrapa y te sientes una arandela dentro de un mecanismo milenario: te reúnes con la familia, cenas en Navidad y sigues compartiendo junto a personas queridas. Hasta que, sin darte cuenta, ya estás comiendo un muslo de pollo, recitando un brindis y lanzando un cubo de agua a la calle. Cinco, cuatro, tres, dos, uno…

Por fin, el año nuevo llega. Sobrevives al estrés, las roturas, el alza de los precios, al puerco verde y a decenas de bellísimos encuentros. Solo resta esperar al próximo diciembre y jurarme, en vano, que esa vez será diferente.

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