Cómo quemar las naves y alcanzar la cumbre, sin paracaídas

Por Liudmila Peña Herrera y Rodolfo Romero Reyes


Yo conocí el diluvio macondiano. Era julio de 1972, y vivía en Bacuino Suárez, un potrero donde las vacas casi se asomaban por las ventanas de mi casa, de tejas y tablas de palma. En aquella primavera, los temporales desmintieron a los especialistas, quienes habían pronosticado que la presa Zaza tardaría en llenarse unos cinco años. En apenas semanas, el embalse estuvo de bote en bote. A mis siete años, era lo más cercano que había visto del mar, del que me hablaban mis maestros Lolo y Rafaela.

Para inicios de julio, las aguas ya se habían tragado la escuela; recuerdo que cada mañana íbamos a ver la marca que hacíamos con un palo de ateje o de lo que apareciera, para saber cuánto había avanzado la orilla de la presa. Hasta que no hubo un día más.

Llovía desde el amanecer. Mami no sacaba los ojos del patio; el agua seguía acercándose. Mi papá había salido al finalizar la tarde, y no llegaba. Como a las ocho de la noche, se apareció con mis tíos y un camión para la mudada. En un santiamén montaron las camas, el fogón…

—¿Y las gallinas? —pregunté, a sabiendas de que dormían trepadas en el naranjal.

Algunas fueron a los sacos: no había tiempo para más. Todavía hoy no me desprendo de aquellas horas, del rictus de preocupación dibujado en el rostro de mi mamá, de la llegada de mi papá con el carro:

—¡Vamos!, ¡vamos!

A la vuelta de los años, me pregunto —y a su vez, les pregunto—: ¿acaso el ejercicio periodístico no lleva entre sus genes ese sentido de la urgencia, de escribir contra cierre?

Así pusimos pies en polvorosa de Bacuino y no paramos hasta la casa de mis abuelos maternos, Carmen y Cachón, en la loma de Palma, que para esa fecha no lucía aquel piso de tierra liso y compacto. A la luz de un farol chino, supe que, en tiempos de capataces, mi madre y mis tías buscaban arena en el arroyo cercano para echarla en el portal, el comedor y la sala de la casa, que —según ellas contaban— tenían la pulcritud del Palacio de Buckingham.

En aquellas noches, conocí de la vida de mi padre como carbonero, cortador de caña, carpintero; de las caminatas de mami y sus hermanas de regreso a casa, luego de terminar la escuela primaria —les quedaba a unos siete kilómetros— por no tener 10 centavos para la guagua de Pirilo, que les pasaba de largo, con asientos vacíos. Desde entonces me acompañan esas historias, que palpitan implícitamente en cada línea escrita sobre el proyecto de país que defiendo. 

***

No existe presentación más poderosa para un hombre de letras como la que él mismo es capaz de escribir, bordando los ambientes al detalle, para que el lector observe, escuche, palpe, huela, presienta… Pegado al teclado de la computadora, que se sabe de memoria por oficio y ahora también por necesidad, para esquivar las sombras, se entrega al texto como a la vida, y de él renace.

Enrique Ojito Linares es un gentleman por excelencia, aunque a él le guste repetir que aún es el mismo guajirito de La Sierpe, «nacido casi al borde de un arroyo y que, apenas entró a aquella escuela de techo de guano, vio con sus ojos, ya miopes, cómo Martí lo saludaba desde la pared, con rostro grave y mirada de visionario, invitándolo a hacer por su país». Esas fueron sus palabras luego de recibir, en el año 2020, el Premio Nacional de Periodismo José Martí por la obra de la vida, el más importante galardón que confiere la Unión de Periodistas de Cuba.

Mientras cursaba el preuniversitario en la Escuela Vocacional Ernesto Che Guevara, en Santa Clara, perteneció a un círculo de interés vinculado al periódico Vanguardia; incluso, se atrevió a confesarle a uno de sus reporteros, Félix Arturo Chang, que ejercería el periodismo, en unas declaraciones que le tomó cuando estudiaba quinto grado en la escuela Antonio Maceo, de La Sierpe.

En el ahora lejano agosto de 1983, era difícil imaginar que aquel muchacho, con más pinta de cowboy que de estudiante de la Universidad de Oriente, se convertiría en una de las grandes voces del periodismo cubano actual, con sus raíces bien plantadas en la central provincia de Sancti Spíritus.

En la época en que llegó a Santiago de Cuba, cuenta, «vestía camisa Yumurí a cuadros; un pitusa que me había comprado en el mercado negro mi Vieja, con su salario de auxiliar de limpieza, y los botines que me había regalado abuelo Cachón».

Luego de la ceremonia de entrega del Premio Nacional de Periodismo José Martí, junto a Ricardo Ronquillo Bello, actual presidente de la Unión de Periodistas de Cuba (Upec).

Cuando decidiste estudiar Periodismo, ¿sabías el camino que estabas escogiendo?

Cuando decidí estudiar la carrera no era consciente del camino escogido y estaba lejos, muy lejos de saber los cometidos del periodismo; de que cada palabra que escribiera estaría bajo el escrutinio de los decisores y, sobre todo, de la ciudadanía, cuya voz es la que siempre más me ha interesado. Ahora bien, ni por asomo nunca en el aula me dije: ¿qué hago aquí?

Poco a poco, comprendí que el periodismo es más que la técnica o un estilo para aprehender e interpretar la realidad; que, si quería ser un reportero de raza pura, debía convertirme, ante todo, en un ratón de biblioteca. Descubrí a Martí, más allá de Nuestra América, que casi recitaba de memoria desde la Vocacional; a Pablo de la Torriente Brau y su voz testimoniando 105 días de prisión; a Truman Capote y el asesinato, A sangre fría, de la familia Clutter, en Kansas, narración que muestra un rostro oculto de la sociedad estadounidense. En la universidad encontré ese mundo de historias, afincadas en la realidad, que me dan luz, creativamente, hasta este minuto.

¿Cuánto cambió el ambiente santiaguero, la Universidad de Oriente, los amigos, la visión que hasta ese momento tenías del mundo?

Cuando bajé por última vez en julio de 1988 aquella escalera de los Altos de Quintero, no era el mismo guajiro de La Sierpe que había llegado cinco años atrás a la Universidad de Oriente. Aunque ya no calzara los botines vaqueros de abuelo Cachón, mi alma continuaba siendo montuna.

Al salir de la universidad, miré con otros ojos el mundo; claro, fue un «proceso», término hoy de moda. Recuerdo que casi no habíamos puesto los maletines en las taquillas del cuarto en la Beca, cuando Juan (Borrego Díaz) y yo, fuimos a encontrarmos con Martí en el cementerio Santa Ifigenia; de vuelta, nos vimos frente a las altas y amarillentas paredes del cuartel que conocía de memoria, gracias a El juicio del Moncada, libro de Marta Rojas que leía en las tardes, luego de «mataperrear» por los terraplenes de La Sierpe.

Un sábado descubrimos la calle Heredia y poco faltó para que cerráramos la Casa de la Trova; allí nació mi devoción por el trío Matamoros. Otra noche estuvimos a punto de quedarnos sin voz en un concierto de Silvio. 

Fueron los años febriles de mi juventud; de dirigente estudiantil (fui presidente de la FEU de la Facultad de Artes y Letras, primero, y luego vicepresidente de la universidad); de los juegos deportivos Mambises, que eran nuestras olimpíadas; de los festivales culturales, donde lo mismo bailaba un mambo, que le recitaba un poema al Che… Gracias a ello, viajé a la entonces Unión Soviética y crucé el umbral del Museo del Hermitage, de la hoy San Petersburgo. Todavía me recrimino la ignorancia para disfrutar de la Madonna Litta, de Da Vinci; o de Dos hermanas (El encuentro), obra maestra del período azul de Picasso.  

No obstante, por encima de todo, la universidad me dejó amigos; mejor aún, otra familia. No solo compartimos el mismo apartado postal en el correo de la calle Aguilera; compartimos la lata de leche condensada, que estirábamos con agua, cuando el estómago empezaba a desafinar en la madrugada, sobre todo en la época en que la jaiba era el plato fuerte de turno en el comedor de la «beca». El tiempo, el más justo e, incluso, inclemente juez, ha confirmado que esa amistad nada tiene que ver con un castillo de naipes.

***

Sus grandes reportajes de denuncia quedan como prueba de su olfato periodístico, la habilidad para cruzar información y contrastarla.

Ojito es una cátedra en sí mismo. Cuentan quienes tienen el privilegio de estar cerca de él que, cuando esgrime un argumento, el mundo entero se mantiene al tanto de lo que va a decir el profesor, el analista, el hombre afable que habla en voz muy baja, porque no necesita llamar al universo para que lo vea pasar, como decía Martí. No le hace falta.

Tantos años de investigación y ejercicio de la opinión le ha entregado al periodismo en sus más de tres décadas de experiencia profesional, que no es difícil entender por qué se ha movido a sus anchas entre Radio Sancti Spíritus y el periódico Escambray, como si se tratara de su propio hogar, aunque también encontró casa en Radio 8SF (del municipio santiaguero de Segundo Frente) y Radio Baraguá (de Palma Soriano). Sus grandes reportajes de denuncia quedan como prueba de su olfato periodístico, la habilidad para cruzar información y contrastarla.

Las huellas de su capacidad para rastrear datos también están en los «minuto a minuto» que ha publicado el periódico en su versión digital, durante los fenómenos meteorológicos, visitas gubernamentales o acontecimientos relevantes de la provincia, como el accidente aéreo ocurrido en 2010 a unos 30 kilómetros al sur de la ciudad de Sancti Spíritus, donde perecieron 68 personas, de varios países. Allí donde ha habido un reportero de cualquier medio de prensa con un teléfono móvil, ha recibido una llamada de Ojito para solicitar detalles o confirmar un hecho. Eso explica el respeto del público espirituano y el aprecio de sus colegas.

¿Qué período, en estas tres décadas, ha sido más propicio para ejercer un periodismo más apegado a la realidad, a nuestras dificultades?

Desde que en noviembre de 1997 Juan (Borrego) cogió la bola en la mano y subió al montículo, el periódico Escambray cambió de frecuencia; no me refiero a la de salida de la publicación, sino a la frecuencia divulgativa, que tanto ha lesionado la credibilidad del sistema de medios públicos cubanos, y pasó a bucear con más hondura y sistematicidad en las aguas claroscuras de nuestra realidad.

Y se instaló la paradoja: mientras Escambray se parecía más a los espirituanos, más incomodaba a los burócratas, y ello, a no dudar, era excelente señal. Desconozco cuántas veces los decisores lo llamaron a contar; nosotros poníamos el texto, él era nuestro potente escudo romano (coño, ¡qué duro es referirse a Juan en pasado!). Eso sí, nos exigía datos verificados, contrastación de fuentes, y lo elemental en periodismo: oportunidad e intencionalidad editorial; lo otro corría a su cuenta.

Nadie piense que Sancti Spíritus es una isla. En modo alguno. Por los años de los años, en este pedazo de Cuba han existido, como en el resto del país, la visión instrumental del empleo de los medios enraizada en el sistema político e institucional, el desbordamiento de las funciones de la regulación externa en detrimento de los cometidos del periodismo…; fardos descritos y diseccionados con escalpelo por el profesor Julio García Luis.

Pero, como también advirtiera nuestro teórico mayor, para contener esas desviaciones, debe fortalecerse la autorregulación al interior de los medios, que rebasa la adopción de normativas para regir las dinámicas productivas. Ello presupone perfilar la cultura profesional, más en específico, elevar las competencias profesionales; que haya liderazgo en la gestión editorial… Bien saben qué sucede cuando dejamos esos flancos abiertos.

En esencia, para ejercer un periodismo más apegado a la realidad, un periodismo que lleve la piel de esta Cuba, se precisa de un cambio cultural profundo, tanto en los reguladores externos como en el gremio periodístico; solo así nos sacudiremos de las «manifestaciones de triunfalismo, estridencia y superficialidad en la manera en que (los medios) abordan la realidad del país», carencias expuestas por Raúl Castro en el VIII Congreso del Partido. Duele la crítica, pero sabemos que sí existen esas manifestaciones, en menor o mayor grados. Existen muchas veces porque a unos cuantos decisores les gusta escuchar miel en sus oídos; sin embargo, ello no nos exime de responsabilidad alguna.

Obviamente, ni todos los medios ni todos los periodistas estamos cortados con la misma tijera. Por fortuna, leo, escucho y veo trabajos de colegas que me dejan de una pieza, y comento: ¡ñooo!, es verdad que el tipo es un «tronco» de periodista. Por ello, cuando el vaso está por la mitad, lo veo medio lleno.

¿Cómo honras la memoria de tu amigo, de tu hermano Borrego?

Toda muerte es absurda; la de Juan, aún más. Se nos fue en plena madurez creativa como director de un medio y periodista, y sépase, él llegó a ser un paradigma dentro del sistema de la prensa pública cubana porque era un periodista todoterreno, con una humildad y un desprendimiento sin límites, al punto de ser capaz de anteponer los destinos de Escambray a su obra individual.

Para quien lo dude, le digo que, aun en su gravedad, asociada a la COVID-19, seguíamos conspirando, analizando teléfono en mano (él, con oxígeno puesto, en la terapia del hospital, y yo en casa) la mejor variante para presentar los proyectos del periódico en el II Festival Nacional Virtual de la Prensa, donde, finalmente, obtuvimos uno de los cinco Premios a la Innovación. Entonces, ¿vivía o no por y para Escambray?

Lo honré llevando a blanco y negro los resultados de esos proyectos, con el aporte de varios colegas. Lo honro cuando asumo los trabajos que me orientó en vida y no pude concretar en su momento, entre estos, un reportaje sobre los vínculos de Martí con el trinitario Félix Sánchez Iznaga, mano derecha del Maestro en los tiempos en que los Pinos Viejos miraban de reojo a los Pinos Nuevos, y viceversa. Lo honraré no sacándole el cuerpo al trabajo, escudado en mi discapacidad visual.

Lo honraré recordando sus desafíos pues, con certeza, solía ponernos la varilla alta por el sentido de la noticiabilidad que le asistía. «¿Te atreves a escribir 300 líneas para mañana a las doce del día?», me retó casi sin desmontarme del Hyundai. Acababa de entrevistar al padre cabaiguanense que había desestimado ofertas millonarias en Miami, Florida, y vencido incontables entuertos judiciales para traer de regreso a su hija, que Joe Cubas intentó arrebatarle. «Tremenda historia, vamos a darle cuatro páginas. ¿Te atreves o no?». Miré el reloj; eran las cinco de la tarde del jueves; pero, ¿quién le decía que no a Juan? Ese fue él.  

Ojito fue gran amigo del director del periódico Escambray Juan Antonio Borrego, quien falleció a causa de complicaciones asociadas a la Covid-19.

Dicen que eres un profesional marcado por la exquisitez absoluta y la perfección…

¿Exquisitez absoluta? ¿Perfección? ¡Uff! Demasiado para admitirlo. Sí les puedo asegurar que intento ponerle mi ADN a lo que escribo, y lo disfruto al máximo. Como quizás les ocurra a otros colegas, hay textos, nacidos en medio de la urgencia, que no llegan ni a la esquina; a pesar de cumplir su función en cierto momento. En general, me interesa qué decir y cómo decirlo, en lo esencial, por respeto a las audiencias, que tienen olfato agudísimo para diferenciar el bodrio de la novedad.

¿Se te han escapado errores de los que te gustaría no acordarte?

Que tire la primera piedra el reportero que no haya cometido ese pecado de leso periodismo. Sin embargo, hay pifias y pifias. Hace años, tantos que no quiero recordar, publiqué una breve nota donde refería que «Sancti Spíritus» no debía acentuarse por proceder de la lengua latina; en verdad, me dejé llevar, irresponsablemente, por el entusiasmo de un colega y no contrasté la fuente. Al final, desconcerté a maestros, profesores… Ante tantas llamadas telefónicas hasta la recepcionista del periódico estuvo a punto de pedirme cuentas. Aún hoy me recrimino por tamaña ligereza.

¿Cuáles de tus reportajes, crónicas, entrevistas… te han dejado el placer de saberte útil a una persona o a la sociedad?

Ante todo, me ha interesado convertir al cubano de a pie en protagonista de la noticia, en la tesitura de la «gente de pueblo», de Onelio Jorge Cardoso, y de los «desconocidos», de Jaime Sarusky. Lo he buscado siempre, y la mayor recompensa la he encontrado en la gratitud de esas personas que, ni por asomo, se creían dignas de hacer titulares de prensa. Hablo, por ejemplo, de Tina, quizás una de las primeras barrenderas de calle que tuvo Cuba; de Pillito, un pocero, que donde ponía el ojo, de seguro, abajo había agua; de Edelmira, una recogedora de café que cantaba más afinada que la mismísima Esther Borja. Soy un cazador de esas historias. 

Sin embargo, de todos mis trabajos, guardo recortado el artículo «En duelo con la muerte», que aborda el tema del suicidio. A raíz de publicado, me llamaron por teléfono dos lectores: un anciano de Iguará, que había intentado privarse de la vida y me invitaba a su casa para conocer la encrucijada en que vivía, y una mujer de Trinidad, cuyo padre, de 81 años, mostraba una conducta suicida. Entre sollozos me contaron sus historias; nunca vieron las lágrimas que también me asaltaban discretamente. Una pregunta de mi hijo Pablito me sacó del trance: «Papá, ¿qué pasó?».

Ahora bien, si me pusieran en la disyuntiva de salvar del fuego un conjunto de materiales, con los ojos cerrados rescataría los relacionados con la corrupción administrativa y los delitos que afectan nuestra economía. En esa línea temática podría citar «Cuando Acopio ardió», «Hoja de ruta de un desfalco», «El botín de la codicia», «Los filones de un desfalco», «Malversar… hasta un día», que, más que describir, desmontan casos específicos de despojos millonarios ocurridos en entidades espirituanas, con la mirada puesta en las causas. Durante la consecución de esos proyectos investigativos, tuvimos que abrir (así, en plural, pues Juan levantó su teléfono en más de una ocasión) muchas puertas que permanecían cerradas a cal y canto para Escambray.

***

Una vez declaró a una colega espirituana: «No se debe intentar llegar a la cima de la montaña en paracaídas, por veredas; a mi modo de ver, a la cima se llega a pie, poco a poco, abriendo trillo, abriendo trochas, sin temer a las caídas…».

Habría que preguntarle a Ojito cuántas veces, después de haber escalado una cumbre escarpada, ha reiniciado la aventura desde el pie de otra montaña aún más peligrosa, pero con la experiencia a cuestas; en cuántas oportunidades, mientras escribía un reportaje de investigación, con todos los elementos de su lado, ya estaba pensando en el próximo tema en el que se metería hasta el cuello; qué adrenalina se esconde en el centro de esa pequeña mesa redonda donde se ha sentado él cada lunes junto al Consejo de dirección de Escambray y otros «cerebros» para diseñar el periódico de la semana o los nuevos proyectos editoriales que luego se convertirían en premios nacionales.

¿Temores? ¿Caídas? Solo él podrá decir cuánto han dolido y de qué modo se ha levantado. Entre esas escaramuzas de la vida, están las dificultades visuales, que le han obligado a transformar el modo de asumir la profesión. 

¿Cómo has resuelto esa prueba de la vida?

No había salido de la cuna y ya usaba espejuelos debido a la miopía; poco después de los 40 años, empecé a sentir como si mirara a través de una ventana con escarcha. Catarata prematura en los dos ojos —diagnosticaron los especialistas—, enfermedad que suele detectarse en los ancianos.

«¡Concho, qué mala suerte!», lamenté, y prácticamente salí de la consulta al salón de operaciones en el habanero Pando Ferrer. Mis ojos quedaron nuevos, de paquete. Hasta que la noche y el sol me atenazaron los ojos. Retinosis pigmentaria, alegaron los oftalmólogos.

Me desplomé psicológicamente por unas horas. Enseguida recordé la entereza de mi papá, un hombre al que le faltaba todo el pelo de la cabeza, pero le sobraban otras cosas. Y me levanté con la misma rapidez con que me había derrumbado al saber el diagnóstico, y ahí, junto a mí, estaban Arelys, mis hijos, mi familia toda, los amigos. Lo otro quedaba de mi parte; ni corto ni perezoso, cogí el bastón y así me ven hoy en día.

A favor tengo que mis manos caminan solas por el teclado; algún partido tenía que sacarle a más de 33 años de ejercicio. En esta pelea, las herramientas informáticas son fieles aliadas. No obstante, les confieso (y lo hago por primera vez) que he necesitado de un extra para asumir que, si antes redactaba una entrevista en tres horas, en estos momentos me lleva el triple o más de tiempo; es como si viviera, como si trabajara en cámara lenta. No me ha quedado de otra que hacer un punto de inflexión en el periodismo que ejercía, con el olor de la calle, y privilegiar el de opinión, más reposado. Por suerte, mis neuronas siguen con los ojos abiertos.   

Algunos se refieren a tu esposa, Arelys García, también periodista, como tu «sostén», pero intuimos que es mucho más. ¿Cómo la definirías?

Arelys es mis ojos, miro por los suyos. No entrego ningún original sin que antes ella lo revise. Y en periodismo no es solo mi primera lectora; es más severa que mi jefe de Información. La conocí en la universidad; la veía coger rumbo al salón de estudio, con La Ilíada entre sus manos y la saya plisada que le cosía su mamá Solángel. El destino quiso que nos reencontráramos en Radio 8SF, Segundo Frente, y no se me escapó. La enamoré con Mariposita de primavera, de Matamoros, que nos sigue acompañando. Los dos hijos que compartimos son el mayor regalo que nos hemos dado. A la vuelta de 31 años, le sigo llamando «Mariposa», y ello lo resume todo.

Enrique Ojito, junto a su esposa, Arelys García, y sus dos hijos.

Profesor de la Universidad, periodista de Escambray, de Radio Sancti Spíritus… ¿cómo organizas tus jornadas para cumplir con todo?

De lo que asumía con anterioridad, no he renunciado a nada; no depongo las armas tan fácilmente. Todos los días, con excepción del domingo, me levanto a las cinco y treinta de la mañana; escucho el compendio informativo de esa hora de Haciendo Radio, de Rebelde, mientras hago elementales ejercicios de calentamiento. Tomo café y… a la carga. Favorezco, en lo posible, el tiempo dedicado a Escambray. Poco antes de las ocho de la noche, dejo la computadora, veo el Noticiero y luego, raras veces, me siento nuevamente frente a la pantalla en blanco. Los viernes estoy frente a mis alumnos en la universidad.

El domingo no me llevo tan tenso, pero vuelvo, con placer, a la «silla eléctrica» y después disfruto de alguna serie televisiva. Antes salía a la feria con Arelys, para garantizar parte de la comida de la semana; esa responsabilidad se la pasamos a Alejandro y a Pablo; dicho sea de paso, les ha servido de entrenamiento doméstico.

Como profesor, ¿les «regalas» a los jóvenes lo que te costó aprender con años y sacrificio en el terreno, o dejas que se lo vayan ganando, con sus propios choques?

Si queremos, si necesitamos que sean mejores que nosotros, no podemos esconderles la bola a los alumnos; tampoco se las tiro por el medio. Actúo de esa forma porque veo en ellos a mis hijos (uno ya médico y otro, a punto de serlo también), quienes hablan elogiosamente de sus profesores porque les han transmitido no únicamente saberes. 

¿Son los premios, realmente, un medidor de calidad y de éxito?

Es verdad: una crónica, un reportaje laureado no revela el calibre de un periodista. Los premios distan de ser el único medidor para ponderar la realeza de un reportero por un mero motivo: admítase o no, la decisión de un jurado siempre estará mediada por el criterio de calidad periodística manejado por este. Por ello, cuando huelo cierto tufillo de altivez en algún colega cercano, le hago saber, de alguna manera, que un premio no te hace el ombligo del mundo.

Al día siguiente del anuncio del José Martí, entre las personas que me llamaron estuvo un lector, quien me confesó que guardaba una crónica que publiqué, nada más y nada menos que en 1989. Evocaba la historia del ya desaparecido central 7 de Noviembre, de Natividad, desde la visión de un octogenario azucarero, sentado en el parque del batey, frente al ingenio. ¿Puede existir mayor reconocimiento que ese? No lo creo.

El José Martí no me ha subido los humos a la cabeza, continúo siendo el mismo guajiro de La Sierpe que no olvida a quienes me tendieron la mano en determinadas circunstancias de la vida y, mucho menos, a mis maestros. Intento honrar el premio José Martí con lo que sé hacer y lo disfruto: con trabajo. Más de una idea me saca de la cama en estos momentos, entre estas, la posibilidad de emprender la tesis doctoral; si la asumo o no, depende del criterio médico, no quiero ponerme contra la pared.  

¿Alguna vez has mirado hacia atrás y te has recriminado por la pasión y el tiempo entregados al periodismo?

Ni cuando éramos los profesionales menos remunerados en Cuba, me recriminé haber optado por ser periodista; la profesión me ha dado más alegrones que sinsabores, que, por cierto, no han escaseado. Nunca me he sentido esclavo de la noticia porque la he disfrutado como el que más. No obstante, ello no excluye que, si tuviera la oportunidad, sí le entregaría más tiempo a mi familia, porque puedo decir a los cuatro vientos que tengo una familia de lujo. 

¿Te interesa la trascendencia?

Solo me interesa que me lean; que el lector no pase de largo ante lo que escribo.

¿Qué existe para ti, más allá del periodismo?

Más allá y más acá del periodismo, existen la familia y los amigos, que cuando son de oro y corazón macizos, son también de la familia; la mía, al menos, ha comprendido que el periodismo no es la camisa que, al llegar a casa, se pone a airear en el balcón y la recoges al otro día. En fin, mi familia sabe por qué quemé las naves por el periodismo.

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* Esta entrevista forma parte de un libro en proceso de edición por la editorial Ocean Sur.


CRÉDITOS:

Texto: Liudmila Peña Herrera y Rodolfo Romero Reyes

Fotos: Tomadas de su perfil en Facebook

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