Mientras la noble Habana llora

Liudmila Peña | Marieta Cabrera | Mariana Camejo | Lys Alfonso | Dariel Pradas | Mario Bermello

Primera parte del reportaje Tragedia en el Saratoga: Mientras la Noble Habana llora


El 6 de mayo prometía ser un día común y tedioso, bueno para maldecir, desagradecidamente, al sol. Como cada mañana, los habaneros hormigueaban la ciudad a pesar del intenso calor, cuando a las once menos diez sintieron un olímpico estruendo alrededor del kilómetro cero desde donde se expande el país.

“No sonó a ‘caballito’”, comentaron algunos vecinos del colindante municipio Cerro, capaces ya de no asustarse con los habituales estallidos de transformadores eléctricos que “se van”.

Casi todos, en los diversos barrios donde se oyó, creyeron haber sentido algo así como la explosión de una fuerte bomba, un retumbo que la mayoría apenas sabe reconocer por las películas.

“Como una bomba, sí, pero ahogada. Semejante al ruido de un pesado libro que cae de tapa, no de lomo, aunque multiplicado a la ene potencia”, intentó matizar un afligido universitario.

En esos instantes, en las afueras del núcleo urbanizado de La Habana Vieja, también asustó el estrépito. Marlén Bolaños, ejecutiva integral del Museo Castillo de Santo Domingo de Atarés, rauda subió a la explanada superior de la otrora fortaleza militar del siglo XVIII para poder aprovechar la privilegiada vista que tiene la ciudad desde el escarpado promontorio de la Loma de Soto.

Detrás del telescopio Opakua, potencia 30×80, Marlén rastreó las fachadas con sábanas blancas colgando de los balcones, hasta localizar, en torno al Capitolio, una inmensa nube de polvo.

Sabotaje, pensaron los otros ejecutivos integrales de Patrimonio Cultural de la Oficina del Historiador de la Ciudad allí presentes. Estos recién habían terminado su rutinaria reunión metodológica mensual y sin pestañear salieron corriendo a sus museos, galerías, teatros…, a ver qué pudo haber pasado en sus instalaciones.

Desde el epicentro del siniestro –el elegante hotel Saratoga–, la descomunal tolva polvorienta engullía una columna de humo gris que luchaba por alcanzar altura. Cientos de personas, tal vez miles, se apresuraban hacia la coordenada fatal, doblando sus cuerpos y cubriéndose con pañuelos para eludir las partículas flotantes.

Como un deslave supersónico, toneladas de hormigón se desplomaban desde los pisos medios y se amontonaban en la calle, dejando atrapados bajo los escombros algunos automóviles y un camión cisterna que abastecía de gas al hotel. La polvareda y el pánico se ensanchaban, al tiempo que paneles de techos caían como naipes y otros quedaban colgados gracias a los cables de electricidad. Tras desmoronarse las fachadas, las intimidades de las habitaciones quedaron expuestas, así como el horror en los ojos de algunos sobrevivientes que milagrosamente lograron escapar deslizándose por las lomas de piedras. Del espeso nublado polvoso que cerró la esquina de Prado y Dragones, salió disparado, como pez que huye repentinamente de un puño, un metrotaxi Gazella. Otros, lamentablemente, no tuvieron esa mística suerte.

Desde cualquier punto cardinal la gente llegó al lugar, deseosa de ayudar, mientras gritaba, maldecía o evocaba a Dios para contrapesar. Algunos lograron sacar de los despojos a las primeras víctimas, heridas y muertas, a riesgo de perecer ellos mismos por el virtual fiasco de la estructura todavía en pie, pero quebradiza.

Otros, en honor a la verdad, estorbaron. Ansiosos por tener una imagen exclusiva en sus teléfonos, incumplían la orden de los policías de alejarse del peligro aún latente. Unos, sin conocer la causa del problema, hacían “directas” que rápidamente intoxicaron las redes sociales con sus desaciertos.

En su narrativa primera, “la calle se había calentado” contra el gobierno, como mismo casi un año atrás en el Prado; luego, que el colapso se debió al “mal estado”, por desatención, de las edificaciones en La Habana, a pesar de haber ocurrido en un hotel recién remodelado y casi listo para retomar sus servicios cuatro días después de esa jornada soleada y definitivamente nada común.

Bien vista, la sospecha de un atentado no era descabellada: a todos les pasó la idea por la cabeza por un minuto. Es que años atrás, varios hoteles e instalaciones de recreo de la ciudad fueron víctimas de acciones vandálicas financiadas desde Miami, cuyo fin era amilanar a los turistas interesados en venir a la Isla. Por entonces se incrementaban los arribos y las divisas ganadas por los servicios de la industria del ocio empezaban a retoñar la economía.

Hoy, tras la reciente hibernación que impuso la pandemia de covid-19, despertar la actividad turística, fuente principal de ingresos de la nación, permitirá calcificar la renqueante economía.

Así que, hipotéticamente, los extremistas que no desean esa revitalización podrían elegir tales métodos violentos. Lo habían aplicado antes, se sabe, contra una selecta tienda y un barco que importaba armas para la defensa; basten dos dolorosos ejemplos.

Era muy coincidente que ocurriera justo cuando concluyó en Varadero la Feria Internacional de Turismo, y cuando la campaña emprendida en las redes contra los hoteles de lujo –los que captan más divisas– va siendo desoída por inversionistas y turoperadores.

Apenas se iban recopilando testimonios de sobrevivientes, sobre cierto olor a gas en el hotel, y el dictamen muy  preliminar de los especialistas, la duda por terrorismo se desvanecía en segundos.

El presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, en la primera de varias visitas que hizo al lugar aseveró: “En ningún caso ha sido una bomba, ni ha sido un atentado (…). Ha sido sencillamente un accidente lamentable, muy lamentable, y parece que está alrededor de la bala de gas”.

Entre la intrepidez y la cautela

“¿Estamos hablando de que es el desplome de una de las partes del hotel Saratoga?”, pidió precisión del cataclismo el jefe de turno del Puesto de Mando de Bomberos, al jefe de Comando 1 del Cuerpo de Bomberos, teniente coronel Alexander Santillano.

Llegado al lugar con la mayor inmediatez y después de pedir refuerzos urgentemente, así como rescatistas, ambulancias y policías, el grupo de Santillano se dispuso a evacuar a los niños de la escuela primaria Concepción Arenal, un plantel de 393 estudiantes ubicado justo frente al hotel, por la calle Dragones. Unos fueron llevados al Capitolio, sede de la Asamblea Nacional; otros a la cercana Editora Abril y el Tribunal Provincial Popular. El propio Jordai Rivera, chofer del metrotaxi que se salvó por los pelos estando bajo el desmoronamiento, trasladó en su microbús hacia el policlínico a algunos pioneros que resultaron lesionados.

El inmueble docente recibió el empujón de la onda expansiva del estallido y sufrió daños estructurales. Afortunadamente, ningún escolar perdió la vida. Pero cuatro menores, así como una mujer embarazada, quienes estuvieron cerca del siniestro, engrosaron la perturbadora lista de 46 fallecidos, de entre los 99 lesionados.

Mientras, miles de personas se aprestaron a donar sangre. Otros recogieron ropas y alimentos. Algunos transportistas sirvieron gratuitamente a los afectados. Así brotó incondicional la solidaridad con los convalecientes, los familiares de los difuntos y los damnificados por los derrumbes de las viviendas colindantes.

“Lo que me toca es estar aquí”, juró al lado de una ambulancia Nairobi Évora, coordinadora regional del Sistema Integrado de Urgencias Médicas (SIUM). Sollozaba a metros del hotel, pues compañeros de su madre, extrabajadora de ese centro, habían fallecido. Aun así, el dolor personal no eclipsó el deber profesional.

Tampoco el de los conmovidos bomberos, que extinguían los últimos fuegos, o los rescatistas, esclavos del olfato de sus perros. La heroicidad es –saben calibrar ellos– el justo medio entre la intrepidez y la cautela. Gracias a su disciplina y pericia, a cuentagotas fueron devolviendo los restos de los fallecidos a sus familiares, renuentes siempre a perder la esperanza de un milagro.

Fue esa fe la que impulsó a la madre de Shady Cristina Cobas a mantenerse en espera de noticias frente al hotel, en el parque de la Fraternidad. Y fue la joven camarera la última víctima hallada entre los escombros, casi una semana después del abatimiento.

Quiso entonces la ciudad, en medio del duelo oficial decretado, despedir con flores, oraciones y llantos a sus conciudadanos fallecidos junto a una española que vacacionaba en el país.

Tras apagarse la última vela, la vida fue retomando su pulso, no así la alegría. Escondido en la serenidad seguía el dolor, suerte de estado emocional caprichosamente reflejado en la Fuente de la India o de la Noble Habana, el símbolo arquitectónico de la ciudad.

Ubicada en el extremo sur del Paseo del Prado, entre el inmolado hotel y la fraternidad del conmovido parque, impasible se mantiene la alegoría de la india Habana, la primera nativa vista por los españoles y esposa del cacique Habaguanex. Para asombro de todos, durante el fatídico suceso no sufrió ningún daño. Una vez más, la urbe, su emblema, su gente, superan las adversidades.

El amasijo invisible

Si el Prado es el espinazo de la ciudad, el entorno de la india es su corazón. Puede decirse sin temblar que en esa zona se cristaliza la identidad de la ciudad, pues allá han confluido todas las savias culturales, étnicas, espirituales y sociales que tejen la nacionalidad.

A un salto de allí, recordemos, se asentaron comunidades de chinos, árabes y judíos, cuya antropometría se fundió con inmigrantes españoles y descendientes de esclavos de extramuros. Quizás terminó de cubanizarlos a todos, el teatro Martí, meca de las variedades vernáculas, adonde Marlén Bolaños llegó jadeando desde Atarés y encontró a su yerno Yoel López, conservador de la Oficina del Historiador, recopilando falanges de una estatua rota.

Parcela de apiladas heredades reveladoras, sufrió además por su patrimonio de la iglesia bautista El Calvario, también sede de la Convención Bautista en Cuba Occidental. Ahí la cúpula decimonónica quedó rasgada hacia el cielo. En la tierra, empero, el pastor José Agustín Betancourt y sus correligionarios ayudaron, junto a los rescatistas, a evacuar a personas dañadas.

El barrio, primer empeño razonado de modernidad de La Habana, resume el amasijo invisible que anuda a los cubanos. Sea, digamos, por la escuela recién golpeada, donde se erigió el primer Centro Gallego; fuera por la cultura africana, simbolizada en la sede –también castigada– de la Asociación Cultural Yorubá de Cuba, misma que en su Letra del Año reveló que en 2022 gobierna Obatalá, el creador de la Tierra, y que uno de sus refranes reza: “Es un error no aprender de los errores cometidos”.

Debido a esas gnosis, más que golpe a una infraestructura el accidente se antoja como azote a la sustancia de la ciudad. Por ello la Noble Habana hoy llora, mas se jura revertir el mal con mayores precauciones, que será la mejor manera de no olvidar a sus hijos.

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