Yo, el verdugo

Publicado el 2 de octubre de 1960

Confidencias recogidas por Robert Charroux.

Las excepcionales confidencias que aparecen aquí nos aportan imágenes tan sorprendentes como prosaicas: el verdugo es un buen padre y buen esposo, ama y es amado… Va regularmente al mercado y no es insensible al buen humor ni a la emoción. El verdadero “Padre tranquilo” de la guillotina, que nos ha suministrado el primor de estos recuerdos emocionantes, ha querido conservar el anonimato, aunque está retirado y desligado de las consignas de silencio que le imponían. Sucesor de Desfourneaux, ha procedido a más de doscientas ejecuciones y no desea exponerse a represalias que pudiera ocasionarle la publicidad. Por primera vez, el misterioso “Señor de París” se inclina sobre su pasado. Hay pocas carreras tan tradicionales como la de ejecutor de la justicia. Veamos: de 1688 a 1847, la familia Sansón dio por lo menos siete generaciones a esa extraordinaria profesión. Se podría citar también el ejemplo de los Desfourneaux cuyo cargo se ha trasmitido de padre a hijos o a otros miembros de la familia. En cuanto a los ayudantes, casi siempre han sido escogidos entre los familiares inmediatos del verdugo o entre sus parientes cercanos.

***

–Puedo decir que estaba indicado para el oficio desde mi nacimiento ya que pertenezco a la familia Deibler. Fue Anatole quien me contrató un día en el café Viaduc, donde se reunía a veces con sus amigos y sus ayudantes. Yo había asistido ya, antes de ese día, a varias ejecuciones, por curiosidad y también por haber ayudado al montaje de la máquina.

Sí, cuando Anatole Deibler me propuso esa tarde en el oficio, yo conocía ya la preparación y el funcionamiento de la guillotina.

–Necesito un cuarto ayudante… Cuento contigo –me dijo bruscamente el “patrón” en el café.

Reflexioné unos segundos, pues no esperaba una proposición tan precisa… y brusca.

–Su confianza me honra, patrón, pero no puedo aceptar –contest–-. Yo me dedico al comercio. Si eso llegara a saberse, me perjudicaría. 

Anatole Deibler se encogió de hombros y replicó en tono perentorio:

–¡No! Te beneficiará: 250 francos por mes es la tercera parte de lo que gana un diputado. Además, nadie lo sabrá. Si lo saben, es porque habrás hablado.

En realidad, la proposición de Deibler me halaga en mi amor propio: me ofrecía lo que deseaban obtener cinco mil aspirantes cada año. Por curiosidad acepté la oferta de Deibler y creo ser en nuestros días uno de los que pueden sostener con conocimiento de causa esta tesis: la supervivencia existe después de la ejecución por la guillotina.

Después de la muerte de Desfourneaux, último ejecutor de la justicia (según el título oficial) se ha revelado que si el verdugo es un funcionario del ministerio de Justicia con unos 60,000 francos mensuales, los ayudantes, en cambio, no ganan ni con mucho para subvenir decentemente a sus necesidades.

¿Qué se puede hacer con 14,000 francos ligeros por mes, y sin retiro? Por consiguiente, los ayudantes deben ejercer obligatoriamente un oficio secundario más remunerado.

Del segundo oficio de esos trabajadores no se habla, pero es raro, sin embargo, que algunos vecinos se enteren incidentalmente de sus actividades.  Y cuando se entera algún vecino, adiós a la tranquilidad.

¿Entregarle mi hija a un verdugo? ¡Jamás!

No basta querer ser ayudante de verdugo para serlo. En pricipio el ejecutor en jefe escoge a sus “colaboradores” entre sus parientes y los propone a la aprobación del ministerio. Entonces el interesado debe suministrar unos antecedentes penales irreprochables, una carta de moralidad y… un certificado médico de aptitud física.

Yo resido actualmente en una casita a la orilla del bosque de la Margeride, en el centro de Auvernia. Por la mañana voy a recoger setas comestibles que abundan. Conozco todas las especies y hago reservas para el invierno, pues mis entradas son escasas. Por la tarde corto leña, ya que consumimos mucha durante el invierno, y puedo decir que el manejo del hacha no me intimida. Siempre he sido saludable y hace veinte años no me faltaban los éxitos amorosos.

Y sin embargo, mi oficio me malogró un matrimonio, pues el verdugo es siempre el verdugo, lo cual no es agradable para todas las personas. 

En mi juventud me enamoré de una muchacha, una lindísima trigueña que me gustaba mucho. Habíamos hablado ya varias veces y nuestros padres –los suyos y los míos– no se oponían a nuestras relaciones. Yo soy franco… nunca he podido ocultar mi pensamiento, aún perjudicándome. Un día llamé aparte a mi futuro suegro y le expliqué mi caso.

–Yo procedería mal si le ocultara… Soy mecánico, pero hago también otro trabajo…

–¿Cuál?

–Ayudante del ejecutor de la justicia.

Dije ayudante del ejecutor porque la palabra verdugo me repugnaba y pensé que no debía pronunciarla. Pero el padre de mi novia, hombre demasiado sencillo, no comprendía. Entonces me vi obligado a precisar.

–Soy ayudante del verdugo…

Me miró como si me viera por primera vez. Luego, sin mala intención pero con firmeza, replicó:

–Eso es otra cosa, muchacho. ¿Entregaré mi hija a un verdugo? ¡Jamás!

Angustiado, dejé de ver a Lea –se llamaba Lea– pero me alegré después…

El ejecutor de la justicia, ese don Juan…  

En cambio, conocí a otras mujeres que se sentían atraídas por mis funciones de verdugo, y si los que ejercen nuestro oficio fueran más populares, recibirían todos los días proposiciones de matrimonio y cartas de amor. Anatole Deibler, principalmente, recibía frecuentes proposiciones matrimoniales. Durante largo tiempo lo persiguió una misteriosa correspondencia de misivas enardecidas en las cuales expresaban crudamente las mujeres sus ambiciones…

Yo mismo, como los otros ayudantes, he recibido numerosas declaraciones de amor. Una mañana, mientras me dirigía en París hacia mi taller después de una ejecución, una linda mujer me abordó:

–Usted es el verdugo, ¿verdad?

–Yo soy mecánico.

–Sí, sí… Usted es el verdugo, lo sé perfectamente. Además, sus zapatos están manchados de sangre.

Era cierto.

Por lo general me fijo mucho en esos detalles, pero esta vez había observado solamente mi pantalón y mi saco. Viendo la sangre, la joven señora manifestaba una morbosa excitación. Me tomó por un brazo y, para no llamar la atención, la dejé acompañarme por el bulevar. Yo era joven entonces, y la mujer bonita y hasta distinguida. Como no podía deshacerme de ella, la invité a entrar en un café.

Acariciándome las manos, murmuró:

–No me niegue que usted es el verdugo…

Confesé la verdad:

–Soy ayudante solamente.

–Entonces… ¿cómo sucedió eso? Cuéntemelo. Yo no pude ver nada; la policía nos mantenía a un kilómetro de distancia…

Le expliqué el desarrollo de la operación y sus ojos fulguraban durante mi relato. A veces me hacía precisar un detalle o repetir una explicación y, más emocionada cada vez, me abrazaba… Después conocí a otras parecidas, aunque más discretas.

Me acuerdo de otra mujer, distinguida y bonita también, que era amiga de todos los ayudantes. Visiblemente, nuestro oficio le encantaba. Sostenía relaciones con todos nosotros.

El hombre que mata está también dotado… para curar

No temo decirlo: soy curandero.

Pero nunca he ejercido ese don sino de manera gratuita, y no pienso hacer competencia a la medicina oficial. Sé curar las quemaduras, la eczema y el reumatismo por imposición de manos sobre la parte enferma; pero mi magnetismo es particularmente eficaz en los dolores de cabeza, las angustias y las neurosis.

En 1947 obtuve resultados bastantes curiosos con una señora de treinta años, recomendada por un amigo mío. Me suplicó de rodillas en mi casa que le aplicara pases magnéticos. Sufría de los nervios, graves opresiones y bruscas irritaciones que hacían imposible la vida a su marido. A veces experimentaba temblores de rabia.

Manifiestamente, aquella mujer era una histérica y me di cuenta de ello desde los primeros minutos de nuestra conversación.

–He consultado a médicos y curanderos –me dijo– pero nada han podido hacer por mí. Usted es verdugo, y el caso es diferente, desde luego. Déjeme ver sus manos.

Se las mostré. La mujer prosiguió.

–Yo creía eran más gordas y más grandes. ¿Quién corta la cabeza de los condenados: usted o Deibler?

–Pero, señora, el señor Deibler no es verdugo principal desde hace mucho tiempo.

–No importa. Cuénteme cómo se ejecuta a un condenado.

No le conté nada, naturalmente, y traté de localizar el mal con el péndulo. Al final de la cuarta sesión de pases la mujer se había vuelto normal, y sus brusquedades de carácter y sus crisis no se repitieron, pues su esposo me lo confirmó más tarde. Yo me pregunto ahora: ¿quién restableció el equilibrio de la enferma, el curandero o el verdugo?

Nunca he tratado de reparar un miembro fracturado, excepto a unos perros y a un carnero, pero estoy persuadido de que lo haría muy bien. Lo que me interesa principalmente, es cruzar razas de animales para lograr selecciones.

Ser curandero no es una tradición en el oficio de verdugo. En la Edad Media la religión prohibía al médico entregarse a estudios anatómicos utilizando los cadáveres: solamente el verdugo, excluido de la sociedad, tenía el poder y el derecho de ese sacrílego ejercicio.

Es verdad que entonces el charlatanismo reinaba y la superstición incitaba a la gente a conceder mucho crédito a la soga de un ahorcado, a la grasa de los muertos y al famoso “sirope de cuerpo humano”.

Antaño el verdugo resucitaba a los muertos

El verdugo que ajusticiaba a los condenados y quebrantaba los miembros sabía restaurar a sus víctimas si llegaba el caso. Desde luego, se trataba de una estratagema que puede explicarse de la manera siguiente: el verdugo generosamente pagado por la familia del condenado que debía ser ahorcado, practicaba antes del suplicio una incisión en la laringe. Se las arreglaba después para no romper las vértebras cervicales del individuo en el momento del ahorcamiento, de modo que este último, por automatismo fisiológico llegaba a respirar gracias a la incisión hecha en la garganta.

El ajusticiado, colgado al cabo de una hora, estaba sin conocimiento, pero hábiles movimientos respiratorios podían devolverle la vida.

Mi aptitud la heredé de mi padre, pero es cierto que el oficio de ejecutor predispone a una autoridad natural y a cierto ascendiente sobre el común de los mortales. Lo repito: no soy un profesional de la curación, pero he realizado algunas investigaciones y, ningún provecho material, no veo ningún inconveniente en revelar ciertos secretos.

Nadie debe deducir de mis palabras conclusiones prematuras: yo no me dedico a la magia. Los remedios que voy a indicar pueden ser probados sin peligro por cualquiera, y no se necesita ser verdugo para poder fabricarlos:

–Las raspaduras de cráneo son eficaces contra el traumatismo (gracias a su fósforo por lo menos). Los cráneos de buey, de ciervo o de gato pueden ser utilizados.

–La grasa humana (se decía grasa de muerto) ejerce positivamente una influencia beneficiosa sobre la epilepsia. Yo, por mi parte, cuando me dedicaba a curar, recitaba siempre, antes y durante la imposición de las manos, un Pater y un Ave. Después murmuraba una oración legada por mi padre y cuyo contenido no puedo entregar so pena de perjurio.

Para las luxaciones y los esguinces, es indispensable poseer serios conocimientos anatómicos. Pero, cualquiera que sea la opinión de los médicos, la colocación en su lugar de los tendones y los músculos es favorecida por las prácticas siguientes:

Esguince (torcedura de una coyuntura): dar masajes haciendo trazar al miembro enfermo tres veces la señal de la cruz, con presiones alternativas hacia arriba, hacia abajo, a la izquierda y a la derecha.

Luxación (dislocación de un hueso): seis señales de la cruz.

No soy tan ingenuo como para atribuir a ese rito una omnipotencia absoluta e irrazonada, pero tampoco soy bastante pretensioso para negar hechos probados por la experiencia.

He guillotinado a cinco mujeres…

Es muy raro que el presidente de la República no conceda el perdón a una mujer.

Sin embargo, los crímenes cometidos por las mujeres son generalmente más escandalosos que los de los hombres, pues tienen un carácter solapado, insidioso y la premeditación está casi siempre probada.

Antes de dimitir mis funciones –en 1943– tuve que conducir al patíbulo a cinco mujeres. El 20 de enero de 1941 Desfourneaux nos transmitió una breve orden:

–Salida inmediata para Burdeos. Vamos a ejecutar a la viuda Elizabeth Ducourmeau.

¡Una mujer! La noticia causó sensación entre los ayudantes. Nunca habíamos participado en semejante ejecución. En realidad, esa orden no nos sorprendía sino a medias, pues desde hacía tiempo la cuestión estaba en el aire.

Desembarcamos en Burdeos una noche de invierno; la ejecución debía efectuarse la mañana siguiente. La viuda Ducourmeau era una perdida; había tenido numerosos amantes y, como su esposo le molestaba, lo había suprimido para “vivir su vida”.

Su procedimiento era de un estilo clásico: el envenenamiento. Al hacerle la madre algunos reproches, ella echó veneno en la sopa y ese testigo fastidioso desapareció también. Toda la familia estuvo a punto de sucumbir.

La Ducourmeau pensaba que sólo  se arriesgaba a unos años de cárcel. Pero la opinión pública gruñó y la justicia se decidió a dar un ejemplo.

Todo lo teníamos preparado cuando el acusador público fue a la cárcel para realizar su visita ritual.

–Tenga valor, señora, su solicitud ha sido denegada.

La Ducourmeau no parecía comprender bien lo que ocurría. Por reflejo, se sentó en la cama y contempló con mirada inquieta a toda la gente que se apiñaba en la puerta de su celda. De repente se dio cuenta de la situación y se sobresaltó:

–Quiere decir que…

–Lo siento señora, pero debe tener valor… Tiene que prepararse para morir.

Entonces la mujer comprendió, respondió con un alarido, saltó de la cama y se refugió en un rincón de su prisión. Los gendarmes, acompañados de algunos guardianes, se vieron obligados a arrastrarla para sacarla de allí. A fuerza de persuación, un sacerdote logró calmarla un poco. La mujer escuchó la misa, gemebunda, desplomada sobre una silla entre dos guardianes que la sostenían. Terminada la misa, comenzamos a prepararla. Gritaba y forcejeaba, hasta que conseguimos atarle las manos. Unos minutos más tarde, todo había acabado.

Otra mujer que había matado a su hija murió con valor

Otra mujer debía expiar un crimen horrible: la Monneron había matado a patadas a su propia hijita Liliane, con la ayuda de su marido, condenado también a la pena capital. Una magnífica pareja de monstruos.

Era el 6 de febrero de 1942 y la ejecución iba efectuerse en París donde habíamos pasado la noche, pues los medios de transporte eran precarios en aquellos tiempos de guerra.

El director de la prisión nos tranquilizó respecto al comportamiento eventual de la Monneron:

–No creo que se acobarde como la viuda de Ducourneau. Parece sosegada y además el capellán ejerce una positiva influencia en su ánimo.

Habíamos pasado una mala noche en la cárcel, alojados en un apartamento vacío situado encima de una bóveda donde el termómetro marcaba quince grados bajo cero. Eran las dos de la mañana y nuestros dos carreteros, que no se habían separado de nosotros, golpeaban el suelo con los pies para calentarlos.

El tiempo pasaba; llegó la hora de montar la máquina, lo que hicimos en el lugar convenido bajo la bóveda que hacía comunicar dos patios. En media hora el trabajo quedó terminado y Desfourneaux, después de haber consultado su reloj, dio la señal. El celador de la prisión, el juez y el escribano se dirigieron hacia la celda de la condenada.

La Monneron escuchó la misa con recogimiento, rezó, acompañada por dos religiosas, y recibió la comunión humildemente, piadosamente. Luego dijo, no obstante, al director de la prisión:

–¿Por qué no me avisó anoche?

Obrecht se acercó para poner _____ la mujer lo detuvo:

–No tema nada, señor; no tengo la menor intención de huir.

Después la preparamos. La condenada caminó tranquilamente hacia el patíbulo. El suelo estaba cubierto de hielo y yo tuve la precaución de echar cenizas en el recorrido y le dije a la joven señora:

–Tenga cuidado, pues puede resbalar.

Ella aprobó con la cabeza y esa precaución irrisoria le impidió ver la guillotina que se levantaba a unos veinte metros. Sin un grito abandonó este mundo por otro que le deseo mejor.

Una polaca que da una lección a los alemanes

29 de junio de 1943. En la ciudad de Chalon… Otra cliente, pero esta vez tenemos menos aprensión, pues estamos acostumbrándonos a tratar con mujeres. El viaje París-Chalon es largo y difícil, ya que las comunicaciones son cada vez peores. El hotel donde nos reciben es aceptable y parece que no tendremos dificultades aunque el lugar señalado ___ lejos.

Los carceleros nos explican la cuestión: se trata de una polaca, la señora Sinski, que asesinó a su marido con monstruosa serenidad. Ayudada por su amante, amarró a su marido sobre una silla con la intención de matarlo más cómodamente, pero su cómplice se asustó y huyó. Entonces la polaca abrió con una pala una tumba en su jardín y afiló un enorme cuchillo de cocina. Fríamente sacrificó a su esposo como sacrifican a los puercos en el campo.

Como no tenía fuerzas suficientes para transportar el cadáver, lo descuartizó y metió en la fosa los siniestros pedazos. Finalmente tapó el hoyo, rastrilló la tierra y se acostó después para dormir un sueño sin pesadillas. En el proceso confesó todo y fue condenada a muerte.

Nos pusimos a hablar con los carceleros en esa apacible noche de junio. Desfourneaux nos llamó, pues ya la condenada había oído la misa. La mujer gemía; su aspecto era lamentable. Entonces surgió un incidente bastante extraordinario: un grupo de oficiales alemanes se presentó allí, deseando ver cómo se desarrollaba una ejecución en Francia .Querían ver la guillotina, hicieron preguntas y les dije que fueran a ver a Desfourneaux. En ese momento uno de ellos se acercó a la señora Sinski que continuaba gimiendo, la examinó y se encogió de hombros diciendo en tono despectivo:

–Una placa… Mírenla llorar y quejarse… Cobarde como todos los polacos.

La condenada oyó. De súbito, movida por un profundo sentimiento de dignidad nacional, interrumpió sus lametaciones, se irguió y replicó coléricamente al alemán:

–Sí, soy polaca… Y ahora verán que los polacos sabemos enfrentarnos a la muerte.

Desfourneaux ocupó  su puesto y la mujer nos acompañó sin la menor resistencia. Pasó altivamente por delante de los militares alemanes y los miró altivamente.

Y vivió con valentía sus últimos segundos.

Los condenados a muerte son joviales a  veces 

Si yo tuviera que resumir la conducta de los condenados ante la guillotina, diría que las mujeres son o más cobardes o más valientes que los hombres. De todos modos, nunca tienen el cinismo de algunos apaches que van a la guillotina con una sonrisa de burla, desafiando todavía, en la hora suprema, la moral de la sociedad.

Los condenados a muerte tienen a veces un extraño sentido del humor y pronuncian frases que probablemente serán más duraderas en la historia que la lista de sus fechorías.

He aquí algunas anécdotas relativas a las ejecuciones capitales en Francia, que los verdugos se cuentan en sus reuniones o durante sus viajes a las provincias.

En Saint-Omer, un cerdo devoró en 1595 un niño en la hostería del Mortero de Oro. El animal fue juzgado, condenado a muerte y ahorcado en la plaza del mercado.

El 20 de noviembre de 1929, en Chalon, el verdugo Dollé preparaba la ejecución de Denis Joly, un obrero que había asesinado a dos mujeres. Pierre Roche, el ayudante del verdugo, que sujetaba al condenado, quiso bajarle la cabeza para colocarla en mejor posición: la cuchilla cayó en ese instante y le cortó tres dedos.

Es la única vez que un verdugo se ejecuta él mismo…

El 10 de mayo de 1851, también en Chalon, el asesino Montcharmont, que había matado a tres personas, se resistía y entabló la lucha con el verdugo. Eran las seis de la mañana. El verdugo luchó durante veinte minutos con ese cliente recalcitrante sin poder vencerlo. El condenado tenía una fuerza exraordinaria. Fue necesario llamar a otros verdugos y no pudieron ejecutarlo sino varias horas más tarde, ya de noche.

Pougnez, siniestro asesino de una anciana y un niño de siete años, estuvo bromeando y riéndose hasta el último segundo. Era en febrero de 1889 y hacía un frío terrible.

–Tiemblo, pero es a causa del frío –dijo el bribón–. Es una falta de consideración exponer así a un cristiano, desabrigado en semejante tiempo…

–Valence, parricida ejecutado en Epinal en 1928, expresó cuando le presentaron el vasito de ron:

–No, gracias, nunca bebo entre las comidas. Cuando me emborracho cometo estupideces.

Los coleccionadores de la “viuda”

Después de cada ejecución, Anatole Deibler recibía numerosas cartas de curiosos o de sádicos que le pedían objetos manchados de sangre.

¿Qué deseaban esos refinados? Sencillamente poseer un talismán, un amuleto, con lo cual queda demostrado que el obscurantismo no era un hecho exclusivo de la Edad Media.

La ejecución de Landrú, el hombre que quemaba a sus mujeres, y la del asesino Weidmann, ocasionaron verdaderas lluvias de súplicas. Muchas personas querían poseer un objeto o una partícula de los ajusticiados: un botón, un pedazo de su ropa, una mancha de sangre, un pelo de su barba, etc…

Un estudiante de medicina, hijo de un honorable notario de París, quiso adquirir a cualquier precio la cabeza de un ajusticiado. Naturalmente, no consiguió su objetivo.

Al margen de esa curiosidad sádica, es interesante obsevar que varias sociedades de espiritistas enviaron al famoso verdugo Anatole Deibler comunicaciones de ultratumba que emanaban, según decían, de algunos clientes del verdugo .Uno de ellos remitió este asombroso mensaje:

“Señor Deibler, le estoy infinitamente agradecido por haber dado fin a mi lastimosa vida terrestre. Usted procedió como un maestro y lo único que sentí fue un vértigo. Desde entonces mi espíritu vive en un mundo bastante imperfecto todavía, pero diviso ya las luces de un paraíso que trataré de alcanzar”.

Ya me retiré de la carrera con la satisfacción de ver que el hombre que maneja la guillotina es también un miembro de la familia Deibler.

Que esta confesión pueda dar al lector una idea más justa de lo que llaman abusivamente el verdugo… No tengo otra ambición

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