Como un río revuelto
Como un río revuelto

Como un río revuelto

En la mañana del 6 mayo, la explosión del hotel Satatoga sorprendió a María Kellyn Vargas justo cuando entraba a la cocina de su apartamento. La onda expansiva la empujó dos pasos y la salvó de naufragar junto a los cimientos del patio, paredes, techos y la tendedera donde recién había puesto a secar el pañito de la meseta.

Kellyn es una boliviana con más de una década estudiando medicina en Cuba: unos días le faltaban para concluir su residencia en Radiología en el Hospital Universitario General Calixto García. Desde hacía dos meses vivía, junto a su esposo y su hija, y gracias a un amigo que les brindó el hospedaje, en ese apartamento del edificio de Prado 609, colindante con el Saratoga, también afectado por el accidente.

Tras la deflagración, el tiempo pareció congelarse y pocos segundos le bastaron para reaccionar y pensar en su hija, el techo tambaleante sobre su cabeza e, incluso, que el sonido de la explosión era más, en efecto, el de una calamidad. Corrió a la habitación de la nena, pero un chillido a sus espaldas la frenó antes de entrar al cuarto, que de repente también comenzó a desplomarse.

Por suerte, la niña no estaba en la habitación, sus gritos sonaban muy cercanos: aun así, Kellyn no podía verla por una polvareda que desde el patio inundó la casa e invadió su boca hasta los alveolos pulmonares, como una mano sádica que le robara el aire. “Era como un río revuelto”, así lo recordará la niña toda su vida.

Ciega, entre gritos y tanteando la pared, la doctora encontró a su hija. Feliz, pero agitada, porque la cocina ya anunciaba su propio destrozo. La niña, como ratón en pánico, en vano intentaba escabullirse: la madre jamás la soltó, porque si la pequeña era tragada por la tierra, ni casa, ni tesis, ni ella misma importarían.

Al fin tomaron la puerta de salida, entonces Kellyn giró el picaporte y, al notar que había dejado el candado de la reja cerrado, sintió un subidón de adrenalina. Retornó a la sala con la urgencia de un cólico y, asfixiada entre la bruma de polvo, sin soltar a la cría, palpó cada mueble hasta sentir una pelotica peluda, un llavero que odiaba por incómodo, pero que perdonó y amó en ese justo momento en que la hoja de la parca marcaba su cronómetro.

Abrió el candado, golpeó la ya deformada reja y salió.

Afuera, corrían despavoridos los mismos vecinos que, dos días atrás, sosegados, escuchaban una reunión de rendición de cuentas en el edificio, donde se informó de las reparaciones que por fin acabarían con las goteras del techo, un problema que entonces perturbaba la rutina de los residentes y que, después de los últimos minutos de las 10:00 a.m., perdió todo significado.

Kellyn oyó el llamado de auxilio de la anciana vecina de enfrente y, sin poder ignorar sus gritos, volvió a someterse a otra neblina de polvo hasta que logró encontrar a la nonagenaria y sacarla de allí.

Un humo negro, proveniente del Saratoga, intoxicaba el olfato con su peste a goma quemada. La niña tosía fuertemente mientras su madre, en un impulso casi irracional, decidió retornar a su vivienda en busca de mascarillas. Mas, al girar la cabeza, no logró distinguir la forma de su apartamento entre los remanentes del edificio. Aun así, escarbó dentro de los escombros con la frialdad de quien lo ha perdido todo. Pudo agarrar la tablet, una mochila y el disco duro con los datos de su tesis de graduación.

A punto de llorar, prendió la tablet y llamó a su esposo: “Ven corriendo que la casa explotó.

Kellyn sintió que se desmayaba, en tanto veía que otra ala del edificio parecía inclinarse. Sus nervios no podían más. Tomó fuertemente a su hija y la estrechó contra ella. En shock, miró arriba, nubló su mente y rezó: “Que sea lo que Dios quiera”.

***

Sin embargo, nada cayó en ese momento y, junto a unos vecinos, buscó una forma de escapar del lugar. Más bien, se dejaba guiar, como si una sobrecarga hubiera desconectado su cerebro.

Miraron en rededor y no hallaron manera evidente de salir: la puerta de la calle estaba bloqueada por mogotes de escombros que, a su vez, decoraban el entorno de pura destrucción.

Pero los brazos de gas negro abrazaban la zona con más fuerza, dejando al grupo de Kellyn casi sin oxígeno. Se alejaron del humo y forzaron la puerta de un apartamento vacío, de los que apuntan a Prado y solo se habitan en temporadas turísticas. Salieron al balcón y, solo entonces, pudieron respirar las brisas que bajaban por la calzada de Monte.

Desde allí distinguió, entre la muchedumbre expectante, a su cónyuge vestido con la bata de médico. Y en un fugaz recuerdo, revivió cuando se conocieron en su etapa universitaria y el viaje, en el último año de la carrera, hacia su patria en Bolivia (ambos son coterráneos). Durante ese período, la niña nació en la cuna de sus padres, aunque de inmediato la familia retornó a Cuba y la bebé terminó creciendo en escuelas de pañoletas.

Kellyn sabía que, con la pérdida de casi todos sus bienes materiales, sus planes de regresar a Bolivia tras graduarse quedarían también sepultados. Pero, en ese momento, un hombre de uniforme verde llevó al grupo a la salida. “Salimos por el edificio de al lado: entre escaleras, pasando por ventanas, techos y luego otras escaleras a un costado de toda el área”, contó ella.

Luego llevaron a madre e hija al Calixto. Se bajaron de la ambulancia. A Kellyn le indicaron que se acostara y le preguntaron si sentía dolor. Respondió que no, pero igualmente la trasladaron adentro y le hicieron los exámenes pertinentes en la sala de politrauma, un protocolo que, como residente del cuerpo de guardia, ella, bien conocía y ante el cual no podía resistirse, a pesar de sus nulos rasguños y de que apenas padecía un poco de presión alta.

Cuando entró en sí, que su hija no estaba su lado, se alarmó y empezó a llamar a los médicos. Nadie le hacía caso porque se encontraba en shock y la sala se desbordaba de personas. Quien le averiguó fue su colega David Pérez, un imagenólogo que llevaba más de dos horas haciendo ultrasonidos de urgencia: La chiquilla estaba a salvo, en el Hospital Pediátrico Juan Manuel Márquez.

***

Luego de recibir sus altas hospitalarias, la familia boliviana se albergó en la Residencia Estudiantil Ramón Paz Borroto, en el cruce de 25 y G, en El Vedado.

En las primeras noches, Kellyn no pudo controlar las pesadillas ni los llantos madrugadores. A veces su cuerpo temblaba o simplemente despertaba ignorante de dónde dormía, creyéndose aún bajo el techo de un apartamento que ya no existe, junto a aquellos muebles, sábanas y objetos preciados que solo sobreviven en el recuerdo. “Son cosas que debo tratar de asimilar”, dijo ella.

“Todo lo poco que uno puede tener, lo he perdido… pero, a la vez, estoy feliz porque tengo vida”, dijo María Kellyn Vargas, sobreviviente de la explosión del Saratoga. / Dariel Pradas

Fue tal el choque psicológico que los cláxones de los carros y otros ruidos fuertes le alteran. “No se me quitará de un día para otro. Soy médica y estoy consciente de que debo tenerme paciencia”, se diagnosticó a sí misma la especialista en radiología.

Por su parte, la niña no lloraba y narraba los sucesos del día seis como “si fuera una película que viera delante de ella”, explicó su madre.

“Ella decía: ‘Mami, todo después del sonido se vino abajo. Y un río’…, No fue un río, mi niña, ‘Sí, era un río revuelto, donde no se ve nada’… Y después, con un psicólogo, se le explicó que aquello fue un accidente, que no fuimos los únicos y que hay vecinos que ya no están con nosotros”, contaba Kellyn con los ojos cristalinos como un rayuelo.

“Ella jugaba con dos niños del edificio y recientemente me preguntó por ellos… no quiero ni averiguar, entonces le respondí que ellos estaban bien, pero que no los había visto”.

Más allá de sus memorias traumáticas, Kellyn siente remordimiento por haber sobrevivido. Si bien rescató a la nonagenaria de enfrente, hubo otra anciana en la que no pensó y de la que luego supo su fallecimiento. Esta vivía en un apartamento de su mismo alero, pero no oyó ni una nimia vocal de su presencia.

“¿Y si ella gritó algo y no la escuché? Cuando saqué a mi hija, que vi a la vecina de enfrente y vi a otra del fondo salir, se me fue de la cabeza pensar en ella”, admitió con profundo pesar. “Fue a la última que sacaron. Imagina cuántos escombros a la pobre le cayeron encima. Yo no he vuelto al edificio”.

“¿Y qué harán ahora?”, le dije de repente.

“Esa es mi pregunta. No sé. Por ahora, voy a concentrarme en defender mi tesis, hacer la prueba estatal, terminar lo que vine. Pensaba regresar a Bolivia, pero todo lo poco que uno puede tener, lo he perdido. Llevamos un rato aquí y, cuando estábamos a punto de terminar, de alcanzar nuestra meta, nos sucede que pertenencias, dinero para pasajes… todo se nos fue de las manos. Quedamos con una mano detrás y otra delante. “Pero a la vez —retomó tras un suspiro lacrimoso— estoy feliz porque tengo vida”.

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