Foto./ Dariel Pradas- Image Bing Creator
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El relato de nuestras vidas

Cerveza en mano, un amigo me contaba que no siempre fue reservado y tímido. Hasta sus 14 años había sido un muchacho jovial que no hacía otra cosa que treparse en las matas e intentar ser el más rápido corriendo y el mejor en la “manito” (las cuatro esquinas). Ese era el camino que había aprendido. Era entonces, el camino hacia la popularidad.

Además del churre que lo acompañaba de día y de su lances de autocomplacencia nocturna, tenía muchas “noviecitas” y amigos. Sin embargo, cuando entró en la enseñanza secundaria, su método había quedado obsoleto. Empezaba la época dorada del jabón y el perfume, donde verse presentable podía marcar la diferencia entre una fauna constantemente excitada. Tenían ventaja, además, quienes sabían bailar o habían dado antes el estirón.

Mi amigo vio cómo algunos compañeros de clase, que en primaria eran ninguneados, rebosaban de atención por su pubertad anticipada, mientras él seguía siendo el mismo enano mataperros de siempre. Cada uno de esos factores marcaba la distancia entre un niño y un adolescente. Y en ese período turbulento, llegó un punto de inflexión a su vida.

El clima, la fecha y el lugar fueron tan olvidables como los de cualquier día. Solo recuerda que ocurrió en su noveno grado, antes de cruzar una calle del barrio. Parqueó junto al contén un auto moderno. Pero no se fijó en la marca o la carrocería como había hecho durante 14 años, sino en dos rubias altas que se bajaron.

Las vio “tan buenas y tan limpias” que sus ojos juveniles desviaron la mirada y la posaron sobre su propia ropa, raída y sucia. Comparó a aquellos dos encantadores puntos de inflexión con las manchas en sus codos y con su dedo, que acababa de deslizarse sobre una de las líneas de churre del cuello. Por primera vez, se sintió infantil.

Nada más llegó a su casa, sacó del escaparate la ropa nueva que no usaba porque era nueva y le apenaba ensuciarla. Le pidió un perfume a su madre y le riñó cuando ella le dijo que no podía comprarle otros zapatos de inmediato. Su personalidad, antes extrovertida, comenzó a recogerse y a volverse más pensativa y ensimismada, llegando al colmo en el que hablaba lo mínimamente indispensable.

Los adultos se preguntarían qué demonios pasaba por la mente de aquel niño iluminado. Y si mi amigo no hubiera olvidado cómo expresarse en aquel momento, les hubiera dicho que solo pensaba, única y exclusivamente, durante cada minuto del día, en la necesidad imperiosa de acostarse con una mujer.

—¿Estás seguro de que ese ‘punto de inflexión’ fue tal?, pregunté tras el fin de la anécdota. Lo más probable es que ese cambio ocurrió paulatinamente, sin que te dieras cuenta. A eso que te pasó se le llama pubertad, ¿sabes?, bromeé.

—Sí, debe ser. Pero quién recuerda cuándo le toca a uno la pubertad. En la vida, uno recuerda las escenas, no la trama. La trama te la inventas por el camino.

En los relatos de nuestras vidas, muchas veces lo contamos con mañas de historiadores: “Nací en tal lugar, en el seno de una familia humilde, etcétera… y luego pasó esto, lo otro…”, y empezamos a organizar la experiencia vivida en puntos claves, escenas memorables.

A veces uno se sorprende por los recuerdos que sobreviven. No se me olvida, por ejemplo, la vez que a los 12 años un muchacho del aula me convidó maliciosamente a probar una cucharada del cake que traía en su pozuelo. “¿A que está rico?”, me dijo burlón después de yo probarlo. Su malicia consistió en que sabía tan espectacular que una cucharada no bastaba ni para paladear el sabor. Le pedí otro pedazo, soltó una carcajada y se fue corriendo, sin decirme ni de qué estaba hecho el cake. Qué mierda de recuerdo, pero todavía hoy busco un dulce que se le parezca.

Nunca lo encontraré, ya sé. Esa degustación es ahora una mera pleca en el biopic personal; sobrevivió la escena, pero no el sabor. En nuestro afán de historiadores, no solo le damos un orden cronológico a la vida, sino también lógico y hasta causal, como si aquello me hubiera condicionado para muchas decisiones futuras. Algunas personas dirían que esto ocurre a nivel cerebral, que puede explicarse por la neurociencia.

Por supuesto, existen los puntos de inflexión verdaderamente determinantes: casarse, tener un hijo, divorciarse, sufrir un accidente de tránsito, una operación médica, el fallecimiento de un familiar, la muerte en sí.

En una escala colectiva, podrían ser los tiempos difíciles o de bonanza. Y así hablamos del período especial para referirnos a los años 90; a la batalla de ideas para lo que vino después, entre finales del viejo milenio y principios del nuevo; “A cuando Obama”, para hablar de 2015 y esa época de breve “esplendor” en Cuba. Dentro del relato, también el precio de la cerveza habla de épocas: cuando valía 30 centavos en los 80, un CUC después del 2000, y hoy, con la variabilidad de los precios, se ha perdido un poco ese indicador.

El año 1959 es un punto de inflexión en toda regla, que cambió no solo el relato nacional, continental y mundial de la historia, sino también el individual de todos los cubanos. Sin embargo, otros momentos que constituyen efemérides no sobreviven al cuento con el que resumimos la vida. Tal vez solo sobrevivan aquellos que hayan provocado –o en los que hayan coincidido– la mayor cantidad de puntos de inflexión, o sucede al revés y son los momentos de quiebre como los de mi amigo y las dos rubias, los que hacen a una época memorable.

Divagaba en tales metatrancas cuando bebía con mi amigo y le solté de repente:

—¿Crees que este momento, con estas latas que estamos tomando, lo incluyamos en 20 o 30 años cuando contemos nuestras vidas? Nos reímos, porque la respuesta era clara como la cerveza misma. Probablemente olvidaríamos el encuentro en medio año. ¿Y este momento en Cuba?, corregí la pregunta.

—¿Qué momento?, hipó mi amigo.

—Este que se vive en el país. ¿Crees que forme parte de nuestro relato en el futuro? En 30, no sé, 40 años. ¿Crees que sea un punto de inflexión?

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