Por Lucien Corosi.
21 de Agosto de 1938 No 34
“Lo monstruoso me repugna y me atrae al mismo tiempo” –escribió Enrique Heine, el exquisito poeta que, precisamente, no tenía nada de un sádico ni un sanguinario. Y esta frase fue –al parecer– lo que pensó grabar en el frontispicio de sus “templos de horror” el gran Barnum, el más célebre de los directores de circo de los tiempos modernos y que era, según sus amigos, un sensitivo, casi un poeta, lo cual no le impidió ganar millones haciendo sufrir, durante toda su vida, a los más atroces seres humanos.
¿Pero por qué las mujeres sin cabeza, los hombres serpientes, los gigantes de tres ojos, no atraen ya a la gente, como en los años anteriores? Fuera de algunas excepciones bastantes raras, los números que el mundo entero aplaudió en otra época no aparecen hoy sino en los circos y en las barracas de feria de tercer orden.
Wells declara que las nociones del horror varían según los siglos. Es imposible que el “hombre tronco” nos conmueva hoy como conmovió a los espectadores de hace cincuenta años, ahora que el cine nos muestra cotidianamente centenares de cadáveres de niños despedazados por las bombas de aviones “desconocidos”. ¿Y por qué la “mujer osa” y el “hombre tigre” van a llamarnos la atención todavía, cuando, después del cine y del radio, la televisión está a punto de hacernos presenciar desde nuestro asiento la vida primitiva de los últimos salvajes de la Polinesia o de las selvas vírgenes del Brasil?
No. Las anomalías humanas, como espectáculos de circo y hasta de “music-hall”, han pasado ya. Indudablemente, todavía veremos de cuando en cuando, algunos especímenes extraordinarios que el público utilizará como figurantes “hors serie”. Pero su “edad de oro”, que duró de 1885 hasta 1935, en que un gigante, un enano o una pareja de siameses bastaban para ilustrar el cartel de los mejores circos y music-halls del mundo, ha terminado ya.
Los horrores de las guerras modernas, con sus numerosos inválidos, que no son frecuentemente nada más que unos troncos humanos, el cine explotándolo exótico, y por último, la falta de variedad de esos monstruos, de los cuales no existe en realidad más de ocho o diez casos diferentes, han conseguido eliminar definitivamente del espectáculo a esos desgraciados. Después de todo, debemos alegrarnos de eso, pues sus verdaderos puestos están en las clínicas o en los hospitales, y no en las barracas de feria y en los circos donde, maltratados o torturados, eran siempre las víctimas y los esclavos de algunos empresarios sin escrúpulos.
Lalo y Lala
¿Cuáles fueron los monstruos humanos más extraordinarios de estos últimos cincuenta años, durante los cuales una cruel generación aplaudió los fenómenos de horror de la anatomía, más repugnantes que interesantes?
Existe todo una literatura que trata de la vida de los diversos hermanos y hermanas siameses, pero apenas se ha oído hablar de este ser doble, fenómeno alucinante, que es “Lalo y Lala”. Si lo vemos vestido en la calle, nos asombraremos simplemente de la forma insólita de su vientre, que parece ocultar un enorme vendaje. Pero, examinándolo de cerca, comprobamos que ese abultamiento extraordinario no es más que la parte inferior del cuerpo de un segundo ser imperfectamente desarrollado, cuya cabeza y cuyo cuello se han quedado sin duda dentro del vientre de Lalo. Sin embargo, “Lala” posee piernas y pie y los puede mover fácilmente; y tiene también un estómago que hace su propia digestión.
Este horrible monstruo humano nació en Italia en 1880. Barnum lo descubrió y lo llevó a los Estados Unidos, donde se cansó de hacer dinero exhibiéndolo. El fenómeno volvió a Europa en 1905 y aprovechó la ocasión para ver de nuevo su patria, y hasta para casarse. Ha tenido tres hijos que, según dicen algunos que lo han visto, son perfectamente normales. Aunque no se habla de él desde hace varios años, alguien afirma que Lalo sigue viviendo en los Estados Unidos, donde continúa ganando, sino una fortuna, al menos cantidades importantes, recorriendo las ciudades con los circos.
El hombre esqueleto y el hombre tonel
De cuando en cuando, los periódicos y las actualidades cinematográficas nos presentan un griego, un chino o un turco que pesan de doscientos a trescientos kilos, como el hombre más pesado del mundo. Y como vivimos en la época de los récords, al lado de esos campeones individuales nos permiten admirar también a las hermanas, hermanos, como la familia más pesada “in the world”.
Los precursores de esa moda extravagante fueron los hermanos alemanes Hohne, “the three fat boys” (los tres muchachos gordos). Y eran oriundo de Scheneigermuhle y sus padres, así como sus nueve hermanos y hermanas, eran absolutamente de peso normal. En cambio, Emilio Guillermo y Walter pesaron desde los seis meses de edad, el doble y luego el triple de lo que debían pesar. A los cinco años, Emilio pesaba 68 kilos, y a los veinticinco, más de 300.
El circo Rigling fue el primero que tuvo la idea de reunir en una sola atracción un “fatboy” que, aunque era mucho más alto, no tenía ni la sexta parte del peso de su compañero. Su cuerpo no era más que huesos y pellejo, y cuando se desvestía, a la luz verdosa de una lámpara, no ofrecían ninguna diferencia con un esqueleto.
El hombre petrificado
Mientras que la medicina explica el caso de los “hombres más gruesos del mundo” y el de los “Hombres esqueletos”, atribuyendo esa anomalía al mal funcionamiento de ciertas glándulas, los médicos americanos se encontraron, hace varios años, francamente desconcertados ante el horrible fenómeno que fue “el hombre petrificado”.
El desgraciado era un austriaco nombrado Schwartz y nacido en Templitz. Desde los dieciocho años, una parálisis total invadió su cuerpo. Pero lo más sorprendente fue que su epidermis se desecó al mismo tiempo, volviéndose dura como la piedra, e insensible no solamente a la aguja de las inyecciones, sino también a la punta de un cuchillo.
Durante muchos años, Schwartz fue una de las principales “atracciones” del circo Barnum y Bailey, de los Estados Unidos. En 1898, fue a Europa. Los médicos que se apasionaron por su caso atribuyeron su anomalía a alguna enfermedad tropical, a las consecuencias de una parálisis infantil y hasta a un origen sifilítico, sin ponerse de acuerdo ni mejorar en lo más mínimo el estado de Schwartz.
Sin embargo, (contrariamente a los directores de circo que no quieren que se haga lo posible por curar a sus monstruos, temiendo perder una atracción productiva) Barnum pidió a varios especialistas eminentes que se ocuparan del caso de Schwartz. Lo hizo así, menos por altruismo que por interés, presintiendo la próxima muerte del hombre petrificado, cuyo estado empeoraba de semana en semana. Sus temores eran justificados, pues Schwartz murió un año después, cuando se encontraba de paso en su pueblo natal, en Templitz.
Un cuarto de siglo más tarde, unos años después de la guerra, descubrieron a otro “hombre petrificado” en los Estados Unidos. Pero se supone que este fenómeno que no es exhibido sino en los circos de segundo orden, y cuyo empresario no lo deja fotografiar ni someterse a un examen médico, es más bien un truco, un simple “hombre esqueleto” que representa el papel de hombre petrificado únicamente con fines comerciales, pues la lucha por el pan es la preocupación esencial de los monstruos.
El hombre de huesos blandos
Entre los casos más atroces de las atracciones de feria figuraron, durante largo tiempo, los hombres de huesos blandos. Más de una vez, tanto en Europa como en América, la policía (que siempre se muestra demasiado indulgente con los circos), ha impedido la presentación de esos infelices. En realidad, estos últimos no eran seres deformes como los enanos y la “mujer barzuda”, sino pobres enfermos, condenados a continuos sufrimientos, y que podían estar mejor en la cama de un hospital que en la pista de un circo.
En los Estados Unidos, impidieron definitivamente su exhibición después de un grotesco drama desarrollado en Boston en 1909, cuya víctima fue uno de esos desgraciados.
Durante la función de un circo ambulante, los espectadores fueron intrigados por unos gritos agudos que salían del interior y que el ruido de la orquesta trataba de ahogar inútilmente. El policía de servicio se vio obligado a entrar en el camarín de un “artista”, donde encontró a un tal Berg, número principal del programa, hombre de huesos blandos, que lanzaba gritos de dolor, suplicando que acabaran de matarlo o que lo transportaran a un hospital.
Bajo la orden del policía, una ambulancia llegó inmediatamente a buscarlo. En la clínica, los médicos, escucharon, espantados, el relato del infeliz a quien su empresario obligaba –amenazándolo con un látigo o con dejarlo morir de hambre– a ejecutar números que retorcían sus huesos reblandecidos y flexibles.
A pesar de los cuidados que le prodigaron, Berg murió al cabo de unos días de atroces sufrimientos. El empresario, un alemán que estuvo a punto de morir linchado, fue condenado a varios meses de prisión.
La mujer osa
Los pobres monstruos humanos de que hemos hablado hasta ahora, eran como los enanos y los hermanos siameses, fenómenos auténticos. Distinto fue el caso de las diversas «mujeres osas”, monstruos sin antebrazos ni muslos, de cuerpo cubierto de un espeso pelaje, anunciados como atracciones sensacionales. Giantescos carteles pregonaban que habían sido encontradas sobre los árboles , en el fondo de una selva virgen, afirmando que se trataba de verdaderos seres históricos.
La verdad es mucho más sencilla. En casi todos los casos, se trataba de negras que habían nacido sin muslos ni antebrazos, fenómeno relativamente frecuente. Para darles un aspecto mucho más primitivo, hábiles empresarios les embadurnaban la piel con ciertas pomadas que hacían crecer sus vellos y pelos. Para completar la ilusión, las vestían con pieles de osos, bajo las cuales los espectadores, cuando se mostraban incrédulos, podían ver un pelaje impresionante.
Cierta vez, ese maquillaje resultó bastante peligroso. Un día, una mujer osa, que pertenecía a un circo ambulante que recorría las aldeas de Bulgaria, se encontró de pronto con una verdadera osa que acababa de salir de un bosque cercano. Probablemente, no le hubiera pasado nada a la pobre mujer si no hubiera lanzado un terrible grito de espanto que no se parecía en nada al gruñido de los osos. El animal, intrigado por aquella voz, quiso saber si se trataba en verdad de una prima lejana, y la abrazó familiarmente pero con tanta efusión que le rompió varias costillas.
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