La niña de Boca de Jauco

Comunidades apartadas y zonas de silencio como Los Gallegos, La Atención o Los Naranjos, en el municipio de Maisí, reciben a los artistas de la Cruzada Teatral cada año. / Nailey Vecino

Luego del descanso en el Campamento de Pioneros 4 de abril, del municipio de Imías, partimos hacia el poblado de Boca de Jauco, uno de los primeros en sentir los efectos del huracán Matthew, en octubre de 2016.

Boca de Jauco es un pueblecito pequeño, donde el olor a mar impregna el ambiente y la escuelita primaria alberga una versión particular del famoso zoológico de piedras. No hay cobertura celular.

De ese lugar conservo alguna que otra fotografía de las flores que colman los portales de la mayoría de las casas u otra imagen de un arcoíris que se asomó justo cuando nos alejábamos en el Kamaz azul que nos sirvió de transporte.

De Boca de Jauco me llevé, sobre todo, el abrazo de una niña que se convirtió en uno de los recuerdos más bonitos de mi participación en esta Cruzada Teatral. Les cuento.

Al filo del mediodía, algunos infantes se acercaron al improvisado campamento que habíamos instalado en áreas de su escuela. Con la curiosidad propia de la edad se interesaron por la identidad de cada integrante del grupo y por el proceso de armar las casas de campaña que habían colonizado momentáneamente su espacio habitual. En medio de aquella suerte de “entrevista” me percaté de una pequeña que miraba con persistencia las pulseras de mi mano derecha.

–¿Te gustan?, le pregunté con cierto temor a su respuesta, pues no tendría suficientes para regalarles a todos.

–Están muy bonitas, ¿las compraste allá donde tú vives? –me dijo con pícara sonrisa.

–En realidad son recuerdos de otros lugares que he visitado o de personas a las que quiero mucho.

–Yo tengo un hilo en mi casa… ¿si lo traigo, me haces una?–propuso astutamente.

–¡Claro, anda, búscalo!

La niña regresó poco después con un carrete de hebra naranja fosforescente que trencé en un par de minutos, mientras continuaban sus preguntas. Por suerte alguna vez mi afición por las pulseras desde la adolescencia me hizo aprender a tejerlas. Aunque ha pasado tiempo desde la última vez que confeccioné una, comprobé en ese momento la veracidad de aquella frase recurrida: “lo que bien se aprende, nunca se olvida”.

Al finalizar, salió corriendo feliz a enseñarle su nuevo aditamento al resto de los niños que observaban, tímidos, desde lejos. Ya iba por la otra acera cuando la llamé para advertirle que había olvidado el hilo sobrante.

–Quédate con él, te lo regalo –me gritó desde el otro lado del asfalto.

–Tu madre te puede regañar, llévalo a casa–insistí.

–No, ese hilo es mío… te lo regalo. Así tienes un recuerdo y además me prometes que vendrás el año que viene para hacernos más pulsos–fue lo último que dijo.

No tuve más respuesta que un abrazo, el agradecimiento y la promesa de volver (que no sé si pueda cumplir).

En ese momento entendí a quienes me advirtieron que, una vez que participara en una Cruzada, sentiría la necesidad de regresar otro año. Ellos o ellas han de tener muchos rostros que desean volver a ver, muchas promesas que cumplir, muchas sonrisas que conquistar a cambio de su arte; nuevas amistades que hilar.

Cuenta una leyenda japonesa que un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar el tiempo, lugar o circunstancias; un hilo rojo que lleva la impronta de tu alma y te conecta de forma definitiva y profunda con hilos de otras personas, es decir, con sus corazones.

Un retazo de hilo similar, aunque trastocado en naranja, une hoy a una niña de Boca de Jauco, en Guantánamo, con una joven periodista en La Habana.

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